Un buen modo de ir perfilando una gran Navidad −la del covid− es aprender a ser humildes
Hace unos días pasaba por un cruce peatonal muy transitado, en pocos metros tuve que esquivar a un buen número de viandantes: niños, jóvenes, grupos de señoras; nadie hizo el amago de ceder el paso, ni siquiera se percataron de que no eran los únicos transeúntes. No se trata sin más de una norma de educación: dejar pasar a las señoras, a los mayores. El problema es más profundo: vamos a lo nuestro. La nueva religión universal adora al yo: yo, mí, me, conmigo.
Estamos en Adviento, preparando la Navidad, y el Evangelio de hoy nos muestra la figura de Juan Bautista, el que da paso a Jesús: “Y predicaba: Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias”. Juan es mayor en edad, es un profeta con éxito −le siguen multitudes−, pero sabe que hay otro mayor que él, y no solo no le cuesta reconocerlo, sino que le deja paso gustosamente. Su grandeza está en reconocer su pequeñez, su alegría es la de tener muy claro que no es Dios, y así prepara los caminos al Señor.
Un buen modo de ir perfilando una gran Navidad, singular como ninguna −la del covid− es aprender a ser humildes, tener la clarividencia de ubicarnos en nuestro sitio, dar paso y protagonismo a los demás: bajarnos del pedestal.
Cuentan los anales que el Senado Romano premiaba a los grandes generales victoriosos con un Triunfo. El Triunfador vestía un manto de color púrpura, llevaba la cara pintada de rojo, emulando al Dios Júpiter. Para que no se lo creyera, detrás de él había un esclavo sujetando sobre su cabeza una corona de laurel, mientras que le susurraba constantemente al oído “recuerda que eres mortal”.
Dios no puede haber más que uno, y no soy yo. Es importante tenerlo presente. Pienso que muchos de los problemas que tenemos, con el mundo y con los demás, parten de no tener asumida esta evidencia. Nos creemos el centro del mundo, la fuente del saber y el sujeto de todos los derechos. No encontramos nuestro sitio y estamos sobredimensionados, esto nos desestabiliza y es fuente de conflictos.
Para vivir nuestra verdad debemos ser sinceros con nosotros, conocernos y darnos a conocer, y darnos cuenta de que lo que nos hace grandes es servir. No culpabilizar a todos y ver en lo que fallamos nosotros. Hacer del trabajo un servicio, y asistir a los nuestros, buscar serles útil. “Hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes”, decía Dickens. Engrandecer a los demás, dejarles paso, aprender de ellos.
También imitar a los niños, por ejemplo, en su ingenuidad y candidez ante el misterio de la Navidad. Podemos disfrutar “armando el Belén” con ellos, ensayando los villancicos, adornando el árbol. Un detalle de humildad es también perdonar y reconciliarnos, nuestra dignidad no queda mermada por dar el primer paso para acercarnos y olvidar las desavenencias y posibles ofensas e injusticias sufridas. Más se humilla Dios haciéndose hombre y naciendo en un pesebre.
Nos dice el Papa: “El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que Él renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños. Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de nuestros esquemas.
Así pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida”.
Renunciemos a nuestra gloria y hagámonos pequeños, seremos más felices si nos tomamos menos en serio, si, nos reímos incluso de nosotros mismos y regalamos a los demás un poco de alegría.