No raramente, en diversas épocas y circunstancias históricas se han alegado supuestas incompatibilidades entre los requerimientos de la fe y los de la razón, cual si se tratara de dos mundos, no ya distintos sino dialécticamente contrapuestos
Probablemente uno de los documentos más importantes de la riquísima enseñanza de San Juan Pablo II es la Encíclica Fides et ratio, sobre las relaciones entre la fe y la razón, publicada el 14 de septiembre de 1998. Se han cumplido veinte años de su aparición, y sigue siendo plenamente actual. En ella se abordan temas de candente vigencia en la cultura y la vida práctica de nuestros días.
El preámbulo de este documento contiene palabras altamente significativas: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a El para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”.
No raramente, en diversas épocas y circunstancias históricas se han alegado supuestas incompatibilidades entre los requerimientos de la fe y los de la razón, cual si se tratara de dos mundos, no ya distintos sino dialécticamente contrapuestos. La Encíclica, a través de una bella imagen comienza por afirmar la armonía y la colaboración entre una y otra. Es claro que un ave necesita de ambas alas para levantar y sostener su vuelo: no sería suficiente con poseer una sola ala, o un ala fuerte y otra débil. Hace falta el concurso de ambas. Y en el vuelo las alas no se oponen una a otra, sino que mutuamente se ayudan.
¿A qué vuelo nos estamos refiriendo? Al del espíritu humano que se eleva hacia la contemplación de la verdad. Si la búsqueda de la verdad se realizara solamente con la razón o únicamente a través de la fe, sería unilateral y reductiva, con esas posiciones intelectuales que históricamente se han dado bajo los nombres de racionalismo o de fideísmo. El racionalismo es de vieja data: la razón humana se constituye en juez supremo de toda verdad, de tal modo que no admite lo que no cabe dentro de su capacidad, con frecuencia estrecha. Es el cómodo expediente de querer tener toda la realidad bajo control de la razón, o de mi razón. Y la realidad es mucho más amplia y rica que las construcciones de nuestra mente. El racionalismo, aunque otra cosa pudiera parecer, es una cerrazón mental ante el misterio del ser. El misterio no significa lo incomprensible, sino aquello que en su riqueza y profundidad nos invita y desafía a conocerlo. El fideísmo es también una posición intelectual estrecha: bajo el amparo de las certezas de la fe, una persona se instala en la comodidad de no usar las potencialidades de su inteligencia, suponiendo gratuitamente que su naturaleza humana está tarada o es incapaz. Pensemos, por lo que al racionalismo se refiere, en la arrogante posición de tantos ilustrados del siglo de las luces, o en la más reciente ciega y total confianza en el progreso humano irreversible a través de los logros de las ciencias experimentales o de la tecnología. Como ejemplo de fideísmo cabe señalar el pesimismo luterano, que considera que la naturaleza humana ha quedado corrompida por el pecado, y que por tanto la razón humana no hace sino equivocarse.
La búsqueda y contemplación de la verdad no es asunto baladí para la persona humana, ni un detalle decorativo en el conjunto de su vida. Es Dios mismo quien ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad: un deseo profundo y esencial, al que no podemos (ni debemos) escapar. Ese deseo apunta, en último término, al conocimiento del mismo Dios, y desemboca en el amor, otra constante esencial del ser humano. Cuando así se hace, se obtiene también una buena recompensa: el hombre puede alcanzar así también la plena verdad sobre sí mismo: quién es él, de donde viene y a donde va, qué es el bien y por qué existe el mal, qué nos aguarda después de esta vida terrena.