Dejarnos querer por los demás es una manera de abrir espacio para Dios en nuestra vida. Jesús lo hizo hasta sus últimos momentos en la tierra
Los apóstoles corren despavoridos cuando los soldados apresan a Jesús. Tienen miedo e, impotentes, se niegan a presenciar el aparente fracaso del hombre en quien habían puesto toda su confianza. Suenan las cadenas al arrastrarse, el frío envuelve la noche y el juicio es claramente injusto. Las palabras son usadas de manera engañosa y el castigo es desproporcionado. Todas las miradas se posan sobre el cuerpo llagado de Cristo pidiendo su muerte. Un camino tortuoso, el peso de la cruz, la muchedumbre hostil que espera escuchar el golpe del martillo… hasta que alzan, por fin, el cuerpo del Señor. Desde su patíbulo solitario, Jesús observa con compasión a quienes no han querido acoger a Dios hecho hombre: «Mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor» (Lam, 1,12).
Tanto física como espiritualmente, Cristo durante su pasión sufrió «los mayores entre los dolores de la vida presente»[1]; sabe que no se le ha de ahorrar ningún padecimiento. Sin embargo, es sorprendente que Dios Padre no haya querido privar a su Hijo, ni siquiera en aquellos momentos, del consuelo que ofrece la amistad. Allí, al pie de la cruz, Juan mira con los mismos ojos que habían presenciado tantos momentos felices con su Maestro; ofrece a su amigo la misma presencia que los unió a lo largo de tantos caminos. Juan ha regresado y ha buscado a María; él, que había escuchado los latidos del corazón de Jesús en la Última Cena, no quiere dejar de ofrecer a Jesús su fiel amistad, un simple estar ahí. Y nuestro Señor encuentra alivio al mirar a María y al «discípulo a quien amaba» (Jn 19,26). En el Calvario, ante la mayor muestra del amor de Dios por los hombres, Jesús recibe a su vez esa muestra de amor humano. Tal vez en su alma resuenan las palabras que había pronunciado horas antes: «Os he llamado amigos» (Jn 15,15).
Muchas páginas del Evangelio nos hablan de los amigos de Jesús. Aunque generalmente no tengamos los detalles del proceso que debió haber fraguado esas profundas relaciones, las reacciones que conocemos dejan claro que allí había verdadero cariño mutuo. Recorriendo esos textos descubrimos que el Señor ha gozado de los amigos; su corazón de hombre no quiso prescindir de la reciprocidad del amor humano: «El Evangelio nos revela que Dios no puede estar sin nosotros: Él no será nunca un Dios sin el hombre»[2]. Por ejemplo, sabemos que Jesús se sintió siempre acogido y querido en la casa de sus amigos de Betania. Cuando Lázaro muere, las dos hermanas acuden con total confianza al Señor, incluso con palabras duras que manifiestan el trato íntimo que unía a Jesús con aquella familia: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (Jn 11,32).El amigo se conmueve ante el dolor de aquellas mujeres y no puede contener las lágrimas (Cfr. Jn 11,35). En aquella casa, Jesús podía descansar, se encontraba cómodo, podía hablar con franqueza: «¡Qué conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!»[3].
Y así como muchos encontraron en Jesús a un verdadero amigo, también él disfrutó de lo que los otros le ofrecían. Se sentiría, por ejemplo, apoyado y consolado por las palabras impetuosas de Pedro −que nunca tenía problemas en manifestar sus sueños a viva voz− cuando vio que el joven rico cerraba su alma al amor: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). El gran cariño que Pedro sentía por el Señor le llevó a querer defender siempre con viveza a su amigo, también cambiando algún aspecto de su vida cuando el Señor, con la fuerza que solo permite la confianza, le corregía (Cfr. Mt, 16,21-23; Jn 13,9). Así como Jesús pudo descansar en la fuerza de Pedro, también encontraba reposo en la ternura valiente de Juan. ¡Cuántas conversaciones habría tenido con aquel discípulo adolescente! En el contexto de la Última Cena, somos testigos de cómo acoge sin vergüenza su gesto lleno de ternura, cuando se recuesta sobre su pecho con la confianza de quien conoce el corazón del amigo. Si bien Juan, durante la agonía de Jesús en el Huerto de los olivos, no fue capaz de mantenerse en vela, y huyó cuando prendieron al Señor, después supo arrepentirse y regresar. Juan experimentó que la amistad crece mucho con el perdón.
«De ordinario, miramos a Dios como fuente y contenido de nuestra paz: consideración verdadera, pero no exhaustiva. No solemos pensar, por ejemplo, que también nosotros “podemos” consolar y ofrecer descanso a Dios»[4]. La amistad verdadera se da siempre en ambas direcciones. Por eso, ante la experiencia personal de cuánto nos quiere Dios, la respuesta lógica es querer devolver ese afecto; abrir las puertas de nuestra inteligencia y quitar los seguros de nuestro corazón. Solo así podremos dar a Jesús todo el consuelo y amor del que somos capaces para que encuentre en nosotros lo que encontró en Pedro, en Juan o en sus amigos de Betania.
Si Jesús tenía muchos amigos y Dios se deleita con los hijos de Adán (cfr. Pr 8,31), es bueno que sintamos nosotros también esa necesidad plenamente humana. Podemos imaginar el extenso mapa de las conexiones humanas, en todos los tiempos y lugares; miles de millones de hombres y mujeres unidos por lazos que surgen al haber asistido a un mismo colegio, vivir en un mismo barrio, tener otras personas en común, etc. Las circunstancias de nuestra vida han hecho que nos encontremos con nuestros amigos y que hayamos desarrollado con ellos ese trato íntimo. Pensando en el inicio de cada una de nuestras amistades, podemos encontrar toda una serie de aparentes casualidades que nos unieron. No podemos dejar de dar gracias a Dios por el gran tesoro de haber querido que, en nuestro camino, no nos falte la compañía y el amor de los hombres.
Y en medio de ese gran mapa de vínculos y relaciones, de entre todas las personas con quienes nos cruzamos en el transcurso de nuestra vida, Dios eligió algunas para que estuvieran más cerca de nosotros. Dios se sirve de nuestros amigos para abrirnos panoramas, para enseñarnos cosas nuevas o para descubrirnos el amor verdadero: «Nuestros amigos nos ayudan a comprender maneras de ver la vida que son diferentes a la nuestra, enriquecen nuestro mundo interior y, cuando la amistad es profunda, nos permiten experimentar las cosas en un modo distinto al propio»[5]. El escritor británico C.S. Lewis −que gozó de profundas amistades− afirmaba, con su peculiar sentido del humor, que la amistad no es un premio al buen gusto sino el medio por el cual Dios nos revela las bellezas de los demás y conocemos distintas miradas hacia mundo.
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), nos dijo Jesús, y una manera en que lo hace es a través de las personas que nos quieren: «Los amigos fieles, que están a nuestro lado en los momentos duros, son un reflejo del cariño del Señor, de su consuelo y de su presencia amable. Tener amigos nos enseña a abrirnos, a comprender, a cuidar a otros, a salir de nuestra comodidad y del aislamiento, a compartir la vida. Por eso «un amigo fiel no tiene precio» (Si 6,15)»[6]. Contemplar la amistad desde esta perspectiva nos empuja a querer más y mejor a nuestros amigos, a mirarles como Jesús los mira. Y a ese esfuerzo ha de unirse también una lucha por dejarnos llamar amigos, puesto que no hay verdadera amistad donde no hay esa reciprocidad de amor[7].
La amistad es un don inmerecido, una relación cargada de desinterés, y por eso en ocasiones podemos caer en la trampa de pensar que no es tan necesaria. No han faltado quienes por un mal entendido deseo de agradar «solo a Dios» han mirado con recelo y desconfianza el consuelo de la amistad. El cristiano, sin embargo, sabe que tiene un único corazón para amar al mismo tiempo a Dios, a los hombres, y para recibir el amor de los demás. En una homilía predicada durante la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, san Josemaría señalaba: «Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»[8].
No elegimos a nuestros amigos por motivos de utilidad o pragmatismo, pensando en que de esa relación vaya a producirse algún efecto; simplemente les queremos por ellos mismos, por lo que son. «La amistad verdadera −como la caridad, que eleva sobrenaturalmente su dimensión humana− es en sí misma un valor: no es medio o instrumento»[9]. Saber que la amistad es un don evita que caigamos en un «complejo de superhéroe»: aquel que piensa que debe ayudar a todos, sin darse cuenta de que también necesita de los demás. Nuestro camino al cielo no es una lista de objetivos por cumplir, sino una senda que compartimos con nuestros amigos, en la cual parte importante será aprender a acoger ese cariño que nos dan. La amistad requiere, por tanto, una buena dosis de humildad para reconocernos vulnerables y necesitados de afecto humano y divino. El amigo no se turba ni avergüenza, no se excusa ni incomoda. El amigo quiere y se deja querer. Eso hizo Jesús y eso hicieron los apóstoles.
A quienes son más introvertidos se les dificultará un poco abrir su corazón al otro, ya sea porque no sienten la necesidad de hacerlo o por temor a no ser comprendidos. Quienes son más extrovertidos quizás compartan muchas experiencias pero pueden tener mayores dificultades a la hora de enriquecer su propio mundo con las vivencias de los demás. En ambos casos, todos necesitamos una actitud de apertura y sencillez para dejar al amigo entrar en la propia vida e interioridad. Abrirnos al don de la amistad, aunque alguna vez pueda costar un poco, solo puede hacernos más felices.
* * *
Todos podríamos hacer una lista de las grandes lecciones que hemos aprendido de nuestros amigos. Con cada uno tenemos un trato particular, que puede arrojar luces sobre distintos rincones de nuestra alma. Al gran consuelo de sabernos queridos y acompañados, se une esa ilusión por hacer lo mismo por el otro. La amistad, afirmaba san Juan Pablo II, «indica amor sincero, amor en dos direcciones y que desea todo bien para la otra persona, amor que produce unión y felicidad»[10]. Saberse llamado amigo no puede conducirnos a la soberbia, sino al agradecimiento por ese don y al afán por acompañar al otro en su camino a la felicidad: «Nada hay que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de la persona amada, de que aquel que le ama desea en gran manera ser correspondido»[11]. Cuando Jesús nos llama amigos lo hace también con ese carácter recíproco. «Jesús es tu amigo. −El Amigo. −Con corazón de carne, como el tuyo. −Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»[12], nos recuerda san Josemaría. Y cada amistad es una ocasión para descubrir nuevamente el reflejo de esa amistad que Cristo nos brinda.
María del Rincón Yohn
Fuente: opusdei.org.
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[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 6.
[2] Francisco, Audiencia 7-VI, 2017.
[3] San Josemaría, Carta 24-X-1965.
[4] Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, 2005, p. 203.
[5] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 1-XI-2019, 8.
[6] Francisco, Christus Vivit, 151.
[7] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q.23, a.1.
[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 166.
[9] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 1-XI-2019, 18.
[10] Juan Pablo II, Discurso 18-II-1980.
[11] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la segunda Epístola a los Corintios, 14.
[12] San Josemaría, Camino, n.422.
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