Evangelio del domingo de la 2° semana de Adviento (Ciclo B) y comentario al evangelio
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.
Como está escrito en el profeta Isaías:
Mira que envío a mi mensajero delante de ti,
para que vaya preparando tu camino.
Voz del que clama en el desierto:
“Preparad el camino del Señor,
haced rectas sus sendas”.
Apareció Juan Bautista en el desierto predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados. Y toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura y comía langostas y miel silvestre. Y predicaba:
− Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.
Comenzamos en este segundo domingo de Adviento la lectura del Evangelio según san Marcos, que es el que escucharemos la mayor parte de los domingos y solemnidades de este año litúrgico.
En la primera frase se hace una síntesis completa del contenido fundamental de la predicación apostólica testificada en este libro: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (v. 1).
La palabra griega euangelios significa “buena noticia”. ¿Cuál es esa buena noticia que interesa a todas las gentes? Nada más y nada menos que Jesús es el Cristo (es decir, el Mesías, el descendiente de David cuyo reino no tiene fin) y además es el Hijo de Dios hecho hombre que vino al mundo para salvarnos.
El “evangelio”, la proclamación de esta buena noticia, no terminó con lo que se narra en este libro, sino que sigue abierto y cada uno de nosotros estamos llamados a ser protagonistas. Este libro es sólo el “comienzo del Evangelio” como lo señala san Marcos, el lugar en donde encontramos la fuerza y las referencias fundamentales para nuestra vida y para la tarea que nos incumbe a todos los cristianos de hacer llegar este mensaje gozoso a todas las personas de todos los tiempos.
Los profetas del Antiguo Testamento habían anunciado las intervenciones de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar, y envía mensajeros para que consuelen a su pueblo y preparen su venida, de modo que el salvador pueda encontrar cuando llegue las puertas abiertas.
San Marcos menciona al inicio de su Evangelio unas palabras de Malaquías: “Mira que envío a mi mensajero delante de ti, para que vaya preparando tu camino” (Ml 3,1) y otras de Isaías: “Voz del que clama en el desierto: ‘Preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas’” (Is 40,3).
Para preparar el camino a Jesús, Dios envió un precursor, Juan el Bautista. San Marcos lo presenta como un hombre muy sobrio: llevaba un vestido de pelo de camello ceñido con una correa de cuero y se alimentaba con saltamontes y miel silvestre, el alimento más sencillo que podía encontrarse en el desierto de Judea.
En una ocasión, hablando con sus discípulos, Jesús lo contrapone a los poderosos que “llevan finos ropajes” y “se encuentran en los palacios reales” (Mt 11,8). Este ejemplo es particularmente oportuno en estas fechas, señalaba Benedicto XVI, “especialmente en preparación para la fiesta de Navidad, en la que el Señor −como diría san Pablo− ‘siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza’ (2 Co 8, 9)”[1].
El mensaje de Juan el Bautista no se limita a ofrecer su testimonio de un estilo de vida sobrio, sino que va más allá, con un enérgico llamamiento a la conversión. Sus palabras mueven a llevar a cabo un profundo cambio interior que comienza por el reconocimiento y la confesión de los propios pecados.
En este tiempo de Adviento su figura y su predicación nos invitan a entrar en nosotros mismos para hacer un examen sincero de nuestra vida y preparar el camino del Señor, rectificando nuestros caminos en todo lo que nos hayamos apartado de Él.
“El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza −decía san Josemaría−. Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria. Pídelo conmigo a Nuestra Señora, imaginando cómo pasaría ella esos meses, en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!”[2].
Fuente: opusdei.org
[1] Benedicto XVI, Ángelus, 4 de diciembre de 2011.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 11.
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