El "mandamiento nuevo" que nos confió Jesús al final de su vida en la tierra descubrió una nueva dimensión de la amistad humana: se trata de auténtico apostolado
Los grandes ríos nacen, generalmente, de una pequeña fuente situada en lo alto de las montañas. A lo largo de su recorrido van recibiendo agua de manantiales y afluentes hasta que, al final, desembocan en el mar. De manera similar, un afecto espontáneo o un interés en común son las fuentes desde las que puede brotar una amistad. Poco a poco esa relación sigue su cauce, recibiendo torrentes que la nutren: tiempo compartido, consejos que van y vienen, conversaciones, risas, confidencias… Al igual que los ríos a su paso fecundan campos, llenan pozos y hacen florecer los árboles, la amistad embellece la vida, la colma de luz, «multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas»[1]. Además, en un cristiano, si esto fuera poco, la amistad se llena también del «agua viva» que es la gracia de Cristo (cfr. Jn 4,10). Esta fuerza da a la corriente un ímpetu nuevo: transforma el afecto humano en amor de caridad. Así, al término de su curso, ese río se adentra el vasto mar del amor de Dios por nosotros.
Cuando, en las primeras páginas de la Biblia, encontramos el momento de la creación del hombre, leemos que fue formado a «imagen» de Dios, hecho a su «semejanza» (cfr. Gen 1,26). Este modelo divino está siempre presente en lo más íntimo del alma y, si entrenamos nuestra mirada, podremos entrever a Dios en cada hombre y en cada mujer. Por esta altísima dignidad, aunque todas las personas que encontramos en el camino −al trabajar, al estudiar, al hacer deporte o al movernos de un lado a otro− son dignas de ser amadas, solamente con un grupo de ellas llegaremos a entablar una relación de amistad. Intuimos que, en la práctica, no es posible tener infinitos amigos, entre otros motivos porque el tiempo es limitado; pero nuestro corazón, movido por Dios, puede permanecer siempre abierto, ofreciendo su amistad al mayor número de personas, «dando muestras de comprensión con todos los hombres» (Tt 3,2).
Buscar una disposición así de nuestra alma, que «no excluye a nadie», que permanece «intencionalmente abierta a toda persona, con corazón grande»[2], ciertamente tiene un precio. La madre de san Josemaría, por ejemplo, al ver cómo su hijo se entregaba sin medida a las personas que le rodeaban, le advirtió: «Vas a sufrir mucho en la vida, porque pones todo el corazón en lo que haces»[3]. Abrirse a la amistad tiene su coste y, sin embargo, todos hemos experimentado que se trata de un camino seguro de felicidad. Al mismo tiempo, la capacidad para querer a más y más amigos es algo en lo que podemos crecer continuamente. En el corazón de san Josemaría, con el incrementarse del número de personas en el Opus Dei, surgió esta inquietud: ¿podré querer a todos los que vengan a la Obra con el mismo cariño que siento por los primeros? Fue una preocupación que resolvió la gracia divina; su corazón fue ensanchado continuamente por Dios hasta tal punto que llegó a confesar: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras»[4].
Si en las páginas del Génesis se revelaba el amor de Dios al crearnos a «imagen» suya, con la encarnación de su Hijo recibiríamos noticias mucho más impresionantes. Los apóstoles de Jesús vivieron durante tres años, con quien era su mejor amigo, sin separarse de su lado. Le llamaban Rabbi −que quiere decir «maestro»− porque, además de amigos, eran y se sentían sus discípulos. Antes de padecer, el Maestro quiso que comprendieran que les amaba con una amistad que iba más allá de la muerte, que les amaba «hasta el fin» (Jn 13,1). Este secreto de la radicalidad de su amistad es una de las confidencias íntimas que Cristo realizó durante la Última Cena. Allí manifestó también su deseo de que esta fuerza se perpetuase durante los siglos a través de todos los cristianos con la proclamación de un nuevo mandamiento: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). Y añadió: «En esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13,35); es decir: mis amigos serán reconocidos por su modo de querer a los demás.
Hay un suceso en la historia del Opus Dei muy unido a este mandamiento. Al concluir la guerra civil, san Josemaría regresa a Madrid y se dirige inmediatamente a la calle Ferraz. En el número 16 de esa calle, días antes del comienzo de la contienda, se había terminado de instalar la nueva Residencia DYA. Casi tres años después, encuentra todo destrozado por los saqueos y los bombardeos. Resulta inservible. Entre los escombros, cubierto de polvo, da con un cartel que había estado colgado en la pared de la biblioteca. En el recuadro, cuyo aspecto asemeja al de un pergamino, se recogen en latín esas mismas palabras del mandamiento nuevo que Jesús, como acabamos de considerar, confió a sus apóstoles: «Mandatum novum do vobis…», «Un mandamiento nuevo os doy…» (cfr. Jn 13,34-35). Lo habían colgado allí porque era una síntesis del ambiente que san Josemaría deseaba también para los centros de la Obra: «Lugares en los que muchas personas encuentren un amor sincero y aprendan a ser amigas de verdad»[5]. Tras el desastre de la guerra, cuando había que recomenzar prácticamente desde cero, lo importante seguía en pie: una de las bases fundamentales para reconstruir sería dejarse guiar por ese dulce mandamiento de Cristo.
Vemos que el modelo de la nueva ley es el amor de Jesús: «Como yo os he amado» (Jn 13,34). Pero, ¿cómo es este amor?, ¿cuáles son sus características? El amor de Cristo por sus apóstoles −lo ha dicho él mismo− es precisamente un amor como el que se tienen los amigos. Ellos han sido testigos y destinatarios de la intensidad de este querer. Saben que Jesús cuidaba a las personas con las que convivía. Ellos le han visto alegrarse con sus alegrías (cfr. Lc 10,21) y sufrir con su dolor (cfr. Jn 11,35). Siempre encontró tiempo para detenerse con los demás: con la samaritana (cfr. Jn 4,6), con la hemorroísa (cfr. Mc 5,32) e incluso con el buen ladrón, cuando estaba ya colgado de la cruz (cfr. Lc 23,43). El de Jesús era un cariño que se manifestaba en lo concreto: se preocupaba por el alimento de quienes le seguían (cfr. Lc 9,13) y también por su descanso (cfr. Mc 6,31). Como nos recuerda el papa Francisco, Jesús «cuidó la amistad con sus discípulos, e incluso en los momentos críticos permaneció fiel a ellos»[6].
La amistad es, al mismo tiempo, un bálsamo para la vida y un don que nos da Dios. No es solamente un sentimiento fugaz sino un verdadero amor «estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo»[7]. Por algunos es considerada la expresión más alta del amor ya que nos permite valorar a la otra persona por sí misma. La amistad «es mirar al otro no para servirse de él, sino para servirlo»[8]. Esta es su preciosa gratuidad. Se entiende, entonces, que sea inherente a la amistad el «desinterés», porque la intención del que ama no persigue ningún beneficio ni un posible efecto boomerang.
Descubrir esto en su auténtica profundidad siempre sorprende, pues parece chocar con una idea de la vida como competición, que puede ser común en algunos ambientes. Por eso, quien experimenta la amistad lo hace habitualmente como un regalo inmerecido; con amigos los problemas de la vida parecen más ligeros. Como dice un proverbio kikuyu que agradó mucho al beato Álvaro del Portillo cuando viajó a Kenia: «Cuando en lo alto de la montaña hay un amigo, resulta más fácil subir»[9]. Los amigos son absolutamente necesarios para alcanzar una vida feliz. Ciertamente, es posible alcanzar una vida plena sin participar del amor conyugal −como ocurre, por ejemplo, con quienes han recibido el don del celibato− pero no se puede ser feliz sin experimentar el amor de amistad. ¡Cuánto consuelo y alegría encontramos en una buena amistad! ¡Cómo se alivian las tristezas!
Conociendo la vida de Jesús y creciendo en intimidad con él podemos aprender los rasgos de una amistad perfecta. Hemos visto al principio que la amistad cristiana es especial porque se nutre de un torrente divino, la gracia de Dios, y por eso adquiere una nueva «dimensión cristológica». Esta fuerza nos impulsa a mirar y a querer a todos −especialmente a los más cercanos− «por Cristo, con él y en él», como dice el sacerdote en la Misa al levantar a Jesús en el pan eucarístico. Así aprenderemos a «ver a los demás con los ojos de Cristo, descubriendo siempre de nuevo su valor»[10]. San Josemaría nos animaba a ser el mismo Cristo que pasa al lado de la gente, a dar a los demás el mismo amor de Cristo amigo. Por eso es lógico que alimentemos en nuestra oración esta ilusión humana y sobrenatural de tener siempre nuevos amigos, porque «Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»[11].
La amistad de Jesús con Pedro, con Juan y con todos sus discípulos, se identifica con un ardiente deseo de que vivan cerca del Padre; su amistad va unida a la ilusión de que descubran la misión a la que han sido llamados. De la misma manera, en medio de las tareas que el Señor nos ha confiado a cada uno, «no se trata de tener amigos para hacer apostolado, sino de que el Amor de Dios informe nuestras relaciones de amistad para que sean un auténtico apostolado»[12]. San Josemaría acostumbraba decir que en la vida espiritual llega un momento en el que no se distinguen la oración y el trabajo, porque se vive en una continua presencia de Dios. Algo similar sucede con la amistad, porque al desear el bien del amigo queremos que esté lo más cerca posible de Dios, fuente segura de alegría. Así, no «existen tiempos compartidos que no sean apostólicos: todo es amistad y todo es apostolado, indistintamente»[13].
Por eso en el corazón de los santos siempre había espacio para un nuevo amigo. Al leer libros que cuentan sus vidas descubrimos un interés sincero por los problemas de los demás, por sus angustias y alegrías. El beato Álvaro cultivó esta disposición hasta el final de su vida; quiso llevar la amistad de Cristo incluso a las personas que le acompañaron durante las horas de su último viaje en esta tierra. Un día después de su fallecimiento, «en la mesilla de noche, estaba la tarjeta de visita de uno de los pilotos del avión que le había traído de Tierra Santa a Roma. Se había interesado por él y por su familia, especialmente durante la espera en el aeropuerto de Tel Aviv. La relación fue breve, pero profunda: aquel piloto acudió a rezar ante los restos mortales de don Álvaro en cuanto tuvo noticia de su fallecimiento»[14]. En un encuentro casual se había gestado una amistad que continuaba entre la tierra y el cielo.
* * *
El cristiano tiene un gran amor −un don− que compartir. Nuestras relaciones con los demás le dan a Cristo la posibilidad de ofrecer su amistad a nuevos amigos. «Iluminar los caminos de la tierra»[15] implica extender por el mundo esta preciosa realidad del amor de amistad. A veces pensar solo en nuestros intereses, ir demasiado de prisa o quedarnos en cierta superficialidad al conocer a las personas pone en peligro este regalo que Dios nos quiere hacer a todos los hombres. Gran parte de nuestra misión evangelizadora es justamente devolver a la amistad su auténtico brillo, poniéndola en relación con Dios, con los demás, con nuestro deseo de ser mejores… en definitiva, con la felicidad.
José Manuel Antuña
Fuente: opusdei.org.
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[1] Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 1-XI-2019, n. 7.
[2] Ibíd.
[3] Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1997, tomo I, p. 164.
[4] San Josemaría, Via Crucis, estación VIII, 5.
[5] Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 1-XI-19, n. 6.
[6] Francisco, Christus vivit, n. 31.
[7] Ibíd, n. 152.
[8] San Juan Pablo II, Angelus 13-II-94.
[9] Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid 1996, p. 278.
[10] Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 1-XI-19, n. 16.
[11] Ibíd., n. 6.
[12] Ibíd., n. 19.
[13] Ibíd.
[14] Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid 1996, p. 179.
[15] Fragmento de la oración pública para pedir la intercesión de san Josemaría.
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