Me parece que tomarse en serio el amor −en todos sus niveles y formas− da mucho que pensar y es capaz de transformar radicalmente la vida humana, la de cada uno y la de la sociedad en que vivimos
Dos artículos han llamado mi atención en estos últimos días y me han dejado pensando. El primero de Carlos Marín-Blázquez —a quien no conozco— titulado «Hombres a la intemperie» en El Debate de hoy y el segundo del filósofo de la Autónoma de Madrid, Diego Garrocho Salcedo, «¿Dónde están los cristianos?» en la Tribuna digital de El Mundo, que ha suscitado un interesante cruce de artículos en la prensa española.
Leía ayer a la novelista Espido Freire en una entrevista en la que decía: «Ahora mismo hace más falta una reflexión meditada pues el exceso de opiniones es ensordecedor». Estoy del todo de acuerdo con ella y por eso no sigo la prensa nacional. Como ha sucedido en estos dos casos, los artículos de fondo que me hacen llegar mis amigos me ayudan siempre a pensar.
El artículo «Hombres a la intemperie» −maravillosamente escrito− sobre el feroz individualismo de nuestra sociedad me ha dejado temblando. Copio: «Ante los indicios de un tiempo que intuyen exhausto, las élites se muestran decididas a actuar en su provecho. De la angustia del hombre aislado ellas saben cómo extraer resentimiento; de su sed de fraternidad obtienen el control de sus emociones. De ese modo, la frustración consustancial a un mundo atravesado por el espíritu disgregador del materialismo y desprovisto de cualquier expectativa trascendente redunda en una intensificación de las refriegas ideológicas que, exacerbando su virulencia y mutando constantemente de faz, no albergan propósito más urgente que el de acabar de disolver hasta el último vestigio de los antiguos vínculos comunitarios».
Vemos que esto es así: la familia, las profesiones, las costumbres e instituciones de nuestra sociedad están siendo corroídas sistemáticamente, dejando a los pobres individuos a la intemperie y del todo desorientados. Por suerte, su severo y certero diagnóstico termina con una maravillosa cita del filósofo y escritor alemán Ernst Jünger (1895-1998): «Raras veces nos salen al encuentro hombres felices: no quieren llamar la atención. Pero aún viven entre nosotros, en sus celdas y buhardillas, sumidos en el conocimiento, la contemplación, la adoración en los desiertos, en las ermitas bajo el techo del mundo. Tal vez a ellos se deba que nos llegue todavía el calor, la fuerza superior de la vida».
Por lo que respecta al valiente texto de mi colega filósofo «¿Dónde están los cristianos?», lo que denuncia es la ausencia de pensadores cristianos en el debate cultural contemporáneo y apunta a que el mensaje cristiano tiene muchísimo que decir en la sociedad de nuestro tiempo. Yo lo compruebo a diario con mis alumnos: el perdón, la misericordia, la esperanza, la dignidad de los más débiles, de los enfermos, de los inmigrantes que llegan en pateras, de las mujeres tantas veces maltratadas o menospreciadas y tantos otros temas específicamente cristianos hacen brillar los ojos de mis estudiantes al descubrir que es posible otro mundo.
El poder mediático arrincona a quienes piensan por su cuenta y riesgo, a quienes no repiten bobaliconamente lo que nos llega de arriba. Por eso, frente a la lógica opresora del poder, quienes nos dedicamos a la universidad debemos defender con nuestra vida y con nuestra enseñanza la lógica del amor: esa no es solo la clave de una gozosa vida intelectual, sino que es también el genuino secreto para la transformación del mundo. Podemos repetir con la feliz expresión de Étienne Gilson, que “la vida intelectual es intelectual porque es conocimiento, pero es vida porque es amor”.
Me impresionó un seminario del profesor Rafael Alvira el martes pasado en mi Facultad con nutrida asistencia de colegas y alumnos, tanto presenciales como online. Su título era «La fe como mediación ser/nada y persona/sociedad». La tesis que saqué más en claro es que, a juicio de Alvira, el descarrío de la filosofía moderna, racionalista y cientista, procede de haberse olvidado de que la clave no es la razón, sino el amor. Me parece que tomarse en serio el amor −en todos sus niveles y formas− da mucho que pensar y es capaz de transformar radicalmente la vida humana, la de cada uno y la de la sociedad en que vivimos.
Esta defensa del amor no es una actitud propia de ilusos, viejos románticos o desesperados, sino que es la que caracteriza a quienes creemos que el trabajo universitario, si se hace con amor, puede convertirse en un verdadero foco de preparación intelectual, de libertad cívica y de transformación de la sociedad. Como me escribía mi experta colega Sara Barrena, «la esencia del Evangelio no son las razones para convencer, sino más bien los actos y las palabras de amor, la compasión, la entrega y la ternura, que no se transmiten mediante grandes discursos teóricos sino a través del ejemplo, las acciones y los gestos». Respondiendo al profesor de Madrid, Diego Garrocho, pienso que los intelectuales cristianos estamos presentes, quizá no participando en los debates estériles que los poderes mediáticos imponen, pero sí haciendo vida y enseñando a hacer vida aquello en lo que creemos. Estoy del todo persuadido de que esta lógica del amor será a la larga mucho más eficaz que la lógica del poder.