Montse llamaba la atención por su alegría, vitalidad y generosidad.
Este modo de ser se manifestaba también en el deporte. Cuando jugaba a tenis, corría por toda la pista para disputar cada punto, porque no le gustaba perder. Y con esta intensidad vivió su vida cara a Dios y los demás, conforme fue profundizando en su fe. Murió muy joven, con poco menos de 18 años, con muchos sueños incumplidos y muchas cosas todavía por hacer. Pero feliz de haber vivido una vida plena cerca de Dios, porque la vida –la de cada uno– es un gran torneo de partidos inesperados y, con Él como pareja de dobles, la victoria está asegurada.
Montse nace en Barcelona (España), en un piso del barrio de l’Eixample. Da sus primeros pasos bajo la atenta mirada de sus padres y de su hermano Enrique, un año mayor que ella.
Con los años, el piso de los Grases se va quedando pequeño por la llegada de nuevos hermanos: Jorge, Ignacio, Pilar, las gemelas María José y Cruz, Rosario y Rafael.
Su padre, Manuel, trabaja como ingeniero técnico industrial, mientras que su madre, Manolita, se encarga de la casa y cuida de los hijos. Los chicos estudian en La Salle, las chicas acuden a las Damas Negras.
A principios de los años 50, la empresa donde trabaja Manuel quiebra y él tiene que buscar otro empleo. Los Grases recortan gastos en casa, venden el coche, empeñan las joyas… Con sacrificio, deciden no cambiar a los hijos de colegio para asegurar su educación cristiana. Los planes extraordinarios se reducen al veraneo en el mar o la montaña y alguna escapada al cine del barrio. A Manolita le faltan brazos, así que pronto Enrique y Montse, los hermanos mayores, se implican para ayudar en el cuidado de la casa y de los más pequeños, que no se dan cuenta de las estrecheces que están pasando.
La fe cristiana del matrimonio Grases se manifiesta en varios detalles de su hogar. Una de las habitaciones la preside una talla de la Virgen de Montserrat que Manuel se ha encargado de restaurar. Desde pequeños, Montse y sus hermanos aprenden de sus padres a saludar a la Virgen, a darle un beso o a dejar una flor en la repisa. Por la noche los padres desgranan las cuentas del rosario delante de esa misma imagen y el domingo van todos juntos a misa. Los Grases también fomentan un comportamiento cristiano. Aquí no se miente, explican a los niños. Tampoco se habla mal. Hay que cuidar los libros y objetos personales.
Los sábados se reúnen con los padres en una especie de “consejo familiar”, para hablar de pequeñas cuestiones relacionadas con la casa. Allí Montse y Enrique tratan de hacer valer su condición de mayores. Y aunque no siempre consiguen lo que quieren, el sentimiento de unidad entre los dos hermanos se va haciendo cada vez más grande.
Empieza el bachillerato y simultáneamente estudia solfeo y piano en la academia Guiteras. Los domingos ayuda en la catequesis que imparten las religiosas en los suburbios de la ciudad, a la que lleva muchas veces libros, juguetes o golosinas para los niños.
Montse tiene un carácter fuerte, muy vivo. Le gusta moverse y pasar un buen rato en compañía. Se crece ante los retos, por eso le apasiona el deporte. Juega para ganar, aunque también sabe perder de manera deportiva. Practica el tenis y el ping-pong y, en el colegio, juega a baloncesto.
En Seva, Montse disfruta mucho. Le gusta andar, bailar y cantar. Es una chica alegre y su alegría es contagiosa. Con la pandilla de amigos sube los montes de los alrededores, como el Matagalls. El grupo ensaya durante todo el verano una obra de teatro a beneficio de la parroquia que representan al final de las vacaciones delante de los habitantes y veraneantes del pueblo.
Montse estudia con tesón, sigue con las clases de música y ayuda en casa. Tiene una inteligencia más bien práctica. Aprueba los tres primeros cursos en las Damas Negras, pero alguna asignatura se le atasca. A principios de 1955 se le forma un divertículo en el duodeno que la obliga a guardar cama durante algunas semanas y la convalecencia hace que pierda varios meses de escolaridad. Finalmente completa el Bachillerato Elemental en junio de 1956.
Admiraba a Montse, la veía fuerte, decidida, entusiasta. No llegué a ser muy amiga, pero sí buena compañera. Me llevé una fuerte impresión al volver de vacaciones y ver su esquela. Ahora, a la vez que le pido favores a Montse con toda normalidad, me sorprendo por cada uno.
En octubre de 1955 Montse acude por primera vez a Llar, un centro del Opus Dei en la calle Muntaner. Montse sintoniza inmediatamente con el ambiente que allí se respira y comienza a frecuentar el piso.
Las personas que vivían en Llar en ese momento y las chicas de su edad describen a Montse como una chica extraordinariamente alegre y bastante traviesa.
Era muy movida, cariñosa y sobre todo muy alegre. Una tarde en la que yo estaba dando unas clases particulares alrededor de la mesa camilla de una habitación, de pronto sentí que la mesa se movía. Escondidas debajo del mantel se ocultaban Montse y Ana María, que, tras mi sorpresa, salieron corriendo de allí, sin parar de reír. Luego supe que Montse estaba preocupada por haberme disgustado.
El primer día se apunta a clases de piano y también colabora en las cosas materiales, porque en Llar no tienen casi de nada. Al cabo de un tiempo, empieza a asistir a una charla de formación cristiana y al rato de oración delante del sagrario que dirige el sacerdote, con el que se puede confesar. Llar se convierte en su segunda casa.
Montse es ya una adolescente y su personalidad se dibuja fuerte y clara. Cada vez se conoce más a sí misma y lucha por dulcificar y atemperar su carácter. Los que la conocen bien se dan cuenta de que está cambiando. Y es que Montse ha decidido apuntarse al gran torneo, el torneo de la vida, donde se disputa lo más importante: la felicidad propia y la de los demás.
Montse madura con rapidez. Se da cuenta de lo mucho que trabajan sus padres por sacar adelante a su familia y se esfuerza por ayudarles cada vez más en el cuidado de la casa y de sus hermanos. En Llar comienza a pedir consejo para mejorar. Valora más el estudio y el aprovechamiento del tiempo, da catequesis en las barracas de Montjuïc, visita a niños enfermos en el Hospital de San Juan de Dios y ayuda a recaudar fondos para la Cruz Roja.
Cuando Montse me dio la noticia de que su hermano Enrique quería ser sacerdote, se le saltaron las lágrimas de alegría.
En este torneo de mejora diaria no juega sola. En las charlas de formación que recibe en Llar aprende a dirigirse a Dios de una manera nueva: le descubre como Padre, dedica ratos de conversación con Jesucristo en el oratorio, intenta ser consciente de su presencia durante el día, va a misa con frecuencia y busca ofrecer a Dios pequeños sacrificios como ahorrarse el tranvía o levantarse enseguida de la cama.
Las amistades de Montse son cada vez más numerosas: el grupo de Seva, del colegio, del Club de Tenis Barcino, de Llar… Y los lazos de amistad también se van haciendo cada vez más fuertes. Empieza a compartir con ellas lo que le hace feliz, con especial interés en que se acerquen más a Dios. Les habla de Llar y las invita a recibir la misma ayuda espiritual que tanto bien le hace.
A la vuelta de las vacaciones de verano de 1956, Enrique, el mayor de los Grases, de 16 años, anuncia a su familia su intención de ser sacerdote. Esta noticia es una de las mayores alegrías que recibe Montse. Ella mantuvo siempre una cercanía muy especial con su hermano, y tal vez la decisión de Enrique de entregarse a Dios influiría en su posterior vocación. En otoño, con 15 años, decide asistir a su primer curso de retiro con dos amigas.
Montse quiere ser enfermera, pero es aún demasiado joven para poder iniciar estos estudios y tendrá que esperar dos años. Por indicación de sus padres se matricula en la Escuela Profesional de la Mujer, de la Diputación de Barcelona. Las materias que allí se imparten –corte y confección, dibujo, cocina, oficios artísticos– no la atraen especialmente, pero ha descubierto el valor del trabajo bien hecho y esto la anima a aprender y a hacerlo lo mejor posible.
Es octubre de 1957: empieza un nuevo curso. Enrique, terminado el Bachillerato Superior, entra en el seminario diocesano de Barcelona. Montse realiza unas prácticas de enfermería en el Hospital de San Pablo.
Meses atrás, en una conversación con su amiga Rosa, ha salido el tema de la vocación al Opus Dei. La reacción de Montse es de desconcierto. Con su honradez natural, se lo comenta a su madre y deja de ir a Llar por un tiempo. Sigue rezando y buscando en su conciencia la voz de Dios.
Ahora decide asistir a su segundo curso de retiro, con intención de examinar a fondo cuál es el plan de Dios para su vida. Lo primero que hacen ella y Ana María al llegar a Castelldaura, la casa de retiros, es comprobar qué cama es la más mullida y cómoda. Una vez elegida la mejor, Montse se lanza de un salto sobre ella… y la rompe. No es la mejor manera de empezar un curso de retiro…
Pero lo cierto es que serán días decisivos para Montse, que regresa con el deseo de ser más generosa y responder que sí a lo que Dios le pida. Acude más a la Virgen, por las noches hace un pequeño examen de conciencia y busca puntos de mejora. Pasan las semanas hasta que, en un momento concreto, comprende que si Dios pide una entrega total, da la fuerza para corresponder. Montse comparte sus inquietudes con sus padres, que le aconsejan que lo piense con calma y obre con libertad y, si lo desea, hable con un sacerdote que conocen, distinto del de Llar. Finalmente, después de meditarlo un tiempo en su oración personal, Montse pide la admisión en la Obra. Es la Nochebuena de 1957.
Se abre un nuevo horizonte para ella. Su trato con Dios y la ilusión por hacer felices a los demás se convierten en el centro de su vida. Desde entonces cuida con más delicadeza la misa diaria, los ratos de oración, la lectura del Evangelio, el rezo del rosario, las horas de clase ofrecidas a Dios. Se nota también en su creciente sensibilidad hacia los demás: procura ayudar a sus padres en todo lo que puede, está especialmente paciente con sus hermanos, y dedica mucho tiempo a sus amigas, a las que habla de Jesucristo. Todos notan su alegría.
Así describe Enrique la relación de su hermana Montse con la enfermedad: «El dolor la retó: pero ella venció la partida. A ella le apasionaba el tenis y aquello fue… como un partido de tenis frente al dolor. Este partido es siempre difícil, porque no hay términos medios: o el dolor te vence o tú le vences a él. Montse tuvo la valentía de mirar al dolor frente a frente, cara a cara y a los ojos: tú eres el dolor –pensó– pero yo… ¡Me voy a servir de ti para ganar! Y convirtió su enfermedad en un instrumento de corredención«.
Unos días antes de pedir la admisión en el Opus Dei, Montse comienza a tener molestias en su pierna izquierda. En su casa lo atribuyen a una caída mientras esquiaba y no le dan más importancia. Pero con el paso de las semanas el dolor aumenta y sus padres deciden llevarla al médico.
Las vitaminas que le recetan no hacen ningún efecto, así que los médicos le enyesan la pierna para inmovilizarla. Esto no hace más que aumentarle el dolor y a las pocas semanas tienen que quitarle el yeso. Montse continúa así un largo periplo de especialista en especialista en el que nadie logra dar con el origen de un dolor que se va agudizando y le dificulta caminar. Hasta que en junio de 1958 el padre de Montse recibe el diagnóstico definitivo: se trata de un Sarcoma de Ewing, un cáncer de hueso propio de gente joven, muy maligno. A Montse seguramente le quedan pocos meses de vida.
Manuel y Manolita deciden explicar a su hija solamente que tiene un tumor y debe empezar a recibir radioterapia, e intentan que la familia siga con la vida normal. Irán a Seva, aunque Montse estará en Barcelona los días de tratamiento. Ella no se alarma: es joven (el 10 de julio cumple 17 años), está llena de ilusión por su vocación recién estrenada y confía en que Dios le dará salud para vivirla.
Con el paso de los días, Montse percibe la preocupación de sus padres e intuye que hay algo más. Se lo comenta a la directora de Llar: ¿Tú entiendes lo que me pasa? Al volver de Seva un fin de semana, por la noche, cuando los pequeños ya están acostados, Montse exige a sus padres que le expliquen exactamente qué tiene. Al conocer la gravedad de su situación, sugiere la posibilidad de que le corten la pierna. Pero sus padres ya lo han consultado al médico: no serviría de nada. Montse se limita a responder: ¡Qué lástima! Luego se despide de ellos y se dirige a su dormitorio.
Su madre ve que se arrodilla ante la Virgen de Montserrat, reza y se acuesta, y va a acompañarla. Ay, qué suerte, comenta Montse, y se duerme. Más adelante, Manolita se enterará de que en esos momentos al pie de la Virgen le había dicho: Lo que tú quieras.
A partir de ahora, Montse vive como había decidido vivir antes de estar enferma: con una entrega plena a Dios y a los demás. Había previsto una aventura de muchos años. Incluso ir a París a ayudar en la puesta en marcha de la primera residencia para universitarias. Pero Dios la sorprende con otros planes, y ella se fía de que con su gracia podrá vivir la misma aventura divina en cada momento del tiempo que le queda.
Montse soporta las sesiones de radio con humor. Su pierna va adquiriendo un color cada vez más oscuro, y ella comenta: Se me está poniendo más morenita la pierna… Tampoco hace un drama cuando, al subirse a algún taxi para ir al hospital, comprueba que no le cabe la pierna extendida en el asiento de atrás. Bromeando, dice: Es que yo necesito los taxis a medida.
Al acabar el tratamiento vuelve a Seva. Los vecinos no salen de su asombro al ver su alegría. Como la radioterapia le ha devuelto un poco de movilidad, se atreve a subirse a la bicicleta pedaleando solo con una pierna para ir a misa con sus amigas. Procura no dejar las aficiones de cada año: el deporte, las pozas del río, las sardanas y el teatro. Lo que le será imposible es subir al Matagalls.
A finales de septiembre, al volver a Barcelona, se le agudizan los dolores que se le habían calmado en parte con la radioterapia. Pero se empeña en no ser excepción en nada. Se ha matriculado en la Escuela de la Mujer e intenta hacer vida normal, aunque a los pocos meses se ve obligada a dejar de ir a clase. A pesar de las dificultades físicas y de los momentos de desánimo, se esfuerza en vivir las prácticas de vida cristiana que ha ido intensificando tras pedir la admisión en el Opus Dei. Cada noche anota en una libreta cómo va su trato con Dios, su esfuerzo por mejorar el carácter, un propósito para el día siguiente. No deja de hablar de Dios a todas sus amigas y de interesarse a fondo por personas a las que apenas conoce. Su familia y amigos perciben en ella un notorio crecimiento en templanza, fortaleza y paciencia, fruto de su fe y la docilidad a la gracia.
Tiene momentos de incertidumbre. En Llar comenta a la directora que a veces se hace un lío a la hora de pedir o no a Dios por su curación.
Y cuando me meto en este jaleo que si sí, que si no, le digo a la Virgen que lo arregle Ella como quiera.
Pero no pierde el buen humor. Una de sus amigas, que conduce una moto con sidecar, se la encuentra en una parada de autobús y le pregunta si quiere subir. Montse contesta sonriendo: Yo sí quiero, la que no sé si querrá es la pierna.
A finales de noviembre su salud empieza a deteriorarse rápidamente, la pierna se le hincha de forma alarmante y salir de casa le supone un esfuerzo cada vez mayor. En esos momentos Montse lucha por estar alegre y alegrar la vida de los demás. Y al mismo tiempo se esfuerza por estar cada día más cerca de Dios en su oración y en mil pequeños detalles cotidianos.
Al ver la rapidez con la que se deteriora la salud de su hija, sus padres deciden regalarle algo que le hará una enorme ilusión, aunque suponga un esfuerzo económico: un viaje relámpago a Roma. En noviembre Montse pasa cuatro días en la ciudad santa. Reza el Ángelus con el Papa y visita la basílica de San Pedro. Conoce al fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, y vive en una residencia con otras jóvenes del Opus Dei. A pesar del agotamiento, durante los meses posteriores recordará con frecuencia: ¡Qué suerte, aquellos días!
Las Navidades las pasa ya en cama, en la habitación de la Virgen, más luminosa, acompañada por su familia. Desde entonces apenas saldrá de casa. A pesar del dolor que padece –es como si un perro estuviera mordiéndome constantemente la pierna, dirá alguna vez–, Montse sigue transmitiendo la misma alegría y el mismo buen humor de siempre. Se esfuerza para que todos estén felices a su alrededor y por eso aprende a tocar la guitarra en la cama. A veces tararea una canción y pide a todos que canten. Y cuando su padre, incapaz de cantar por la emoción, se esconde detrás del periódico, Montse lo advierte y le dice: Papá, que no te oigo… Quiero que estéis alegres.
Viéndola así, a muchas de sus amigas les cuesta creer que realmente esté tan enferma. Detrás de esta actitud hay detalles que implican un gran sacrificio: nunca dice que no a las visitas, se arregla cuando vienen a verla, se disculpa por el trabajo que da, y no habla del dolor más que con sus padres y contadas personas del Opus Dei. Su madre a veces duda en dejar pasar a algunas amigas, temiendo que la agoten. Pero Montse insiste: Mamá, no estamos aquí para hacer lo que nos apetezca; que pasen.
Si sale una medicina nueva, me la tomaré; si me tienen que cortar la pierna, me la cortarán. Y si el Señor quiere que me muera… me moriré. Yo lucho porque quiero vivir, porque soy del Opus Dei, porque quiero servir al Señor, porque quiero evitar ese sufrimiento a mis padres. Quiero y amo la vida. Pero si Dios quiere que me muera, me moriré… porque también puedo ayudar desde el Cielo.
En medio de grandes dolores, Montse desea unirse cada día más a Jesús en la cruz. Llena su inactividad forzada de un intenso diálogo con Dios. Algunos días no puede leer ni escribir. A veces invita a quien la acompaña a rezar con ella: Vamos a hacer un rato de oración, o ¿Me puedes leer el Evangelio? Los que la rodean se quedan conmovidos al ver cómo ha asumido su vida como ofrenda a Dios y cómo Dios se hace presente en su alma, de forma llamativa en su serenidad alegre.
He hecho varios suspiros diciendo: «Señor…» Pero enseguida he rectificado: «Pero Tú me ayudarás».
La vida de Montse se va extinguiendo poco a poco. Su familia y las de Llar no la dejan sola. Cuidan con el mismo esmero las necesidades de su cuerpo y las de su alma. Sus amigos van a despedirse. Hasta que el 26 de marzo, Jueves Santo, se apaga por completo, con la pequeña cruz que tanto ha besado entre las manos.
Tenía ese espíritu de victoria porque sabía que Dios no pierde batallas... Porque sabía que el amor de Dios siempre es más fuerte que la muerte. Supo dar todo el amor que llevaba dentro, jugando siempre de pareja con el dolor de Jesús en la cruz, siguiéndole todas las jugadas. Y Dios, como siempre, ganó la partida. Pienso que eso constituye parte del mensaje de mi hermana Montse. Le dio la vuelta al dolor. Lo convirtió en Amor.
El Sábado Santo es enterrada en el cementerio de Montjuïc, en Barcelona. Una semana más tarde se celebra su funeral en la parroquia del Pilar. Allí están sus padres, sus hermanos y sus amigas, a quienes se ha entregado en vida, dándolo todo por hacerles felices. Ahí está Enrique, que sigue preparándose para el sacerdocio. Ahí está el pequeño Nacho, para quien Montse siempre recogía chapas del suelo para su colección, a pesar de los esfuerzos que le suponía tener que agacharse con la pierna tan hinchada. Ahí está Mari Carmen, que recuerda cómo Montse la convenció hace tres meses para hacer entre las dos un jersey de punto para regalar por Reyes a la directora de Llar. Ahí está el sacerdote que le ha estado llevando la comunión cada día durante los últimos meses.
Mons. José Luis Gutiérrez, en montsegrases.oratoribonaigua.org/
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