La mejor solución para casi todos los problemas pasa por una escucha atenta, por un abrirnos al otro
Hace unos días me comentaba una persona que estaba pasando una etapa complicada. Dejó el trabajo para atender a un padre enfermo y no se siente comprendido por los suyos; tiene también una pequeña depresión, se encuentra solo. Decía que tampoco podía apoyarse en la Iglesia: en su parroquia se limitan, según él, a la mera sacramentalidad. Echa en falta un verdadero testimonio de vida.
No cabe duda de que hay muchas personas desorientadas, alejadas de Dios. El mundo ha hecho la opción de arrinconar la fe. Como decíamos hace unos domingos, de Dios solo se habla para burlarse y blasfemar. Cristo vuelve a ser del que todos se mofan.
Nos habla el Evangelio, una vez más, de la viña. Nos recuerda lo que hicieron los labradores con el hijo del propietario: “Por último les envió a su hijo, pensando: A mi hijo lo respetarán. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero. Vamos, lo mataremos y nos quedaremos con su heredad. Y, lo agarraron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron”. Es una clara referencia a Jesús, al rechazo del pueblo elegido del Mesías. Israel sigue esperando al Ungido, su salvador, y desde el año 70, en que fue destruido el Templo por las tropas de Tito, sigue anhelando la paz.
Cuando se rehúsa la compañía de Jesús, el Príncipe de la paz, la Luz del mundo, volvemos a recorrer las cañadas oscuras y pierde el hombre. No es mi intención ser catastrofista pero, según mi peluquero, no estamos bien. Hay inquietud, desconcierto, mucho sufrimiento; sobre todo en las familias. Cada día salen a la luz hechos muy penosos: violaciones grupales por jóvenes o niños, violencia familiar, robos, suicidios, pederastia familiar… Solos nos perdemos. No es cierto que ya somos maduros y responsables, que no necesitamos ayuda o compañía.
Cuando hay tanto herido, tanto dolor, tanta soledad, tanto mal, es necesario dar una respuesta al mundo. Hay que devolver la viña a su Dueño, recurrir al cuidado del Buen Pastor. Francisco quiere que la experiencia sinodal sea “un camino que recorremos, como los discípulos de Emaús, escuchando al Señor que siempre sale a nuestro encuentro”. El importante en este Sínodo es Jesús y el Espíritu Santo, no lo que tramemos los hombres: “No nos sirve tener una mirada inmanente, hecha de estrategias humanas, cálculos políticos o batallas ideológicas -por ejemplo, si el Sínodo permitirá esto o lo otro; si abrirá esta puerta o la otra-; no, esto no sirve” dice el Papa.
Aunque nos pese, bastante de la culpa del desconcierto de la sociedad lo tenemos los cristianos, que hemos dejado de ser sal y luz. En palabras del cardenal Ratzinger: “Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra él ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad”.
El mundo espera, aunque no sea consciente, el testimonio claro y creíble de los cristianos: padres y abuelos, catequistas y maestros, pastores. De los que creen en Dios y lo adoran y escuchan; no de los que le enmiendan, de los que adulteran la fe recibida de los mayores, transmitida, incluso, con su sangre. Quieren que le mostremos al Dios de Jesucristo, al Padre creador y providente. Que les mostremos el camino seguro de la felicidad, el que lleva al cielo, el que aquieta nuestro interior.
Caminar juntos, como los discípulos de Emaús, escuchando a Jesús. Alguno, de modo jocoso, ha comentado que el Sínodo es la ocasión de que le escuchen. Si así fuera, estábamos perdidos. Escuchémonos unos a los otros, pero sobre todo a Jesús. Hace falta una actitud humilde para escuchar, para aprender. La mejor solución para casi todos los problemas pasa por una escucha atenta, por un abrirnos al otro y, sobre todo, a Dios que lo hace todo con su palabra.
El predicador de la Casa Pontificia, Cantalamessa, les decía a los señores cardenales reunidos para elegir al sucesor de san Juan Pablo II: “Cada iniciativa pastoral, cada misión, cada empresa religiosa, incluso el Cónclave puede ser Babel o Pentecostés. Es Babel cuando uno busca su propia afirmación, hacerse un nombre; es Pentecostés si busca la gloria de Dios y la venida de su Reino”.
No vaciemos nuestra fe de su precioso contenido, no matemos al Heredero de la viña. Escuchemos la denuncia del que pronto sería Benedicto XVI: “Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos solo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías!” Caminemos juntos, pero con Jesús.