Escrito por Rafael Lafuente y Javier García Herrería
La influencia de la religión se está reduciendo al buenismo de ciertos valores, transmitidos sin la fuerza necesaria para ilusionar a los estudiantes con llevar una vida virtuosa
A estas alturas de la película a nadie le sorprende ya que la inmensa mayoría de las escuelas cristianas apenas ofrezca un barniz de formación cristiana a sus estudiantes. La vida sacramental se ha reducido a algunos actos protocolarios de vez en cuando. Las clases de religión son una catequesis básica, sin profundización en el dogma y con una deficientemente fundamentación de la propuesta moral cristiana, ya sea la afectivo-sexual (unas veces rebajada, siempre mal explicada), ya sea la doctrina social de la Iglesia. La influencia de la religión se está reduciendo al buenismo de ciertos valores, transmitidos sin la fuerza necesaria para ilusionar a los estudiantes con llevar una vida virtuosa.
Por si esto fuera poco, un gran número de profesores tampoco tienen fe, o no la practican, por lo que difícilmente se identifican con el ideario del centro educativo. Además, el desconocimiento por parte de los maestros de muchos aspectos del cristianismo relacionados con las asignaturas del currículum es muy sorprendente. Por ejemplo, no se enseñan cuestiones tan nucleares como la huella de los grandes santos o las grandes crisis de la historia de la Iglesia, cómo surgió el poder temporal del papado tras la caída del imperio romano, qué problemática tiene la investigación con embriones humanos, qué tiene de interesante la obra de los escritores británicos conversos de los dos últimos siglos, cuáles son los ataques más peligrosos al cristianismo (físicos o intelectuales) en el momento actual o, directamente, por qué podemos decir sin miedo a equivocarnos que la Iglesia fue decisiva para construir la civilización occidental. Evidentemente uno no puede transmitirlo todo, pero el problema es que hoy apenas estamos enseñando con profundidad nada de la aportación de la fe a la cultura ni de las soluciones que ofrece el cristianismo a los grandes problemas de nuestra sociedad.
El resultado es que los estudiantes católicos llegan a la universidad cargados con los mismos prejuicios anticristianos con los que llegan el resto de estudiantes. Por eso, fácilmente piensan que el descubrimiento de América fue una masacre gratuita y la evangelización una imposición de la fe; que Galileo era un medieval que murió en la hoguera por decir que la tierra era redonda; que las cruzadas o la inquisición fueron una barbarie; que los sacerdotes católicos no se pueden casar; que la Iglesia ha condenado el marxismo pero nunca ha puesto objeciones al capitalismo; o que el evolucionismo va contra la revelación y se debe sostener el creacionismo. La historia de la Iglesia, como la de cualquier institución milenaria tiene luces y sombras, pero no enseñar a juzgarla con matices y sin anacronismos es poco inteligente.
Si la mayoría de personas hoy día no son cristianas y el contexto tampoco lo es; si entre las familias cristianas hay pocas que transmitan una fe profunda a sus hijos; si los colegios cristianos tienen pocos profesores que tengan una fe vibrante y capacidad de liderazgo docente… la consecuencia será tan previsible como irremediable: los alumnos de colegios católicos no aprenderán ni en casa ni en el colegio la grandeza de la fe y la cultura cristianas. La única diferencia entre los jóvenes formados en un colegio católico y los que no lo son es que quizá en el camino de los primeros se hayan cruzado algunos docentes con verdadera fe, pero eso no es suficiente para fundamentar una buena cabeza cristiana.
¿Cómo solucionar esto? Creemos que hay dos opciones y quizá lo mejor sea aplicar las dos a la vez.
Por un lado los colegios suelen adaptarse a aquello que demandan las familias. Se ha visto claramente con el esfuerzo de los últimos años por mejorar el nivel de inglés. Por esta razón, es esencial que los padres verdaderamente cristianos exijan a los colegios católicos de sus hijos que se enseñe bien el dogma y la moral cristiana, además de ofrecer una pastoral exigente e ilusionante. Al mismo tiempo deben pedir que las asignaturas de humanidades −Historia, Literatura, Arte, Filosofía o Cultura clásica− y algunas de ciencias sean exigentes académicamente y aborden con rigor las principales cuestiones que están en relación con el cristianismo.
En segundo lugar, los directivos de los colegios católicos deben perder el miedo a mostrar la fuerza e identidad de su ideario cristiano en todas sus dimensiones. Y, como es lógico, esto solo es posible si hay un verdadero esfuerzo por buscar el talento adecuado para ello, es decir, buenos docentes con una fe viva. De lo contrario, no será posible sembrar en los alumnos aquello que no se posee.