En su catequesis durante la Audiencia general de hoy, el Papa ha hablado de la segunda Bienaventuranza, “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestras reflexiones sobre las bienaventuranzas, hoy consideramos la segunda: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados», que nos indica una actitud fundamental en la espiritualidad cristiana: el dolor interior que nos abre a una auténtica relación con el Señor y con el Prójimo.
Según las Sagradas Escrituras, este llanto tiene dos aspectos. El primero, la aflicción causada por la muerte o por el sufrimiento de alguien que amamos. El segundo, un llanto por el dolor de nuestros pecados, provocado por haber ofendido a Dios y al prójimo.
El primer significado alude al luto, que es siempre amargo y doloroso, que paradójicamente puede ayudarnos a tomar conciencia de la vida, del valor sagrado e insustituible de toda persona y de la brevedad del tiempo.
El segundo, indica el llanto por el mal ocasionado, por el bien que no se hizo y por la deslealtad a la relación con Dios; es un llanto por no haber correspondido al amor incondicional del Señor hacia nosotros, por el bien que no quisimos hacer, por no haber querido a los demás. El dolor por haber ofendido y herido a quien amamos es lo que llamamos el sentido del pecado, que es un don de Dios y obra del Espíritu Santo, que siempre nos perdona y corrige con ternura.
Hemos emprendido el viaje de las Bienaventuranzas y hoy nos detenemos en la segunda: Bienaventurados los que lloran porque serán consolados. En la lengua griega en que está escrito el Evangelio, esta bienaventuranza se expresa con un verbo que no está en pasiva −pues los bienaventurados no padecen ese llanto− sino en activa: “se afligen”; lloran, pero por dentro. Se trata de una actitud que se ha vuelto central en la espiritualidad cristiana y que los padres del desierto, los primeros monjes de la historia, llamaban “penthos”, es decir un dolor interior que abre a una relación con el Señor y con el prójimo; a una renovada relación con el Señor y con el prójimo.
Este llanto, en las Escrituras, puede tener dos aspectos: el primero es por la muerte o el sufrimiento de alguien. El otro aspecto son las lágrimas por el pecado −el propio pecado−, cuando el corazón sangra por el dolor de haber ofendido a Dios y al prójimo. Se trata, pues, de querer al otro de manera tal que nos vinculemos a él o a ella hasta compartir su dolor. Hay personas que permanecen distantes, un paso atrás; en cambio es importante que los demás hagan mella en nuestro corazón.
He hablado a menudo del don de lágrimas, y de lo precioso que es[1]. ¿Se puede amar de manera fría? ¿Se puede amar de oficio, por deber? Ciertamente no. Hay aflicciones que consolar, pero a veces también hay consolados que afligir, despertar, que tienen un corazón de piedra y se han olvidado de llorar. También hay que despertar a la gente que no sabe conmoverse del dolor ajeno. El luto, por ejemplo, es una senda amarga, pero puede ser útil para abrir los ojos a la vida y al valor sagrado e insustituible de toda persona, y en ese momento uno se da cuenta de lo breve que es el tiempo.
Hay un segundo significado de esta paradójica bienaventuranza: llorar por el pecado. Aquí hay que distinguir: hay quien se enoja por equivocarse. Pero eso es orgullo. En cambio, hay quien llora por el mal cometido, por el bien omitido, por la traición en el trato con Dios. Este es el llanto por no haber amado, que surge de la preocupación por la vida ajena. Aquí se llora porque no se corresponde al Señor que nos quiere tanto, y nos entristece el pensamiento del bien no hecho; este es el sentido del pecado. Esos dicen: “He herido al que amo”, y les duele hasta las lágrimas. ¡Bendito sea Dios si llegan esas lágrimas!
Este es el tema de los propios errores que hay que afrontar, difícil pero vital. Pensemos en el llanto de san Pedro, que le llevará a un amor nuevo y mucho más auténtico: es un llanto que purifica, que renueva. Pedro miró a Jesús y lloró: su corazón se renovó. A diferencia de Judas, que no aceptó haberse equivocado y, pobrecillo, se suicidó. Entender el pecado es un don de Dios, es una obra del Espíritu Santo. Nosotros solos no podemos comprender el pecado. Es una gracia que debemos pedir. Señor, que yo entienda el mal que he hecho o que puedo hacer. Esto es un don muy grande y después de haber entendido esto, viene el llanto del arrepentimiento.
Uno de los primeros monjes, Efrén el Sirio, dice que un rostro lavado por las lágrimas es indeciblemente hermoso (cfr. Discurso ascético). ¡La belleza del arrepentimiento, la belleza del llanto, la belleza de la contrición! Como siempre la vida cristiana tiene en la misericordia su mejor expresión. Sabio y bienaventurado es el que acoge el dolor ligado al amor, porque recibirá el consuelo del Espíritu Santo que es la ternura de Dios que perdona y corrige. Dios siempre perdona: no nos olvidemos de esto. Dios siempre perdona, incluso los pecados más feos, siempre. El problema está en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón, nos encerramos en nosotros mismos y no pedimos perdón. Este es el problema; pero Él está ahí para perdonar.
Si tenemos siempre presente que Dios «no nos trata según nuestros pecados. ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 103,10), vivimos en la misericordia y en la compasión, y aparece en nosotros el amor. Que el Señor nos conceda amar en abundancia, amar con la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y también con el llanto.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa, a los grupos provenientes de Francia, en particular a la capellanía diocesana de Auch, acompañados por S.E. Mons. Maurice Gardès, y a los jóvenes de Marsella. Sabio y bendito es el que acepta el dolor ligado al amor, porque recibirá al Consolador, el Espíritu Santo, ternura de Dios que perdona y corrige. Que el Seños os haga hombres y mujeres de misericordia y compasión, abiertos al amor generoso. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en esta Audiencia, especialmente a los grupos que vienen de Inglaterra, Irlanda, Japón y Estados Unidos de América. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz del Señor Jesucristo. ¡Dios os bendiga!
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua alemana, en particular a los alumnos del Seminario Episcopal de Fulda. Estemos al lado de quien está de luto con el mensaje confortante de la fe. Pidamos también el doloroso, pero saludable, conocimiento de nuestros pecados, el consuelo y la alegría del perdón.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y de Latinoamérica —chilenos, peruanos, mexicanos, argentinos—. Pidamos al Señor que nos conceda el don de las lágrimas por nuestra falta de amor a Dios y al prójimo, y que por su compasión y misericordia nos permita amar a nuestros hermanos y dejar que entren en nuestro corazón. Que Dios los bendiga.
Al saludar cordialmente a todos los peregrinos de lengua portuguesa, hago mención particular de los grupos brasileños de Divinópolis y Porto Alegre. Que la Virgen Santa os acompañe siempre y os sostenga en el crecimiento cristiano a lo largo del camino de la vida, protegiendo, a vosotros y a todos vuestros seres queridos, en la perenne amistad de Dios. Sobre vosotros y vuestras familias descienda la bendición del Señor. Gracias.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los que vienen de Tierra Santa, Jordania y Medio Oriente. Quien cree en Dios no se deja sofocar por su llanto, cualquiera que sea la razón. Sino que lo vence con la fuerza del Espíritu Santo y lo transforma En una vida nueva, para sí y para los demás. ¡El Señor os bendiga y os proteja siempre del maligno!
Doy la cordial bienvenida a los peregrinos polacos. Queridos hermanos y hermanas, ayer vivimos la Jornada Mundial del Enfermo. A causa de la enfermedad, son tantos en nuestra sociedad, en el mundo y en nuestras familias los que sufren. Que el Señor les dé la fuerza, la paciencia y la gracia de la curación. Y nosotros acordémonos siempre de ellos y acompañémoslos con la oración, con la cercanía y con gestos concretos de amor compasivo y tierno. ¡El Señor os bendiga! ¡Sea alabado Jesucristo!
Dirijo una cordial bienvenida a los fieles de lengua italiana. En particular, saludo a los participantes en la peregrinación de los devotos del Santuario de la Santa Casa de Loreto, con el arzobispo Mons. Fabio Dal Cin; y a los de la Archidiócesis de Trani-Barletta-Bisceglie –¡son ruidosos estos! ¡Son entusiastas!– y de la Cooperativa de San Ferdinando de Puglia, acompañados por su Arzobispo, Mons. Leonardo D’Ascenzo. Saludo además a los grupos parroquiales y a los Institutos de enseñanza.
Saludo finalmente a los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. Que el Señor os sostenga siempre con su gracia, para que podáis ser constantes en la esperanza, encomendándoos cada día a la providencia de Dios.
Yo querría que en este momento todos rezásemos por la amada y maltratada Siria. Tantas familias, tantos ancianos, niños, deben huir de la guerra. Siria sangra desde hace años. Recemos por Siria.
También una oración por nuestros hermanos chinos que sufren esta enfermedad tan cruel. Que encuentren el modo de curación lo más pronto posible.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Cfr. Christus vivit, 76; Discurso a los jóvenes de la Universidad de Santo Tomás, Manila, 18-I-2015; Homilía del Miércoles de Ceniza, 18-II-2015.
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