Homilía pronunciada el 23 de marzo en Roma por Mons. Javier Echevarría, en la Santa Misa en sufragio por el Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo.
Queridos hermanos y hermanas:
Scio quod Redemptor meus vivit! (Job 19, 25). Yo sé que mi Redentor está vivo. Estas palabras de Job son una invitación a la esperanza. Tenemos que vivir y actuar con la seguridad de la victoria definitiva de Jesús sobre el pecado y la muerte, que la próxima solemnidad pascual nos hará más presente. Jesús es la Roca más segura de nuestra esperanza, especialmente cuando tenemos que afrontar circunstancias difíciles, a nivel personal o familiar, o a nivel colectivo.
La historia de Job es paradigmática. Ese hombre piadoso, diligente para ofrecer al Señor sacrificios por los pecados y para dar limosna a los necesitados, comienza de repente a sufrir todo tipo de males: desde la muerte de todos sus hijos a la completa ruina económica, la enfermedad y el desprecio con que le tratan las personas más cercanas. Como explica el Papa en una de sus encíclicas, «es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo»[1].
También nosotros, ante los sufrimientos de los que a menudo somos testigos, podemos experimentar la tentación de reaccionar del mismo modo: ¿no podría Dios, que es omnipotente, eliminar de raíz el mal físico y moral, especialmente cuando aflige a los más inocentes? ¿Cómo puede permitirlo? El Santo Padre subraya que «a menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)»[2]
El libro de Job no resuelve el problema del dolor, pero nos anima a abandonarnos con confianza en las manos de nuestro Padre celestial. Como decía a menudo San Josemaría, ¡Dios sabe más! Y tantas veces —¡siempre!— lo que en un primer momento podía parecer absurdo, si nos esforzamos por descubrir la Providencia divina tras las apariencias, termina por convertirse en algo bueno. También Job, aun sin comprender la causa de sus desgracias, acepta la voluntad de Dios y hace ese acto de fe que hemos escuchado en la primera lectura: Yo sé bien que mi defensor está vivo y que al final se levantará a favor del humillado; de nuevo me revestiré de mi piel y con mi carne veré a mi Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo contemplarán (Job 19, 25-27).
2. Estas consideraciones son y serán siempre de gran actualidad. Frente a los dolorosos acontecimientos a los que hemos asistido en las últimas semanas, sólo la fe en nuestro Padre Dios nos permite arrojar un poco de luz sobre esas dolorosas vicisitudes. En realidad, como enseña el Concilio Vaticano II, sólo «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!»[3].
Aún tenemos presentes las imágenes de la tragedia sufrida en Japón a causa del terrible terremoto y el posterior tsunami. Ninguno de nosotros ha permanecido indiferente ante esos hechos que han afectado a millones de personas. Hemos rezado, y continuamos rezando, por las víctimas, por sus familias y por todas las personas que de un modo u otro han sufrido las consecuencias de la catástrofe.
Estos desastres naturales, como también las guerras que afectan a tantos pueblos indefensos (en Costa de Marfil, en Libia, etc., por recordar sólo algunos conflictos) pueden y deben servirnos para levantar los ojos al Cielo y ponerlos en nuestra morada definitiva, al Paraíso, donde —como enseña la Sagrada Escritura— el Señor mismo enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó (Ap, 21, 4).
Es humanamente lógico que tales tragedias nos golpeen en el fondo del corazón y despierten en nosotros —como en Job— la cuestión del porqué. Pero, al mismo tiempo, es sobrenaturalmente lógico que nos agarremos con más fuerza a la fe. «Nuestra protesta —escribe Benedicto XVI— no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien que “tal vez esté dormido” (1 Re 18, 27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como las palabras de Jesús en la cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la “bondad de Dios y su amor al hombre” (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros»[4].
3. Hoy, el aniversario del fallecimiento del Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo nos ofrece la ocasión de considerar un aspecto de su rica personalidad cristiana, de sacerdote y de obispo. Me refiero a su gran corazón, que le llevaba a compartir los sufrimientos de cuantos se le acercaban y a transmitir una gran paz a las almas. Son innumerables los testimonios de personas que, después de un encuentro con mi amadísimo predecesor, tras confiarle sus preocupaciones, han experimentado un profundo sosiego de espíritu y han podido volver a casa con una gran paz en el alma.
La fuente que alimentaba la paz interior de don Álvaro y su capacidad para comunicarla a los demás era precisamente su fe profunda en Dios Padre misericordioso, su confianza en Jesucristo Nuestro Salvador y en la acción del Espíritu Santo. En la escuela de San Josemaría, había podido experimentar directamente muchas veces el amor de Dios por sus criaturas. Sabía, por experiencia personal, que el Señor permite sufrimientos, pruebas, dolores, en nuestra vida, porque quiere que nos parezcamos cada vez más a su Hijo Unigénito, muerto en la Cruz por amor nuestro.
En una homilía pronunciada durante una Misa, en el Jubileo de la Juventud de 1984, don Álvaro dijo: «Otra causa de tristeza puede ser el sufrimiento propio y ajeno; el dolor, la contradicción, todo ese conjunto de cosas pequeñas y grandes que —en la vida personal y en la historia humana— no son agradables y a las que no se acierta a dar solución ni un sentido meramente humanos. ¿Cómo es posible estar alegres ante la enfermedad y en la enfermedad, ante la injusticia y sufriendo la injusticia? ¿No será esa alegría una falsa ilusión o una escapatoria irresponsable?: ¡no! La respuesta nos la da Cristo: ¡sólo Cristo! Sólo en Él se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. Sólo en Él —en su doctrina, en su Cruz Redentora, cuya fuerza de salvación se hace presente en los sacramentos de la Iglesia— encontraréis siempre la energía para mejorar el mundo, para hacerlo más digno del hombre, imagen de Dios»[5].
En la escuela de San Josemaría, decía antes, don Álvaro aprendió a mirar la pasión y muerte de Cristo como un acto de amor, del amor más grande que se puede dar en la historia, porque se trata del amor de Dios hecho hombre. También nosotros, en los próximos días de Pascua y siempre, queremos seguir ese camino: el camino de la cruz. Porque, como hace considerar el fundador del Opus Dei en una homilía, «no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte. Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario»[6]. Meditemos por tanto en este «Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro (...). A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia»[7].
El amor de Cristo por nosotros no sólo se ha manifestado con su muerte en la cruz. «Jesús ha perpetuado este acto de entrega —señala el Papa— mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cfr. Jn 6, 31-33)»[8].
Nos adentramos en el tiempo de Cuaresma. Preparémonos lo mejor posible para participar en la gran victoria de Cristo sobre el pecado, el dolor y la muerte. Es el momento de renovar los propósitos que quizá hemos hecho al inicio de este tiempo litúrgico: más amor y atención en nuestras oraciones, más perseverancia en el cumplimiento de nuestras pequeñas mortificaciones, más generosidad para ofrecer limosnas y practicar otras formas de caridad… Cobra especial relieve la recepción fructífera del sacramento de la Reconciliación, mediante una preparación realizada con más esmero y un mayor dolor de nuestros pecados. Procuremos vivir mejor la confesión y animemos a mucha gente a acercarse asimismo a la penitencia.
Contemplamos a Jesús que sufre en la Cruz, y que nos asegura que no quiere dejarnos solos en nuestros dolores. Sufre por nosotros porque nos ama y para enseñarnos que no hay cristianismo, no hay verdadera alegría sobrenatural y humana, si no estamos dispuestos a abrazar la Cruz quotidie, cada día.
Acudimos, como siempre, a la intercesión de la Virgen para que nos obtenga de Jesús, con mayor abundancia, la gracia de la contrición. Así sea.
[1] Benedicto XVI, Litt enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 38.
[2] Ibid.
[3] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.
[4] Benedicto XVI, Litt enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 38
[5] Don Álvaro del Portillo, Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros, 12-IV-1984.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 95.
[7] Ibid.
[8] Benedicto XVI, Litt enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 13
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