“Dejad que los niños lean buenos libros, y dejad que las historias maduren en ellos poco a poco, como se hace con el mejor vino”
“Los padres hablan demasiado”, advertía Annis Duff a mediados de los cincuenta en un libro maravilloso que ya nadie −o casi nadie− recuerda: Longer Flight. A Family Grows Up with Books, publicado por Viking hace más de medio siglo. No hay necesidad alguna de sermonear a los niños, porque la belleza de los relatos ya se encarga de presentar a los jóvenes modelos de auténtica grandeza. Por aquellos años, las obras de Duff −natural de Toronto, bibliotecaria de profesión y madre de familia− eran referenciales en cuanto a educación literaria.
En parte memorias, en parte ensayo, sus páginas reivindican el humus fértil en que se convierten los buenos libros durante la infancia y la necesidad imperiosa de leerlos en cualquier sociedad que se quiera culta y libre. «Quiero creer −escribe a la salida de la Segunda Guerra Mundial− que aquellos jóvenes a los que la literatura les ha ayudado a entenderse a sí mismos y a los demás, y que además les ofrece ejemplos de aquello a lo que pueden aspirar, sabrán encontrar un futuro decente».
E insiste poco después: «A lo largo de mi vida he comprobado cómo los cuentos infantiles sirven para estimular el pensamiento y liberar la imaginación; profundizar en el sentido de la belleza, el humor y la capacidad de asombro; ensanchar nuestra empatía y comprensión de las emociones y la conducta humanas, y proponer los principios morales que nos ayudan a distinguir el bien del mal».
A Duff parecía preocuparle poco −en aquellos años quizás todavía no había triunfado− la tendencia a confundir la literatura infantil y juvenil con la imposición de determinados valores que se consideran políticamente correctos. No le interesaba mucho porque sostenía que el potencial educativo de los libros reside en la fuerza misma de la narración y de los personajes, en su autenticidad e integridad.
La experiencia le había enseñado que nuestras emociones se construyen más con relatos que con ideas y que sólo las “historias memorables” −por decirlo con la sabia expresión de Walter Benjamin− permiten que la inteligencia construya un edificio intelectual razonable y matizado; las historias memorables y la belleza, ambas de la mano, porque la verdad del hombre necesita de la belleza para extender sus alas y perdurar. El resto es misión del tiempo, ese gran escultor.
Por eso mismo, Duff reivindicaba la labor de los bibliotecarios, los padres y los maestros comprometidos con la lectura. Dejad que los niños lean buenos libros, venía a decir, y dejad que las historias maduren en ellos poco a poco, como se hace con el mejor vino. En realidad, se trata de un trabajo de acompañamiento −leer con ellos y junto a ellos− y también de discernimiento, más que de prédica e imposición.
Al igual que cualquier adulto, también nuestros hijos buscan narraciones que los interpelen directamente y les hablen de corazón a corazón, relatos que iluminen sus vidas, les proporcionen conocimiento y les abran espacios de esperanza y sentido. Las bibliotecas y las librerías son precisamente lugares santos porque nos hablan del esplendor de lo humano y de cómo esta grandeza puede encarnarse en cada uno de nosotros. Al final, creer en la palabra escrita supone creer en nuestro futuro. Al final y también al principio de nuestras vidas.