Muchos autores coinciden en señalar que un objetivo fundamental de la educación es lograr la armonía entre la inteligencia, la voluntad y la afectividad para que cada una ocupe el lugar preciso en el desarrollo de la personalidad
Definir la afectividad no es fácil; aparentemente todos sabemos a qué nos referimos al usar ese término, pero lo dotamos de una holgura que permite un uso variado. No en vano se han escrito libros como El laberinto de la afectividad, de Enrique Rojas o El diccionario de los sentimientos de Marina.
La filosofía de la educación lleva siglos tratando de definir su función; una pista fiable es buscar si contribuye a la educación para el amor. Lewis, en un libro clarividente, Los cuatro amores, explica las modalidades propias de cada tipo de amor y sus diferencias en las manifestaciones externas. Muchos autores coinciden en señalar que un objetivo fundamental de la educación es lograr la armonía entre la inteligencia, la voluntad y la afectividad para que cada una ocupe el lugar preciso en el desarrollo de la personalidad. Por desgracia, algunos adultos al huir del voluntarismo en el que fueron educados se dejaron llevar por el sentimentalismo, con consecuencias desafortunadas, como romper matrimonios al identificar amor y sentimiento. Es cierto que muchas veces guardan relación, pero ni es necesaria ni siempre se da. Una madre que se levanta a media noche para atender a un hijo enfermo lo hace por amor, pero quizá no sonríe en ese momento.
Leonardo Polo en su libro ¿Quién es el hombre? explica las causas de la evolución desde el racionalismo al sentimentalismo y sus consecuencias antropológicas.
La armonía entre ellas no significa distribuir en parcelas la actuación de cada potencia y capacidad: exagerando, se podría resumir así: en el trabajo, a la búsqueda de éxito, hacerlo con estilo racionalista; en el cuidado del cuerpo aplicar un férreo voluntarismo asistiendo al gimnasio, etc., y en la vida familiar y de ocio guiarse por el sentimentalismo; esta fragmentación rompe la unidad interna de la persona. Ésta actúa toda ella en cada acto, si bien aplica de diverso modo y medida cada una de sus potencialidades. Por eso, es decisivo aprender a amar −que es la vocación definitiva de la persona− con la inteligencia, con la voluntad y con la afectividad.
El que se sustituya la fidelidad a las personas y a los compromisos por la fidelidad a los sentimientos, cambiantes de por sí, se apoya en una base frágil y quebradiza. Es frecuente oír, como motivo de problemas matrimoniales, frases como: ya no siento nada hacia él o ella. Si desparece el sentimiento, desparece el compromiso, piensan esas personas. La afectividad es positiva si está gobernada por la recta razón. Educar la afectividad supone encontrar su sitio en el desarrollo personal: ayudarnos a amar mucho y bien. Los sentimientos no son racionales, pero se pueden gobernar con ayuda de la razón... Platón los compara a un gato al que hay que domesticar, aunque siempre se corra el riesgo de que te pueda arañar.
El motivo es su raíz cambiante, especialmente en las personas más sensibles. Si uno se deja llevar exclusivamente por los sentimientos, pierde protagonismo la voluntad y olvida las razones del actuar; el cómo nos sintamos no puede ser el principal criterio de conducta. Si no damos el papel que corresponde a la inteligencia y a la voluntad y nos dejamos arrastrar por las sensaciones, daremos paso al relativismo moral. La razón tiene como misión buscar la verdad y la voluntad nos facilita ponerla en práctica, o adecuar nuestra actuación a lo verdadero. Obramos guiados por la razón pero poniendo el corazón al actuar. Si desaparece el sentido del bien y del mal, todo queda reducido al subjetivo campo de las intenciones o de las interpretaciones personales. Lo único tangible que quedaría es lo que sienta en cada momento. De esa armonía comentada líneas antes se ocuparon los clásicos. Escribieron mucho y bien sobre esta materia, pero no evitaron que el mundo romano se precipitara en el hedonismo. Individualmente algunos logran una excelencia humana por un camino laborioso y difícil; una buena parte se rinde antes de alcanzar la excelencia; muchos, para vivir de un modo acorde a la dignidad humana, acudimos a la ayuda de Dios. De modo similar a como el ave tiene dos alas para volar, la persona para mejorar y llevar una vida recta, tiene dos recursos fundamentales: la razón y la ayuda de Dios. En la vida diaria, se traduce por el esfuerzo por cuidar las virtudes asequibles mediante el esfuerzo y la ayuda de Dios, que nos llega por cauces diversos.
Eso requiere precisar más su ámbito y conocerla mejor. Con el nombre de afectividad designamos rasgos de naturaleza subjetiva, que engloban emociones, sentimientos y pasiones. Los sentimientos pueden ser superficiales, como el rubor; o profundos, como el cariño en un matrimonio acrisolado por años de fidelidad y entrega. Los sentimientos son importantes pues intensifican las tendencias; dan colorido a la vida. Pero si se les deja dirigir la conducta, tomándolos como fuente de referencia, nos llevan a buscarlos como fin en sí mismos; esa pauta orienta al sentimentalismo y algunos pretenden que guíe al amor. Tan equivocado está quien hace depender la vida del sentimiento como quien lo rechaza frontalmente; las emociones nos debe afectar en la medida justa; inhumano es quien no se conmueve ante el fallecimiento de un ser querido, pero le falta armonía interior a quien hace un drama por temas que no tienen consistencia.
Interpretar bien la afectividad es importante para darle la forma adecuada y corregir sus desviaciones... Hemos de integrar la vida emocional en nuestra personalidad lleva a que no sea ni su columna vertebral ni un peso muerto; deberá tener el protagonismo adecuado al caso. Esa capacidad afectiva en las relaciones sociales se llama Inteligencia emocional, que da nombre al libro de Goleman sobre el tema. Es obvio que unas personas tienen una excelente capacidad de relación mientras que otras no. ¿Se puede educar esa capacidad, decisiva en el trabajo, la familia y las relaciones sociales? ¿Por qué unas personas generan simpatía y otras no? ¿Es posible modificar la baja autoestima que tienen algunas personas? En caso afirmativo, ¿cómo se puede construir una base sólida sobre la que edificar esa capacidad? El libro de Esparza, Amor y autoestima, el autor ayuda a poner su fundamento en algo sólido y supone una ayuda real para resolver los problemas, en lugar de disfrazarlos. Sabe ir al fondo de los problemas y ofrece recursos que no son superficiales.
El interés de las personas por estos temas se refleja en la difusión de los llamados libros de autoayuda; algunos de ellos pretenden solucionar con aspirinas enfermedades con causas más profundas. Las consultas de los psiquiatras están llenas de personas con problemas afectivos. Es evidente que los psiquiatras pueden hacer mucho por ayudar a estas personas; pero algunas cuestiones no las pueden resolver esos profesionales. Dice Robert Coles, psiquiatra norteamericano, en La inteligencia moral del niño y del adolescente, que muchos errores de comportamiento se deben a una falta de educación moral de la juventud, no a desequilibrios psíquicos. Además de conocimientos médicos, es conveniente que el psiquiatra tenga buena formación antropológica y ética pues su trabajo roza la delicada franja entre lo psíquico y lo espiritual. No dar a los jóvenes la formación ética que necesitan es dejarlos sin recursos ante situaciones complejas. Tener un certero concepto del ser humano capacita para educar.
Un objetivo de la educación afectiva es integrarla bien en nuestra personalidad y lograr un dominio de sí que nos permita poseernos para darnos. Ese dominio de sí viene respaldado por dos virtudes que están en la base educativa: la templanza y la fortaleza.
De toda la gama de factores que entran dentro de la afectividad, nos limitaremos a los que confluyen en la capacidad de amar y de manifestar del modo adecuado los afectos, según las circunstancias personales de cada uno.
Tendemos a establecer una relación entre afectividad y amor; efectivamente la hay, si bien tiene más relación con la voluntad. Lo ilustra bien el siguiente relato real: “Un esposo fue a visitar a un amigo y le dijo que ya no quería a su esposa y que pensaba separarse. El amigo le escuchó, le miró y le dijo”: Ámala". No añadió nada más. "Pero es que ya no siento nada por ella." Contesto el otro. "Ámala", repuso el amigo. Y ante el desconcierto del visitante, el amigo añadió: "Amar es una decisión, no un sentimiento; amar es dedicación y entrega. Amar es un verbo y el fruto de esa acción es el amor. El amor es un ejercicio de jardinería: arranca lo que hace daño, prepara el terreno, siembra, ten paciencia y riega. Habrá plagas, sequías o excesos de lluvia, pero no abandones el jardín”. En el matrimonio, el compromiso adquirido supone entregar el propio futuro, de forma que garantiza la estabilidad matrimonial y la seguridad de los hijos si los hay.
El relato anterior ayuda a comprender cómo el amor impulsa a buscar el bien de la persona amada; sin una conducta acertada es imposible vivir bien el amor, que requiere la práctica de virtudes y conduce a la felicidad, premio de esa entrega. La felicidad es resultado del enfoque vital; no se alcanza directamente; es fruto de la entrega acertada y generosa. Nos jugamos mucho en esta labor; sería una pena llegar a la conclusión de Borges, cuando afirmó que había fracasado en lo esencial en su vida: no había sido feliz. No sólo Borges sino muchas personas pueden afirmar lo mismo; de ahí que sea esencial aprender a amar mucho y bien; es un reto clave en nuestra vida. Labor de padres y educadores es mostrar a los jóvenes caminos que lleven a lograrlo, evitando, en la medida de lo posible, las trampas en las que caemos al buscar el amor. Confundir el amor con el placer es una de las más burdas, pero frecuente; el placer no es malo en sí, pero debe estar subordinado a bienes más altos; tampoco es malo siempre el dolor, aunque cuesta entenderlo. Explica Llano la importancia de saber sufrir, cuando toca; aprender que el dolor no es algo ciego y sin sentido, sino que el dolor purifica el amor; de hecho, es imposible que, en la tierra, el amor y el dolor no sean las dos caras de una misma moneda. Lo dice la canción popular: “Quién no quiera sufrir dolores pase la vida libre de amores”. Como es obvio, no nos referimos aquí al dolor producido por la crueldad humana o al que es evitable con la generosidad de los demás.
El antónimo del amor no es el dolor sino el egoísmo. Dice un autor cuyo nombre no he logrado encontrar que: “El amor auténtico, el amor ideal, el amor del alma, es el que sólo desea la felicidad de la persona amada sin exigirle en pago nuestra propia felicidad”. Si fuera el placer quién llevara las riendas de nuestra vida, la afectividad se reduciría a la sensualidad.
No nacemos sabiendo amar, aunque en la infancia tengamos una gran riqueza afectiva. Puede ser ilustrativo lo que le ocurrió a una profesora: un día, se le acercó un alumno de seis años y le dijo: “esta noche se ha muerto mi abuelo”. Estará en el cielo le contestó ella. Ahí comenzaron una serie de preguntas del niño: “¿En el cielo hay comida?”; no, le contestó la profesora, en el cielo no hace falta comer para vivir. Y “¿hay casas?” continuó el niño; tampoco, en el cielo no hace frío ni llueve, recibió como respuesta. Y “¿se cumplen años?”, siguió preguntando. En el cielo no se cumplen años, respondió el adulto, pues no existe el tiempo. Poco a poco, el niño se acercó al núcleo de lo que le preocupaba: “¿Se morirán mis padres un día?” Sí, pero dentro de muchos años, fue la respuesta. “Pues un vecino nuestro se murió con cuarenta”, contestó el alumno. Al final, salió a la luz una pregunta que le angustiaba: “¿si se mueren mis padres quien me cuidará?” En la preocupación latente de sus preguntas estaba, entre otras, el afán de supervivencia. Los bebés no saben amar si no se les enseña; responden al cariño que les damos los adultos, y lo necesitan, pero ellos se mueven en un mundo más básico; su amor tiene mucho de amor de necesidad. Sólo tras un lento aprendizaje su amor crecerá en calidad, pero se trata de aprender a darse a la persona adecuada y del modo acertado; no es lo mismo el amor a una madre que a la esposa; ambos son amores pero sus manifestaciones son distintas; equivocarse en al manifestar el amor de amistad lleva a conductas erróneas; no hay que dar por hecho que todos sepan eso de partida.
Nos puede ayudar a comprender las limitaciones de algunas personas lo que le sucedió a un conferenciante en un colegio. Venía de una ciudad lejana y llegó a mediodía; el director del colegio le pidió que diera una charla a un grupo de adolescentes que habían terminado los exámenes y al día siguiente salían de viaje de estudios; el conferenciante pensó que lo más oportuno era contarles anécdotas... Relató, entre otras, la siguiente: “Edith Zirer es judía y en 1995, cuando contó este relato, tenía 66 años. En 1945 fue liberada por los soldados rusos después de pasar tres años en campos de concentración y haber perdido a su familia. Dos días después llegó a una pequeña estación ferroviaria. “Me eché en un rincón de una gran sala donde había docenas de prófugos. Wojtyla me vio. Vino con una gran taza de té, la primera taza caliente que probaba en unas semanas. Después me trajo un bocadillo de queso. No quería comer, pero me forzó levemente a hacerlo. Luego me dijo que tenía que caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero caí al suelo. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo su chaqueta marrón y su voz tranquila que me contaba la muerte de sus padres, de su hermano, y me decía que él también sufría, pero que era necesario no dejarse vencer por el dolor y combatir para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para siempre: Karol Wojtyla”. Cuando terminó de contar la anécdota les dijo que Karol Wojtyla era el nombre de Juan Pablo II. Una chica le interpeló: “¿Por qué hizo eso el Papa? Ante la respuesta de que lo hizo movido por el tratar de ayudar, la joven contestó: “Si no ganaba nada con ello, ¿por qué se metía en líos?” Cabría preguntarse por el tipo de educación que había recibido esta chica o el ambiente en el que se desenvolvía. Es precisa una educación en la generosidad que nos permita ver en las demás personas dignas de respeto y ayuda. Si nos conducimos movidos por el egoísmo, buscando nuestro provecho, aunque sea a costa de atentar contra los derechos de otros, será difícil que aprendamos a amar mucho y bien. Un chico pequeño que trata mal a sus compañeros, que abusa de su superioridad física o verbal, no es de extrañar que, cuando crezca, use a las personas para buscar placer. Esa chica del relato anterior, si llegó a pensar así, posiblemente fue porque en su educación hubo carencias graves.
Después de años de educación podemos llegar a cualquiera de las situaciones que relató otro docente: “Hace meses me llamó la madre de un alumno. Tengo amistad con la familia y pensaron que les podía ayudar. Su hijo de 17 años estaba triste pues la chica con la que salía lo acababa de dejar; la madre me pedía que aconsejara al hijo. Quedé con él un sábado por la tarde y charlamos despacio. Me contó básicamente lo que ya su madre había dicho por teléfono. Mi duda estaba entre animarle a luchar por recuperarla o ayudarle a cerrar la herida. Le solicité permiso para hacerle algunas preguntas y me dijo que sí. Me comentó que había tenido frecuentes relaciones sexuales con ella. A mi pregunta sobre lo que más les unía, respondió: “lo que pensamos sobre el terrorismo”.
Esa persona no se asombra fácil, pero no dejó de llamarle la atención hicieran uso de la donación más plena que se puede dar entre un hombre y una mujer, cuando lo que más les unía es lo que une a millones de personas en el mundo. Lo que le aconsejó, sobre sus relaciones con esa chica, es evidente. Unos meses después, siguió el profesor, me encontré con otro caso diferente. “Otro joven, de la edad del anterior, iba a la escuela de idiomas al terminar la jornada escolar. Un día, una profesora les pidió que hicieran una redacción sobre el amor; al día siguiente, cada uno leyó en voz alta lo escrito; su redacción había sido romántica, pero sincera. Lo que no se esperaba es que en los días siguientes varias compañeras le pidieron salir juntos; ofrecía un amor de calidad, sin peajes, y eso atrae a quien no tiene la capacidad de amar abotargada”.
En su libro Humanismo II, Tareas del espíritu, Juan Luis Lorda hace comentarios que, sin afán exhaustivo, vale la pena repasar; para quien desee conocer más a fondo sus ideas, reseñamos el libro en la bibliografía final. Aquí nos limitaremos a reflejar las ideas que nos han llamado más la atención. Lorda afirma que “El corazón es mucho más difícil de entender que la mente” y que “hay muchos estratos de inclinaciones que van desde lo más instintivo hasta lo más espiritual, y, en cada estrato, muchos grados de intensidad”. Señala después que el ejercicio de la libertad requiere una cabeza clara y un corazón ordenado; cada uno tiene que aprender a conquistar su espacio interior y saber que la imaginación tiene sus cualidades, pero también riesgos y “hasta que no está sujeta, nubla la inteligencia y descontrola los sentimientos”. De ahí que afirme que “para madurar es necesario que la inteligencia domine. Y eso sólo se logra controlando la imaginación. Hay cuatro actividades que ayudan a la madurez, Porque ordenan la interioridad y son: el conocimiento propio; el dominio de la afectividad; el control de la actividad; y la reflexión”.
Hace comentarios valiosos para el educador; define la educación como el arte de desarrollar a las personas y que el principio más importante de la educación es que no se enseña, sino que se aprende [...] La función del educador consiste en desencadenar el proceso interior de crecimiento [...]. Un corazón grande necesita: grandes amores, orden entre los amores y discernimiento de juicio. Continúa diciendo, “poner orden en los amores es poner orden en la conducta. Y el mayor es el de deslindar lo que apetece de lo que se debe. Para esto hace falta vencerse. Esto es la disciplina personal o autodominio, y es el objetivo de la formación de carácter”. No se pude llegar a la cima de cualquier modo; se necesitan guías expertos. Se trata de facilitar a los padres que, con la fuerza que les da el cariño, se involucren para ayudar a sus hijos. No es necesario ser experto en pedagogía para educar a los hijos; basta una buena formación, quererlos y estar dispuesto a sufrir cuando lo fácil es decir sí, pero uno sabe que debe decir No.
A la larga, una vida en la que se ha logrado la armonía entre las diversas facultades del ser humano, conducen a la felicidad. No basta hacer el bien porque es así, sino que se acaba siendo feliz haciendo el bien.
José Manuel Mañú Noain
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