Pienso que en una democracia libre y plural no debería ser el Estado el principal agente configurador de los valores fundamentales que sustentan la convivencia social
El día 11 de agosto de 2021 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Aniceto Masferrer en el cual el autor sostiene que la ética pública no debería ser fruto de la voluntad del Estado ni de poderosos lobbies, sino el resultado del ejercicio de la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos, que están llamados, en la medida de sus posibilidades, a configurar la ética pública de su comunidad política.
La cuestión fundamental con respecto a la ética pública no radica en saber si es posible o deseable que una sociedad la tenga o deje de tenerla, porque en realidad siempre la tiene y jamás podrá dejar de tenerla. Lo relevante, máxime en una sociedad democrática, es cómo y quién debe configurar los valores y principios que rigen en esa sociedad. A mi juicio, los principales agentes configuradores de la ética pública deberían ser los propios ciudadanos. Pienso que en una democracia libre y plural no debería ser el Estado el principal agente configurador de los valores fundamentales que sustentan la convivencia social. Tampoco los grandes grupos empresariales, mediáticos y financieros. De lo contrario, la democracia se corrompe y se convierte en demagogia, desembocando fácilmente en un régimen autoritario o totalitario. Ese proceso de corrupción de la democracia se evita cuando la libertad política de una comunidad tiene como base la suma de las libertades individuales, no en abstracto, sino en su concreto y libérrimo ejercicio.
Por eso, es fundamental que todo ciudadano piense por sí mismo, que exprese públicamente su pensamiento en un clima de libertad -con independencia de lo que piense-, y que contribuya, dentro de sus posibilidades, a configurar la ética pública de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Además, en una democracia la ética pública debería de ser una realidad dinámica, en constante movimiento, incluso cuando alguna de sus partes ha cristalizado o se ha consagrado en una norma legal. Por tanto, el Derecho no debería de impedir que los ciudadanos puedan pensar y expresar doctrinas que fueran contrarias a la ética pública hegemónica en un momento concreto. De ahí la importancia de la libertad de expresión, porque, aunque no sea el derecho fundamental más importante (el derecho a la vida, por ejemplo, es el primero y posibilita el ejercicio de los demás), sí es el más imprescindible y genuino de toda democracia.
Alguno podría hacerse las siguientes preguntas: ¿cómo solventar el dilema entre el ejercicio de la libertad individual (conforme a la ética privada del ciudadano) y el carácter general del Derecho (reflejo de la ética pública)? ¿Cómo pueden coexistir en una misma sociedad éticas distintas, a saber, una ética pública (principios más o menos comunes a la mayoría y refrendados por el Derecho) y las diversas éticas privadas (de cada ciudadano)? ¿En qué medida puede el Estado prohibir, en un régimen democrático, la discrepancia, o impedir a un ciudadano la expresión de su moralidad privada cuando ésta es contraria o distinta de la moralidad pública? Esta es, sin duda, una cuestión clave en toda democracia que merezca ese nombre. Por una parte, es lógico y comprensible que el Estado promulgue leyes que sean reflejo de la ética pública mayoritaria de la sociedad en un determinado momento. Lo contrario sería sospechoso o preocupante. Una vez que la ley ha sancionado algún principio de la ética pública, es razonable que se prohíban las conductas que lo vulneran. Ahora bien -y aquí viene el matiz importante-, una cosa es prohibir conductas contrarias a valores fundamentales y otra bien distinta que se prohíba la opinión. El Derecho jamás debería de prohibir la expresión de opiniones discrepantes, siempre y cuando éstas no constituyan una amenaza grave y real a la convivencia (alentar el odio, la violencia, etc.) o un atentado directo contra derechos de terceros.
Sin embargo, a mi juicio, no deberían ser admisibles -aunque el Derecho lo permita según los casos- las expresiones discrepantes cuyo efecto sea la exclusión, la burla y la vejación de quienes no comparten algún principio de esa concreta ética pública.
Permítaseme poner un ejemplo. Si la moralidad pública, reflejada en la legislación, no permitiera ir desnudo por la calle, quien lo hiciera podría ser sancionado, pero una democracia constitucional jamás debería de sancionar a quien, juzgando como bueno poder ir desnudo por la calle -aunque legalmente no le fuera permitido hacerlo-, pudiera por lo menos expresar su opinión y defender -sin amenaza de sanción alguna- su postura discrepante, es decir, sostener deseable -para el libre desarrollo de la propia personalidad- que el ciudadano pueda ir desnudo por la calle, o proponer la creación de zonas o urbanizaciones en las que la gente pudiera ir desnuda por la calle. A mi juicio, el Estado no debería de privar a esa persona de la libertad de expresar lo que piensa. De este modo, la libertad de expresión jugaría el papel que le corresponde a la hora de tender puentes entre la moralidad pública y la moralidad privada, propiciando un constante movimiento de flujo y reflujo entre una y otra moralidad, y este dinamismo, propio de una democracia verdaderamente libre y plural, impediría la actitud totalitaria de quienes exigen máxima libertad de expresión cuando reivindican sus ideas para una nueva moralidad pública (piénsese en las de Mayo del 68), y prohíben la discrepancia cuando ya han logrado conformar una moralidad pública de acuerdo con sus ideas (que es lo que está sucediendo con la legislación relativa a la libertad sexual y a la identidad de género).
Siguiendo con el ejemplo anterior, si llegara el día en el que el nudismo -poder deambular desnudo por la calle- formara parte de la moralidad pública, ¿podría el Estado prohibir la expresión de la discrepancia? En absoluto, no debería prohibirlo, y menos aún -como se hace con ciertos colectivos- recurriendo al principio de igualdad, con una línea argumental tan simplista como la siguiente: “Si todos pueden ir por la calle como desean, ¿a qué se debe esa discriminación hacia el colectivo nudista? Si a usted no se le obliga a ir desnudo, ¿por qué pretende imponer su posición a todos, impidiendo a quien quiera que pueda ir desnudo? ¿Por qué no deja que los demás puedan hacer sus propias elecciones morales?”. Si se admite que la fuente y criterio fundamentales del principio de igualdad es de orden estrictamente subjetivo, y no se atiende al bien del conjunto de la comunidad -porque se cree que ese bien no existe, que el bien es siempre algo privado, subjetivo e inmanente-, el argumento igualitarista puede convertirse, en manos del Estado, en una peligrosa herramienta de imposición totalitaria, incompatible con una auténtica democracia constitucional.
Otro síntoma que muestra la escasa calidad o madurez de una democracia es el asiduo recurso a etiquetas o expresiones tópicas a fin de descalificar al discrepante (fascista, comunista, facha, nacionalista, independentista, filoetarra, homófobo, machista, ultraderechista, ultraizquierdista, etc.). Este recurso, tan frecuente sobre todo en la política y en los medios de comunicación, y que suele implicar un desprecio o una burda simplificación de la realidad, no parece ser el mejor modo de fomentar la libertad de expresión y el espíritu de diálogo que deberían caracterizar a una democracia constitucional. Pero el problema de algunos es que se consideran a sí mismos tan lúcidos y están tan enrocados en sus posiciones ideológicas, que no están dispuestos a aceptar que mediante el diálogo y el debate plural se pueda llegar a consensos alejados o ajenos a su verdad. Cuando sus principios son secundados por la mayoría (se convierten en ética pública), entonces impiden y prohíben la discrepancia con la fuerza coercitiva de las leyes y de la presión mediática; pero cuando la mayoría no comparte su verdad (ética privada), promueven -entonces sí- la disidencia y la discrepancia en nombre de la libertad de expresión y del derecho de las minorías frente a las supuestas imposiciones ilegítimas de la mayoría.
En resumen, sostengo que la ética pública no debería ser fruto de la voluntad del Estado ni de poderosos lobbies (políticos, empresariales, mediáticos y financieros), sino el resultado del ejercicio de la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos, que están llamados, en la medida de sus posibilidades, a configurar la ética pública de su comunidad política. En coherencia con lo que acabo de afirmar, estimado lector, no pretendo convencerte de nada, ni mucho menos de que pienses como yo. Mi propósito ha sido expresar con libertad mis reflexiones críticas sobre una cuestión clave en toda sociedad democrática y en la nuestra en particular, con la esperanza de ayudarte a pensar por ti mismo y de animarte a que también tú tengas el coraje de contribuir, con tu participación libre y activa, al florecimiento de una democracia más libre, abierta, plural y madura.