La amistad entre las personas llamadas a una misma misión permite que esta sea siempre un camino lleno de felicidad
Finales de los años cuarenta. En Zurbarán, una de las primeras residencias universitarias femeninas de Madrid, tienen la costumbre de pasar en vela una noche al mes adorando a Jesús en la Eucaristía. Levantarse de madrugada, por turnos, para no dejar solo al Señor siempre tiene su emoción en el espíritu de una universitaria. La beata Guadalupe, que es la directora, encabeza esa empresa nocturna; se queda despierta escribiendo cartas en su despacho, muy cerca del oratorio, por si alguna de las chicas quiere continuar ese momento de oración con una buena conversación. Entonces, en medio del silencio de la noche, se comparten mutuamente ilusiones, propósitos, preocupaciones… Guadalupe no duerme para ofrecer a todas su amistad. No es extraño que quienes la conocieron recuerden que «tenía una facilidad extraordinaria para hacer amigas. Es obvio que tenía un don de gentes especial, una simpatía muy atractiva, y muchos valores humanos; pero me gustaría hacer hincapié en su fuerte sentido de la amistad»[1].
La amistad está siempre caracterizada por la gratuidad; si se la busca por obligación o si se quiere conseguir algo como fin, simplemente no surge de manera auténtica. Guadalupe, por ejemplo, no acumulaba ese cansancio físico de dormir un poco menos porque lo exigiera un contrato, ni las chicas que acudían con prisa a sentarse en su despacho lo hacían por tener que rendir cuentas sobre su vida, mucho menos durante aquellas horas de la noche. Guadalupe y cada residente compartían algo que las empujaba a abrirse mutuamente. Tal vez alguna de ellas también estudiaría química, otra tendría la ilusión de viajar por el mundo, quizá una tercera habría perdido hace poco a su padre; probablemente Guadalupe compartiría con alguna ese anhelo por tener una vida interior más profunda y con otra incluso la vocación al Opus Dei. Pensando en esa variedad de gustos e ilusiones que podemos tener en común con los demás, san Juan Crisóstomo señala que, mientras más importante es aquello que nos une, mayores pueden ser los vínculos que de allí pueden surgir: «Si el solo hecho de ser de una misma ciudad les basta a muchos para hacerse amigos, ¿cuál tendrá que ser el amor entre nosotros, que tenemos la misma casa, la misma mesa, el mismo camino, la misma puerta, idéntica vida, idéntica cabeza; el mismo pastor y rey y maestro y juez y Creador y Padre?»[2].
El prelado del Opus Dei −a quien muchos llaman Padre precisamente por presidir una familia− señala que «entre fraternidad y amistad se da una íntima relación. La fraternidad, de simple relación fundamentada en la común filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos»[3]. Y, al mismo tiempo, Dios actúa en las relaciones de amistad, llegando muchas veces incluso a escoger a dos o más amigos para una misma misión, como ha pasado con tantos santos a lo largo de la historia. Es decir, entre fraternidad y amistad se genera una relación circular positiva: mientras la primera ofrece permanentemente a las personas una sólida base común −cimentada, por ejemplo, en haber recibido una igual llamada−, la segunda contribuye a que esos deseos permanezcan en el tiempo a lo largo de un camino feliz. San Josemaría, en el año 1974, apenas hubo llegado al lugar en el que tendría una reunión con hijos suyos supernumerarios en Argentina, decía: «Os pido hoy, al comenzar, que viváis de tal manera vuestra fraternidad, que cuando alguno tenga penas no le dejéis, y cuando tenga alegrías, tampoco. Esto no es un seguro de vida, es más: es un seguro de vida eterna»[4].
Precisamente en Argentina había nacido, en el año 1902, Isidoro Zorzano, hijo de padres españoles. Tres años después regresó a Europa, a la ciudad de Logroño, en donde conoció a san Josemaría cuando ambos eran adolescentes. Rápidamente se hicieron amigos aunque, al terminar los estudios, uno optó por la ingeniería y otro por el sacerdocio. Pero el contacto entre ambos no terminó allí y su correspondencia epistolar es testimonio de aquella amistad. «Mi querido amigo: Como ya estoy más descansado, puedo salir la tarde que tú gustes, para lo cual no tienes más que ponerme una tarjeta. Recibe un abrazo de tu buen amigo, Isidoro»[5], escribía uno. Mientras el otro, cuando ya vivía en la capital española, en alguna carta respondía: «Querido Isidoro: Cuando vengas por Madrid no dejes de venir a verme. Tengo cosas muy interesantes que contarte. Un abrazo de tu buen amigo»[6]. Al poco tiempo, cuando tenía veintinueve años, llegaría aquel momento crucial en la vida de Isidoro. Por un lado, sentía en su interior que Dios le pedía algo; por otro, su amigo Josemaría quería hablarle sobre el Opus Dei, que estaba dando sus primeros pasos. Fue necesario un solo encuentro, en el que charlaron sobre la santidad en medio del mundo, para que Isidoro se diera cuenta de que Dios había obrado dentro de esa amistad regalándole la vocación a la Obra. Esa relación que los unía desde la adolescencia, esa preocupación mutua, adquiría entonces un nuevo vigor y llevó a Isidoro a concluir: «El dedo de Dios está aquí»[7].
Es lógico que el descubrimiento de la vocación por parte de Isidoro no dejara en un segundo plano los vínculos afectivos de aquellos años de amistad. Dios nos ha creado en alma y en cuerpo, por lo que la unión sobrenatural no anula los bienes naturales que todos buscamos; lo vemos en el ejemplo de Jesús, que compartía su vida con amigos. Por eso señala san Josemaría que «Dios Nuestro Señor quiere, en la Obra, la caridad cristiana y la natural convivencia, que se hace fraternidad sobrenatural, y no el convencionalismo de la forma»[8]. El cariño no es algo espiritualizado sino que es concreto, encarnado, se manifiesta en el tú a tú. No se trata de un formalismo que puede quedarse en unos simples buenos modales o en una cortesía que tranquiliza la propia conciencia, sino que busca querer a todos como lo haría su propia madre.
El 14 de julio de 1943, poco más de diez años después de aquel crucial encuentro en Madrid, ambos amigos −ahora convertidos en padre e hijo de una familia sobrenatural− tienen su última conversación. Durante esos momentos recuerdan quizá su adolescencia, sus cartas, los trabajos codo con codo en la Academia DYA, los trámites para abrir la primera residencia, los vaivenes de la guerra civil, el diagnóstico del cáncer de Isidoro… San Josemaría se despidió de Isidoro confesando un deseo: «Le pido al Señor que me dé una muerte como la tuya»[9]. Jesús nos enseñó que «nadie tiene amor más grande que el de dar la vida por sus amigos» (Jn 15,13) y eso es precisamente lo que ilusionaba a Isidoro durante sus últimos días: poder seguir unido a todos en la Obra desde el cielo tal y como lo había estado en la tierra.
Todos conocemos que, en muchas importantes relaciones humanas, el vínculo objetivo que las une −como el ser marido y mujer, o hermano y hermana− no genera de manera automática una relación de amistad. Incluso la existencia, en algún momento, de una verdadera amistad no garantiza la inmunidad de esa relación frente a las normales secuelas del paso del tiempo. También Benedicto XVI −siendo todavía cardenal−, al ponderar la fraternidad sobrenatural entre los cristianos, hacía notar con realismo que «el hecho de ser hermanos no significa, automáticamente, que sean un modelo de amor»[10]. Y recordaba que en la Sagrada Escritura abundan los ejemplos, desde el libro del Génesis hasta las parábolas que relata Jesús.
Por eso, «la fraternidad radicada en la común vocación a la Obra pide expresarse en una amistad»[11] que, como en las demás relaciones en las que interviene la libertad humana, no surge de manera instantánea. Requiere el paciente trabajo de ir al encuentro del otro, de abrir el propio mundo interior para enriquecerlo con lo que Dios nos quiere regalar a través de los demás. Las tertulias o las reuniones familiares, por ejemplo, en las que cada uno despliega su personalidad, son momentos para crear lazos de auténtica amistad. Allí no existen temas de la vida de los demás −preocupaciones, alegrías, tristezas, intereses− que no nos toquen personalmente. Crear un hogar con pasillos luminosos y puertas abiertas a los demás es también parte de un proceso de maduración personal, ya que «la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios»[12]. El hombre se explica satisfactoriamente a sí mismo solo dentro del tejido social en el que despliega sus afectos.
Esto sucede porque la amistad, cuando busca ser auténtica, procura no mezclarse con un afán de posesión del otro. Al contrario, al haber experimentado ese gran bien, sabe lo que tiene para ofrecer a otras personas: una amistad auténtica es escuela de más amistades, nos enseña a disfrutar de la compañía de las demás personas aunque, naturalmente, no con todas se llegue a tener la misma cercanía. C. S. Lewis notaba que «la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, “aquí llega uno que aumentará nuestro amor”; porque en este amor “compartir no es quitar”»[13]. Incluso llega a compararlo con la imagen que nos podemos hacer del cielo, ya que allá cada uno de los bienaventurados aumentará el gozo de todos, comunicando su singular visión de Dios a los demás.
* * *
San Agustín, en sus Confesiones, al recordar con cierta nostalgia a un grupo de amigos suyos, dice sin contener la emoción: «De muchos hacíamos uno solo»[14]. Relata que lo que los unía eran largas conversaciones acompañadas de risas, servirse mutuamente con buena voluntad, leer cosas juntos e, incluso, los repentinos desacuerdos que ayudaban a poner el foco en todo lo que tenían en común; recuerda las amargas sensaciones ante la ausencia de alguno, que luego se veían compensadas por la alegría de su llegada. «La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos»[15]; depende de sentirnos queridos y de tener un hogar, en donde nuestra sola presencia es insustituible, al cual siempre volver, pase lo que pase. Es lo que san Josemaría quería que fueran las casas de sus hijos e hijas. Precisamente en esos términos se recuerda a la primera labor apostólica del Opus Dei en Madrid, el año 1936: «Si al piso de Luchana se acudía por invitación, en cambio se permanecía por amistad»[16]; este es el amable vínculo que, humanamente, es capaz de mantener la unidad. «Si os amáis, cada una de nuestras casas será el hogar que yo he visto, lo que yo quiero que haya en cada uno de nuestros rincones. Y cada uno de vuestros hermanos tendrá un hambre santa de llegar a casa, después de la jornada de trabajo; y tendrá después ganas de salir a la calle, a la guerra santa, a esta guerra de paz»[17].
Andrés Cárdenas
Fuente: opusdei.org
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