A raíz de la polémica suscitada por el 'pin parental', el autor recuerda que la Constitución exige respetar las convicciones de los padres, al margen de cuál sea la finalidad del sistema público de enseñanza
La globalización en el Derecho es una suerte de impulso que lleva a un proceso de unificación, comenzando por los derechos humanos. Pensemos en el derecho a la educación y su incidencia en la relación padres/hijos, que hoy contempla un interesante debate político. El centro en torno al que gira el universo globalizador, en este caso, es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Su artículo 26.3 reconoce que «los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos».
Y como ocurre con la nieve de las grandes cumbres, su deshielo ha ido fertilizando −globalizando− muy diversos ámbitos. Así, el Primer Protocolo al Convenio Europeo de Derechos Humanos ((1952) reconoce el derecho de los padres a que la educación de sus hijos se lleve a cabo de acuerdo con sus «convicciones religiosas o filosóficas» (art. 2). El art. 18.4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas (1966) enuncia el derecho de los padres o tutores legales a garantizar «la educación religiosa y moral de sus hijos conforme a sus propias convicciones». Algo similar establece el art. 13. 3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. En fin, la Constitución (art.27.3) proclama: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Todas estas declaraciones han tenido, a su vez, reflejo en la legislación y jurisprudencia mundiales. Por ejemplo, en Estados Unidos, más de 40 Estados han aprobado leyes o reglamentos administrativos que conceden a los padres la posibilidad de solicitar para sus hijos la exención del programa sobre educación sexual o de ciertas actividades sobre la materia si lo consideran contrario a sus convicciones morales. Con ello reconocen lo que el Tribunal Supremo dijo hace años: «Los niños no son meras criaturas del Estado» (Pierce v. Society of Sisters of the Holy Names of Jesus and Mary, 268 U.S. 510 (1925).
Así las cosas, tiene razón Norberto Bobbio cuando afirmaba que «el problema de fondo de los derechos humanos es no tanto justificarlos, como protegerlos». Sin duda, según jurisprudencia constante del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, está proscrito el «adoctrinamiento religioso o moral» por parte del sistema público de enseñanza en contra de las convicciones de los padres. Sin perjuicio de volver sobre este tema más adelante, parece razonable intentar encontrar un punto de equilibrio entre las competencias del Estado y los derechos de los padres. La judicialización de bastantes de los conflictos entre conciencia y ley podrían ser prevenidos siguiendo procedimientos sensibles, en la elaboración de los currícula y en su aplicación práctica, de modo que las minorías puedan ser tuteladas. Este principio es el que ha llevado, por ejemplo, al Tribunal de Estrasburgo a inclinarse por hacer optativa la enseñanza religiosa. Implícitamente, lo acaba de reiterar en Papageorgiou y otros c. Grecia (27 noviembre de 2019). Los problemas emergentes nunca pueden solventarse con actuaciones del poder civil encaminadas a imponer modos uniformes de proceder. Veamos la jurisprudencia más representativa de este tribunal en materia de discrepancia de los padres hacia contenidos o métodos docentes. Me refiero a los casos Folgero (29 junio 2007) y Zengin (9 octubre 2007). Las dos sentencias mencionadas abordan un problema análogo, aunque en hábitats diversos: Noruega y Turquía. En ambas se abordan situaciones en las que los padres se oponen a las clases de educación religiosa obligatoria impartida a sus hijos en colegios públicos. El tribunal dio la razón a los demandantes.
En Folgero, el tribunal hacía notar que, no obstante el empeño del Gobierno por garantizar la neutralidad, el cristianismo recibía un trato preferente. Solo un sistema de exenciones totales dotado de viabilidad real podría respetar las convicciones de los padres en el sentido del artículo 2 del citado protocolo. En Zengin, el tribunal rechaza que los padres seguidores de una determinada rama del Islam (los alevitas) no pudieran beneficiarse del sistema de exención de la enseñanza religiosa. Para el TDH los derechos de los padres en esta materia proceden de sus deberes naturales (es el adjetivo literal utilizado por la Corte) hacia sus hijos. Si pueden exigir del Estado el respeto de sus convicciones es porque ellos son los que primordialmente tienen la responsabilidad de la educación y enseñanza de sus hijos. No es una cuestión de propiedad (de quién son los hijos), sino de responsabilidad. A su vez −recalca la Corte− el término respeto referido a las convicciones de los padres ha de entenderse en toda su fuerza, y no como sinónimos de simplemente reconocer o tener en cuenta.
Esa necesidad de respeto profundo por las convicciones de los padres ya había sido establecida desde antiguo por el Tribunal de Estrasburgo (sentencia Kjeldsen, 1976), que hacía esa obligación extensiva a todo el entorno escolar, aunque no se tratara de actividades académicas (sentencia Campbell y Cosans, 1982). Kjeldsen afirmaba también que sólo es imprescindible respetar esas convicciones de los padres cuando el Estado persigue una finalidad de adoctrinamiento con las actividades objetadas. Lo cual, desde mi punto de vista, supone interpretar de manera incorrecta el artículo 2 del Protocolo, en el que no existen indicios de que prohíba exclusivamente el fin de adoctrinamiento en la actividad educativa estatal. Como decía uno de los jueces (Verdross) en su voto particular contrario a la sentencia: «El artículo 2 exige que se respete las convicciones de los padres, sin la menor referencia a la finalidad perseguida por la organización publica del sistema de enseñanza».
Esta interpretación se opone el criterio seguido por nuestro Tribunal Supremo en varias sentencias de la misma fecha (11 febrero 2009), que rechaza la objeción de conciencia de un grupo de padres contra una asignatura establecida por el Estado denominada Educación para la Ciudadanía, y que, de algún modo, podría compararse a lo que con curiosa denominación se llama hoy pin parental. De ahí que me permita hacer un análisis de las mencionadas sentencias.
Su desenfoque incide en no haber analizado detenidamente la lesión que la inseguridad jurídica de los contenidos objetados produce en el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones. El TS se centra en dictaminar si existe en las normas examinadas un afán «adoctrinador» por parte del Estado. Al concluir que no es posible demostrarlo, entiende que no se conculca el art. 27 de la Constitución española ni el art. 2 del Protocolo del Convenio sobre Derechos Humanos. Lo que exige el Convenio Europeo y la Constitución es respetar las convicciones de los padres, al margen de cuál sea la finalidad perseguida por la organización pública del sistema de enseñanza. Incluso aceptando la doctrina del TEDH, que circunscribe el art 2 del Protocolo a la prohibición de adoctrinamiento religioso o moral, hubiera sido deseable poner el acento no en el fin pretendido −muy difícil de demostrar en la práctica− sino en el efecto adoctrinador.
Tal vez por ello, el TS elude sorprendentemente analizar en el caso los criterios de las sentencias Folgero y Zengin, aduciendo «que no son de gran utilidad para el presente caso, porque contemplan supuestos de enseñanza obligatoria de una determinada religión». Olvida el TS que el art. 2 equipara las convicciones filosóficas con las religiosas. Probablemente, este olvido puede estar motivado porque esas dos decisiones fueron favorables a la objeción de conciencia de los demandantes, y pusieron alto el listón que el Estado debe superar para demostrar que una asignatura y el modo de impartirla son verdaderamente neutrales.
A la luz de estas reflexiones, me parece que las preocupaciones de los padres acerca del contenido de algunas asignaturas merecen protección a la luz de los deberes naturales, de los que proceden los derechos de los padres sobre los hijos, como dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.