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Con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia el próximo 30 de diciembre, el mensaje de los obispos se ha centrado en algo tan esencial como “Educar la fe en familia”, invitando a potenciar la reflexión sobre la decisiva importancia de la familia para vivir y crecer en la fe, en un tiempo donde la misma familia se siente golpeada por los constantes cambios en la sociedad
«Todo queda en puro poder, poder en voluntad, voluntad en apetito, y el apetito, ese lobo universal, doblemente secundado por voluntad y poder, hace del universo todo su presa, hasta devorarse a sí mismo». Este diagnóstico de Shakespeare, donde manifiesta al destemplado hijo que asesina a su padre y donde la ley es la fortaleza del imbécil para tragarse instituciones y tradiciones, como si no hubiera miembros distintos en el cuerpo y todo confluyese al fin en un difuso y envidioso igualitarismo, constituye el auténtico desafío, la verdadera actividad subversiva amenazante de la familia.
Con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia el próximo 30 de diciembre, el mensaje de los obispos se ha centrado en algo tan esencial como “Educar la fe en familia”, invitando a potenciar la reflexión sobre la decisiva importancia de la familia para vivir y crecer en la fe, en un tiempo donde la misma familia se siente golpeada por los constantes cambios en la sociedad. La vivencia cristiana, sofocada en muchos miembros de la familia por diversas circunstancias, puede “renacer” desde el testimonio creíble de familias que, iluminadas por la fe, sean capaces de «abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios», como afirma en Porta fidei Benedicto XVI.
Pero no sólo la anhelada uniformidad y el debilitamiento en la transmisión de la fe se han convertido en nuestra época en dos portentosos retos de la familia. La permisividad sexual y el emotivismo yerguen su pecho sobre la realidad social, postulándose como un virus destructor donde la familia deberá encontrar y activar sus propios mecanismos de defensa si quiere sobrevivir a esta feroz espiral de relativismo.
Cuando asistimos a un evidente cambio de paradigma en la familia, a una nueva estructura de las relaciones sociales, económicas y familiares, con propuestas resultantes de diversas variables; cuando nuestra cultura sueña haber alcanzado la tierra de promisión desde la exaltación de una libertad sin vínculos y el ominoso objetivo de moldear la naturaleza desde la legislación y la educación, impregnadas de la “ideología de género”, lejos de inventarse, la familia emergerá en su verdad interior de ser una comunidad de personas, una comunidad de vida y de amor vinculada al designio de Dios sobre ella.
Cuando la nueva ortodoxia occidental propone un voraz emotivismo, capaz de menoscabar la estabilidad del matrimonio y la familia en su propuesta de sobrevalorar la emoción en detrimento de la razón, diluyéndose la misma idea de familia; cuando el designio del mundo consiste en ampliar los conceptos de “matrimonio” y “familia” hasta comprender a cualquier grupo de personas entre las que se dé un vínculo sexual y afectivo, ajeno a la duración de la relación o el número y sexo de los partners, se hace más necesario y urgente para la familia perseverar en sus relaciones constitutivas y en su propia identidad en un tiempo obstinado en la deconstrucción de las relaciones personales.
La concepción emotivista de la familia, la frívola y malsana costumbre de “dejarse llevar por los sentimientos”, ha desembocado en la presuntuosa proclividad de llamar también matrimonio o familia a las parejas homosexuales: si lo sustantivo es el sentimiento, ¿por qué el amor entre personas del mismo sexo debería valer menos que el amor entre heterosexuales? Pero semejante propuesta emotivista nos depara además una funesta consecuencia: la volatilidad creciente de la familia, cuya estabilidad queda supeditada a los vaivenes de la emoción, como bien explica desde su propia experiencia personal Leonardo Mondadori: «El valor de la indisolubilidad parece haberse vuelto incomprensible: la gente cree que el amor entre los cónyuges consiste en “sentir algo”, en “quererse” en un sentido sentimental. Cuando uno piensa que ya no “siente” nada se considera incluso un deber irse cada uno por su lado en busca de un nuevo “sentimiento”. La entrega personal, el sacrificio, el perdón, la comprensión, la paciencia, la fidelidad jurada: todo lo que hace posible que la unión de un hombre y una mujer resista el desgaste del tiempo, no entra ya en el plan de vida».
La familia se comprenderá a sí misma como un sistema social definido por las relaciones de conyugalidad y generatividad, por la reciprocidad y el don, relaciones negadas desde la legislación que hay que preservar o rehacer: no debería permitirse que se fuera cayendo la familia a pedazos −dirá Chesterton− porque nadie tiene el debido sentido histórico de eso que se está desmoronando, de lo que se ha convertido ya en un verdadero “éxodo de lo doméstico”.
Desasistida por la ley y eclipsada por la cultura, la familia, sin embargo, es defendida y protegida por los organismos nacionales e internacionales en sus textos jurídicos. La Declaración de los Derechos Humanos de la ONU establece: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene el derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (a.16, 3). Y la Constitución Española de 1978 determina: “los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia” (a.39).
En la Carta Magna de los Derechos Fundamentales de la Familia (24-XI-1983), se señalará que tales derechos “están impresos en la conciencia del ser humano y en los valores comunes de toda la humanidad”, así como que “derivan de la ley inscrita por el Creador en el corazón de todo ser humano”. Por tanto, los derechos de la familia derivan de la misma naturaleza de la familia, y no sólo de las exigencias de la doctrina católica.
Asimismo, el Documento Pontificio “desea estimular a las familias a unirse para la defensa y promoción de sus derechos”, dirigiéndose, finalmente, a “todos los hombres y mujeres para que se comprometan a hacer todo lo posible, a fin de asegurar que los derechos de la familia sean protegidos y que la institución familiar sea fortalecida para bien de toda la humanidad, hoy y en el futuro”.
Los derechos fundamentales de la familia, “aunque no constituyen un tratado de moral familiar”, ofrecen unos principios éticos válidos no sólo para las familias, sino también para las personas y los poderes públicos, precisamente en un momento crucial donde no se respeta el derecho a la vida ni a la libertad religiosa en muchos lugares del mundo, ni tampoco parece existir una política familiar adecuada cuando es el mismo concepto de familia lo que ha entrado en crisis.
La familia, se quiera reconocer o no, es la estructura social de la humanidad más universal, la célula básica de cualquier sociedad. El cristianismo, leyéndola de atrás adelante, la convirtió en Sagrada Familia, “un modelo perfecto de vida familiar, fundada en la fe, la esperanza y la caridad”, el “Hogar santo donde José, María y el Niño nos han enseñado con su vida silenciosa y humilde la dignidad y el valor de la familia”. En esta gran fiesta de la familia, conviene recordar las palabras del beato Juan Pablo II, que se convierten además en un poderoso estímulo: «Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad». ¿Por qué buscar fuera lo que está dentro, no reconocer que la vida no es algo que provenga del exterior?: «familia, ¡sé lo que eres!».
Roberto Esteban Duque
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