Una de las ideas clave de “La puerta de la fe” es ‘redescubrir’, ‘descubrir de nuevo’, ‘volver a ilusionarse’
Gaztelueta al día
Probablemente, los problemas de nuestra fe se deban −más que a la presencia de dudas− al desconocimiento del tesoro contenido en el cristianismo, o a la falta de trato de tú a Tú con un Dios que es personal, y no abstracto
El Papa, Benedicto XVI, ha convocado el Año de la Fe. No se trata de un evento habitual en la praxis de la Iglesia. Más bien es una de esas convocatorias con propósito determinado que se presenta para los creyentes (y para los “hombres de buena voluntad” en general) como una “ocasión de descubrimiento”.
Las razones de la convocatoria parecen circunstanciales: se celebra el 50 aniversario del inicio del último concilio, el Vaticano II. Además, se conmemoran 20 años desde la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, encargo promovido por el beato Juan Pablo II, y coordinado por Joseph Ratzinger, afamado teólogo, intelectual reconocido en el mundo cultural y universitario occidental, y en la actualidad Pontífice de la Iglesia Católica.
Son razones circunstanciales, pero de hondo significado. Por un lado, el Concilio fue una ocasión para que la Iglesia se explicara a sí misma y al mundo contemporáneo, repensando su presencia dentro de nuestro cambiante entorno social. Por otro, el Catecismo realizó la hazaña de exponer en un solo volumen, accesible para cualquier persona con una formación intelectual media, el contenido de la fe cristiana en campos tan diversos como el dogma, los sacramentos, la moral o la vida de oración y de trato con Dios.
Sin embargo, la pretensión del Papa no es meramente conmemorativa. Lo que busca es que los cristianos (y quien quiera) vivamos la experiencia de un encuentro interpersonal, el descubrimiento de lo que puede llegar a mejorar, enriquecerse y alegrarse la vida si logramos descubrir lo que significa ser cristiano. La breve carta con la que convocaba el Año de la Fe (Porta fidei, La puerta de la fe) desde su primera línea alude a la necesidad de esa experiencia, pues “se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma”.
Ahí es donde cabe la pregunta: ¿nos hemos dejado plasmar el corazón por una gracia que transforma? ¿No nos ocurre más bien, con frecuencia, que en nuestra vida la fe es algo rutinario, anodino, pobremente fundamentado desde el punto de vista intelectual, de un atractivo pequeño o poco ilusionante?
De hecho, una de las ideas clave de La puerta de la fe es redescubrir, descubrir de nuevo, volver a ilusionarse. Y es que, probablemente, los problemas de nuestra fe se deban −más que a la presencia de dudas− al desconocimiento del tesoro contenido en el cristianismo, o a la falta de trato de tú a Tú con un Dios que es personal, y no abstracto. Mirar con ojos de niño y con doctrina de teólogo, formarse a la altura de nuestro bagaje intelectual, recuperar el deseo de conocer para poder también amar.
Con frecuencia ocurre lo mismo con el amor humano: la falta de ilusión, la rutina, la ruindad o la ausencia de audacia, logran apagar toda pasión y nos impide vislumbrar lo que en un momento determinado nos llenaba de ilusiones. El Papa convoca este Año de la Fe para invitarnos a ilusionarnos de nuevo: que conozcamos nuestra fe, que nos asombremos ante las maravillas que Dios nos reserva y que mejoran de una forma tan sobresaliente nuestras vidas, que no nos devore la mediocridad.
Y nos ofrece un consejo: redescubrir el Catecismo de la Iglesia Católica. Al menos, digo yo, para darnos cuenta de que, siendo cristianos, entramos de lleno en una tradición que colma las respuestas a nuestras inquietudes y que −sobre todo− nos otorga una mirada sobre el mundo caracterizada por la paz, la alegría y la esperanza. Y estas son virtudes que, en los tiempos que corren, resultan realmente necesarias.
Javier Aranguren es profesor de Filosofía y de Religión en Bachillerato del Colegio Gaztelueta