Nos hacemos de lo que leemos como nos hacemos de lo que comemos, y al elegir nuestras lecturas elegimos nuestra sustancia interior. Por eso los clásicos han de abundar en una dieta lectora realmente nutritiva para la inteligencia y la sensibilidad
Por lo general, quienes no han conseguido hacerse con el hábito de leer o sencillamente no sienten inclinación ni el mínimo deseo de hacerlo, piensan −más bien, sienten− que la lectura es una forma mortecina de inactividad. Y hay que reconocer que la apariencia no sugiere otra cosa. El que lee se separa de la realidad en torno suyo, deja de mirar y escuchar a su alrededor para sumirse en una quietud atenta a las monótonas líneas enmarcadas en las páginas de un libro.
Sin embargo, esas páginas son como aquella pilastra de ladrillos de J.K. Rowling en Harry Potter que, si se embestía con decisión y descreyendo de las apariencias, servía de acceso al mundo paralelo de la magia, donde no todo se sujetaba a las leyes materiales de la física pero se libraban batallas que decidían el destino de muchos, también de los ajenos e incrédulos al poder de las formas de realidad que desconocen.
Los buenos lectores están todos ellos en un secreto que les deja reconocerse: saben sobre lo que ven más cosas de las que ven. La razón es sencilla, han leído, y al hacerlo han aprendido que lo que encuentran a su alrededor forma parte de una historia que puede ser de mil naturalezas distintas: agitada, dichosa, dramática, divertida o desesperada y trágica, incluso triste pero feliz. Nada es simplemente lo que parece. Las personas, incluso las más vulgares y anodinas, forman parte de historias cruzadas con muchas otras que vienen de principios remotos y cuyos desenlaces todavía se desconocen. También los lugares han servido de escenarios para fragmentos de vidas perdidas, y las ciudades están más hechas de decisiones y pasiones humanas que de materiales físicos.
Leer es como tejer el alma con hilos y sustancias de otras vidas y de otros mundos. Nadie que haya leído ha dejado de experimentar cómo la atmosfera que emana de las historias se queda con uno, acompañando al lector que puede rememorarla íntimamente como parte de su vida, de la vivida realmente, aunque hayan sido sentimientos, lugares y peripecias de un relato imaginario y leído en soledad.
En realidad, las buenas historias hacen mucho más que eso y dan forma a la vida del lector abriéndole un adentro cuya densidad y profundidad serían distintas si no hubiera leído nunca o no hubiera leído esas historias en particular. Para entender la vida del lector sirven aquellas ideas con las que Maquiavelo creía que se explicaba el destino de los políticos: el talento o la cualidad y fuerza vital (virtú) y la fortuna.
Ciertamente, esas ideas sirven para pensar el discurrir de la vida de los hombres en general. Nada de lo que somos se explica solo por la mera buena o mala fortuna, ni solo por las cualidades que tenemos o que nos faltan y que nos caracterizan. Pero lo peculiar del lector, como de los príncipes, es que suman a sus cualidades o defectos los de muchísimos otros de naturaleza común o excepcional, y su fortuna está mezclada e influida por muchos pequeños y grandes acontecimientos.
Al que lee le confiesan sus sentimientos, celos y remordimientos Ana Karenina, Julieta, Antígona, Miss Dalloway, Clara Campoamor o Teresa de Jesús, es decir, mujeres ficticias y reales con alturas y profundidades del alma inalcanzables. O corre las aventuras y los dilemas de Odiseo, Edipo, Eneas, Raskolnikov, y el capitán Ahab que le llevarán más allá de donde nunca habría soñado para conocer las profundidades inalcanzables de la vida humana y el mundo. Solo los príncipes, es decir, los hombres que ocupan los lugares más altos, mezclan su vida con personas que protagonizan las historias que dan forma al mundo de los hombres y las naciones.
Por eso, no es raro que las historias que uno lee exalten los deseos de vivir con una fuerza y determinación −virtú− digna de circunstancias excepcionales. En ese sentido, la lectura engendra almas como las de Don Quijote y nadie que haya leído apasionadamente puede evitar reconocerse con indulgencia cómplice en el Caballero de la Triste Figura. Sin embargo, reducida la inflamación del apetito de aventuras y acontecimientos extraordinarios, al lector le queda la certeza de poder enriquecer y multiplicar su vida común con la de muchos otros.
A los hombres no nos basta nuestra vida para poder vivirla y nos resistimos a dejarnos empotrar en sus límites, como si no hubiera otros mundos y otros destinos cuya extraña humanidad no nos resulta, sin embargo, del todo ajena. Por eso el que lee y guarda lo que lee tiene un tesoro: un lugar interior al que volver y sopesar las densidades de la vida y la variedad multiforme de las personalidades y los destinos de los hombres.
Aristóteles decía que la operación más elemental que realizan todos los seres vivos es la alimentación. El que come tiene un dentro donde asimilar lo exterior para mantener la propia vida y hacerla crecer. Leer es una variante espiritual de la alimentación. Por eso los banquetes están compuestos de comidas y de palabras, de historias y conversaciones sin las que el mero alimentarse se degradaría a «compartir el pasto», como sentenció el viejo filósofo griego. El que lee interioriza lo asimilado convirtiéndolo en carne de su carne y huesos de sus huesos. De hecho, les damos nuestro aliento a los personajes que respiran con nuestra fuerza vital. No exageraban del todo los romanos al concebir la lectura como un dejarse poseer.
Nos hacemos de lo que leemos como nos hacemos de lo que comemos, y al elegir nuestras lecturas elegimos nuestra sustancia interior. Por eso los clásicos han de abundar en una dieta lectora realmente nutritiva para la inteligencia y la sensibilidad. Y por eso hay lecturas que producen sobrepeso sin alimentar, o que envenenan endulzando. Nada tan tóxico como la vulgaridad.
Al leer hilamos nuestra vida con los personajes y sus avatares en una amistad o en un rechazo silente pero efectivo. Leer literatura es vivir también mediante la vida de muchos otros porque no nos basta la nuestra para poder vivirla.