No es el hombre quien, apoyado en sus débiles fuerzas, alcanza a Dios, sino Dios mismo que ha venido a nuestro encuentro
Y además tan actualmente nueva que tiene un valor perenne, imperecedero: “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gálatas 4, 4-5). Este es el gran anuncio que se hizo como ya cumplido hace dos mil años: Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a sus descendientes, ha enviado a la tierra a su propio Hijo. Lo increíble ha sucedido y se ha hecho objeto de fe. No es el hombre quien, apoyado en sus débiles fuerzas, alcanza a Dios, sino Dios mismo que ha venido a nuestro encuentro.
Ésta es la buena noticia, el gran anuncio del Evangelio: “Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto y crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que «ha salido de Dios» (Juan 13, 3), «bajó del cielo» (Juan 3, 13; 6, 33); «ha venido en carne» (1 Juan 4, 2), porque «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (…). Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Juan 1, 14.16)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 423).
Ciertamente la verdad de esta buena noticia la conocemos por la fe, atraídos por Dios Padre y movidos por la gracia del Espíritu Santo. La Iglesia de Jesucristo está construida sobre la roca de la fe de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16). El anuncio de la fe cristiana es esencialmente el anuncio de Jesucristo. Los cristianos somos seguidores de Cristo; y en conocerle, amarle, servirle y anunciarle puede resumirse la vida cristiana. La finalidad de la enseñanza, de la catequesis que la Iglesia lleva a cabo desde hace veinte siglos es lograr que todos y cada uno de los hombres encuentren a Cristo.
La Iglesia no transmite un mensaje puramente humano o filantrópico, por muy elevado que éste pudiera ser. “En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca (…). Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Juan 7, 16)” (San Juan Pablo II. Exhort. Apost. Catechesi tradendae, n. 6).
La vida de cada cristiano debe reflejar misteriosa y eficazmente la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, Redentor del hombre. La salvación que Dios nos brinda no puede alcanzarse desde fuera, sino sólo en la medida en que cada persona humana hace suyo el mensaje de Jesucristo por la fe, se acoge a su ayuda por la esperanza y se une a Él por el amor sobrenatural de la caridad, con el afecto y con las obras.