La compasión es tocar tierra firme en mitad de un mar agitado; llegar a un claro en medio de un bosque oscuro; encontrar un sitio al que poder llamar hogar
La ruptura está al inicio de cada nacimiento. Una planta no comienza a germinar hasta que su semilla se rompe. Nos pasa también a nosotros: nacemos una vez, pero tras un gran sufrimiento puede decirse que, en parte, renacemos; que reconstruimos aquello que se ha hecho pedazos; que cosemos con cautela esa grieta abierta. Sobre una herida no puede construirse nada, pues cualquier cosa se hundiría, pero sí puede hacerse sobre la cicatriz que deja. Más que decir que el dolor nos purifica —depende de lo que cada uno haga con él, ya que, por sí mismo, no hace nada— sería más acertado decir que el sufrimiento resulta un requisito indispensable para crecer.
Lo natural es huir del sufrimiento. Tendemos a encerrarnos en una burbuja hecha a medida, un agujero solitario en el que nada pueda rozarnos. Pero sucede que lo más esperable de la vida es que resulta del todo inesperada. Que, muchas veces, la realidad decide revestirse con púas y hace saltar por los aires, al tocarlo, todo aquello que creíamos protegido tras ese escudo ficticio. Si se da ese choque, queda al descubierto nuestra fragilidad. Y, aunque queramos rechazarla, precisamente gracias a ella podemos ver el mundo tal y como es. Solo tras dejar a un lado nuestro reflejo en esa burbuja, después de apartar ese escudo de nuestra vista, tenemos ojos para los demás, somos capaces de palpar el dolor ajeno. Únicamente así desarrollamos la compasión. Algo que, en realidad, ¿qué sentido tiene en una sociedad por completo utilitarista, que lo mide y valora todo según su rentabilidad?
Escribe el psiquiatra Vallejo-Nágeraque «el anhelo de compasión está enclavado en el corazón de todo el que sufre». A la pregunta de qué podemos obtener del sufrimiento, cabría responder que, después de pasar por él, nuestra capacidad para captar ese anhelo de compasión ajeno aumenta exponencialmente. Cuesta sentir el dolor de los otros si antes no se ha experimentado el propio. Tras sufrir en lo más hondo de nuestro ser, entendemos que la compasión es tocar tierra firme en mitad de un mar agitado; llegar a un claro en medio de un bosque oscuro; encontrar un sitio al que poder llamar hogar. Es aquello que hemos necesitado en un momento dado y es lo que, ahora, otros pueden necesitar de nosotros.
Nada de lo que nos sucede nos deja indiferentes. Pero el dolor se lleva la palma a la hora de dejar huella en nuestra existencia. Ya lo dijo LéonBloy en su momento; «el sufrimiento pasa, pero el haber sufrido no pasa jamás». Sobra decir que el sufrimiento nos convierte en todo menos en aquello que la sociedad presenta como lo ideal. Nos transforma, de hecho, en lo que aquella se esfuerza por esconder; en seres débiles, frágiles, vulnerables. Y, aunque resulte paradójico, este es el único modo de ">«es una caja de bombones; nunca sabes qué te va a tocar», en otras palabras; uno nunca puede controlarla del todo. Nada, me atrevería a afirmar. No es algo nuevo que aquello que más nos define es que somos libres, luego lo que sí podemos decidir es cómo afrontar estos sufrimientos que se presentan sin previo aviso. Y no solo eso. No podemos cambiar las tragedias ajenas, pero sí permanecer al lado de los demás. Podemos ser esa tierra firme, ese claro, ese hogar.