Por lo general, lo que nuestra época entiende por ‘cultura’ no es más que una inmensa colección de baratijas que estimulan los apetitos sensitivos, a la vez que anestesian los apetitos intelectivos
Conversando con unos amigos (prometo que no éramos más de seis), evocamos la figura de una persona que todos conocíamos, a la que no dudamos en asignar el epíteto de ‘culta’. Inmediatamente, alguien preguntó, con retranca o exasperación: «¿Y qué significa eso de ser ‘culto’ hoy en día?». Algunos de los que participaban en la conversación propusieron definiciones sobre la marcha, todas ellas insatisfactorias o cojitrancas.
A la postre, llegamos a la conclusión de que la persona a la que habíamos calificado un rato antes como ‘culta’ era, simplemente, alguien que había logrado recolectar, a través de un acopio de lecturas, un mogollón informe de erudiciones en batiburrillo que podía desplegar hábilmente, gracias a una memoria portentosa, despertando fascinación en quienes lo escuchaban recitar un poema, evocar un episodio histórico o desmenuzar el arte de tal o cual maestro pictórico. Pero detrás de ese despliegue ‘cultural’ no había un esqueleto de pensamiento que lo cohesionase.
Y, en realidad, aquella persona evocada encarnaba un modelo de ‘alta cultura’ casi extinto. Pues, por lo general, lo que nuestra época entiende por ‘cultura’ no es más que una inmensa colección de baratijas que estimulan los apetitos sensitivos, a la vez que anestesian los apetitos intelectivos. ‘Culto’ se considera al gafapasta atento a la producción de pacotillas que lo mantienen entretenido: las novelitas sistémicas de temporada, los estrenos cinematográficos o teatrales de los que habla ‘todo el mundo’, los conciertos o exposiciones ‘del siglo’, etcétera.
Y ahora que la plaga coronavírica ha adelgazado hasta la consunción la ‘agenda cultural’, ‘culto’ puede ser incluso el devorador de series televisivas. En definitiva, ‘culto’ se considera al consumidor bulímico de ‘ocio cultural’, una variante fina de ‘soma’ que proporciona goces efímeros de apariencia estética (en realidad, goces puramente sensitivos) que, lejos de alimentar el espíritu, lo consumen y obligan a ‘vivir con los tiempos’, procurando a cambio cosquillas placenteras a nuestra vanidad, que puede presumir de sus ‘inquietudes’.
Uno de los amigos que participaban en la conversación lanzó entonces un juicio demoledor: «En realidad, ser ‘culto’ significa exactamente lo contrario de ser sabio. Pero en nuestra época ya nadie puede alcanzar la sabiduría, salvo que renuncie por completo a la cultura». Pedí que explicara esta aparente paradoja; y él probó a hacerlo más o menos del siguiente modo: «Lo que hoy consideramos ‘cultura’, aun en sus expresiones más elevadas o distinguidas, no son sino los añicos resultantes de la descomposición de los grandes sistemas de pensamiento, que ofrecían una tesis abarcadora de la realidad.
»En el ámbito occidental, esa explicación del sentido del mundo la aportaron las escuelas filosóficas que el cristianismo refundió y perfeccionó; y, en oposición al cristianismo, surgieron posteriormente otros sistemas de pensamiento que tal vez no fuesen sino herejías o desviaciones del sistema al cual se enfrentaban (al modo en que Toynbee definió el marxismo como una herejía del cristianismo). Pero, a medida que se iban sucediendo estas escuelas de pensamiento, iban perdiendo su coherencia orgánica, su capacidad para ordenar el mundo según unos principios de validez universal. Poco a poco, estos sistemas de pensamiento fueron dimitiendo de la aspiración de entender el sentido del mundo y se conformaron con explicar parcelas o provincias del mismo. De este modo, la visión plena y abarcadora que ofrecían los grandes sistemas de pensamiento se perdió para siempre; y con ella la posibilidad de ser sabios.
»A partir de ese momento, extraviada su significación, el mundo se convirtió en una suerte de vasto rompecabezas, un galimatías que ya no se podía entender en plenitud; y del que, a lo sumo, podemos aspirar a descifrar aspectos parciales. Y, en un mundo indescifrable, la ‘cultura’ se convierte inevitablemente en una inmensa colección de baratijas y camelos que se producen a destajo, para mantener a las masas entretenidas y ayudarles a hacer más llevadera su esclavitud. Picoteando de aquí y allá, de una novelita sistémica o serie de éxito, el hombre contemporáneo se siente ‘culto’ y espanta el horror de saberse perdido en un mundo que ya no comprende, que ni siquiera aspira a comprender, porque está hecho de añicos sin recomposición posible. Sólo una persona que renegara de la ‘cultura’ podría alcanzar la sabiduría de los antiguos, que por supuesto eran unos incultos de tomo y lomo».
Se hizo un silencio aplastante tras la intervención de mi amigo. Así, al menos, nadie osó dar la tabarra con las series que se había embaulado durante el confinamiento.