La vocación al Opus Dei es una llamada a interpretar una partitura, a tocar una música de Dios que tiene tantas variaciones como personas
Cuando Jesús hablaba del Reino de Dios, sabía que se trataba de algo muy distinto de lo que podían imaginar quienes le oían; muy distinto también de lo que tendemos a imaginar nosotros hoy. Por eso empleaba parábolas: relatos e imágenes que, más que dar una definición, invitan a adentrarse en un misterio. Jesús compara el Reino de Dios, por ejemplo, con «un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, de manera que los pájaros del cielo puedan anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). Un grano pequeño que se entierra, que desaparece a los ojos de los hombres y cae en el olvido; pero que no para de crecer, mientras la historia sigue su curso, aparentemente ajena a él. Crece, incluso de noche, cuando nadie lo cuida, cuando nadie le presta atención.
El 2 de octubre de 1928 Dios hizo que san Josemaría descubriera en su alma una semilla que solo Él podía haber puesto: un pequeño grano de mostaza que estaba llamado a crecer en el gran campo de la Iglesia. Se conserva una nota, escrita al cabo de unos meses, en la que recoge en unos pocos rasgos el código genético de esa semilla: «Simples cristianos. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo profesional. ¡Todos santos! Entrega silenciosa»[1]. Desde que Dios le dio la misión de cuidar de esa semilla, san Josemaría ya no vivió para otra cosa. Y lo que entonces era todo promesa, todo esperanza, hoy es un árbol frondoso que acoge a muchas almas y da sabor a muchas vidas.
«Cada santo −escribe el Papa−es una misión; (…) es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo»[2]. San Josemaría recibió un mensaje y lo encarnó. Se convirtió él mismo en el mensaje, y su vida y sus palabras empezaron a interpelar a muchas personas. «Que tu vida no sea una vida estéril. −Sé útil. −Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor (...). Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón»[3].
Él llevaba ese fuego dentro, como percibió enseguida José Luis Múzquiz, uno de los primeros fieles del Opus Dei que recibieron la ordenación sacerdotal. En su primer encuentro con él, san Josemaría le habló de algo quizá nadie antes le había planteado: ser apóstol en su lugar de trabajo. Y enseguida añadió: «no hay más amor que el Amor; los otros amores son pequeños». Este giro impresionó profundamente a su interlocutor: «Se veía que le salía del fondo del alma, de un alma enamorada de Dios. Los circuitos mentales que yo tenía terminaron entonces de fundirse»[4].
En una Misa de acción de gracias por la beatificación de esta alma enamorada, el entonces cardenal Ratzinger explicaba, con esa mezcla tan suya de llaneza y profundidad, cómo «el significado de la palabra “santo” ha experimentado a lo largo de los tiempos un estrechamiento peligroso, que sin duda sigue influyendo aún hoy. Nos hace pensar en los santos que vemos representados en los altares, en milagros y virtudes heroicas, y nos sugiere que la santidad es para unos pocos elegidos, entre los que no nos podemos incluir. Entonces dejamos la santidad para esos pocos, cuyo número desconocemos, y nos conformamos simplemente con ser como somos. En medio de esta apatía espiritual, Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: No, la santidad no es lo extraordinario sino lo ordinario, lo normal para cada bautizado. La santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión. Es la normalidad»[5].
Lo natural, pues, para un cristiano, es querer ser santo. Por eso, desde muy pronto, san Josemaría escribía: «Los santos no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. −Y vencieron»[6]. La llamada al Opus Dei supone una toma de conciencia de esta normalidad de la santidad; el deseo de convertirse en «intérpretes» de este sencillo mensaje, de esta música. Existen, en efecto, las «partituras»: la vida y la predicación de san Josemaría; la proclamación de la llamada universal a la santidad, por parte del Concilio Vaticano II[7]; el magisterio reciente de los Papas, que desarrolla esa enseñanza… y, sobre todo, el Evangelio[8]. Existen, pues, las partituras; pero es necesario que la música suene en todos los rincones del mundo, con una infinidad de variaciones que están todavía por ver la luz: las vidas concretas de muchos cristianos.
Al inspirar el Opus Dei, el Señor regaló a su Iglesia un camino, una espiritualidad «diseñada» para encarnarse en todo tipo de paisajes cotidianos, para fusionarse con el trabajo y la vida normal y corriente de personas muy distintas. «De lejos −allá, en el horizonte− parece que el cielo se junta con la tierra. No olvides que, donde de veras la tierra y el cielo se juntan, es en tu corazón de hijo de Dios»[9]. Por eso, aunque la vocación al Opus Dei llene a las personas de iniciativa, da ganas de mejorar su entorno, no las lleva fundamentalmente a hacer cosas, o a hacer más cosas de las que ya llevan entre manos. Las lleva sobre todo a hacerlas de otro modo, estando con Dios en todo lo que hacen, procurando compartir todo con Él. «Hijos míos, seguir a Cristo (…) es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con san Pablo: No vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2,10)»[10].
Uno de los primeros supernumerarios recuerda su sorpresa cuando el Fundador de la Obra le dijo: «Dios te llama por caminos de contemplación». Para él, que estaba casado y con hijos, y que tenía que luchar por sacar adelante su familia, fue «un verdadero descubrimiento»[11]. En otra ocasión, san Josemaría aconsejaba: «Habla, habla con el Señor: “Que me canso, Señor, que no puedo más. Señor, que esto no me sale; ¿cómo lo harías?”»[12]. Eso, precisamente, es la contemplación en medio del mundo: una mirada profunda y cariñosa a la realidad, que se nutre de la mirada de Dios, por un diálogo continuo con él. San Josemaría resumía este bonito desafío en frase redonda: «cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios»[13]. Y esta cercanía, esta amistad tan intensa con Él, es la raíz de la que brotan dos rasgos que, aun sin ser exclusivos de la vocación a la Obra, tienen un relieve particular para los cristianos a los que Dios llama por este camino: la llamada a ser apóstoles, a dar a conocer a Cristo, y la misión de transformar y reconciliar el mundo con Dios a través de su trabajo.
Antes de detenernos en ellos, sin embargo, surge lógicamente una pregunta: si, como san Josemaría predicó durante toda su vida, y el Papa nos ha recordado recientemente, la santidad es para todos; si el Señor manda a todos los cristianos a comunicar el evangelio, ¿qué es entonces lo específico de la vocación al Opus Dei como respuesta a la llamada a encontrar a Dios en medio del mundo?
Es relativamente sencillo explicarlo: «La vocación al Opus Dei recoge, acoge, encauza la entrega o dedicación a Dios y a los demás que es reclamada por la vocación cristiana; lo único que se añade de peculiar es, precisamente, el cauce: que esa dedicación se lleva a cabo formando parte de una concreta institución de la Iglesia (el Opus Dei): con una determinada espiritualidad y con unos precisos medios formativos y apostólicos»[14], que se dirigen en particular a servir a Dios y a los demás a través del trabajo y de las cosas normales de todos los días. Dicho de otro modo: quien descubre y acoge su llamada al Opus Dei se decide a dar su vida por los demás (esa es la esencia de la vida cristiana), y cuenta con un camino para acometer ese reto, de la mano de Dios, y con la ayuda de una gran familia. Y por eso está dispuesto a poner todo lo que pueda de su parte para que este carisma alimente su vida interior, ilumine su inteligencia, enriquezca su personalidad… de modo que pueda efectivamente encontrar a Dios en su vida y, a la vez, compartir ese hallazgo.
En el camino de Betania a Jerusalén, Jesús siente hambre. Busca algo de comer y se acerca a una higuera (Mt 21,18). «Se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19,28), tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo»[15].
La vocación a la Obra supone un fuerte «contagio» de esa hambre y sed de Dios. Cuando san Josemaría se esforzaba por sacar adelante la primera residencia de la Obra, había quienes le encarecían a no precipitarse. En un retiro anotaba: «Prisa. No es prisa. Es que Jesús empuja»[16]. Le urgía, como a san Pablo, el amor de Cristo (Cfr. 2 Cor 5,14). Y con esa misma urgencia serena quiere Dios que llamemos a la puerta de cada uno y de cada una: «¡Date cuenta, quienquiera que seas, de que eres amado!»[17]. Y esto con normalidad, con naturalidad, queriendo y dejándose querer por todos, ayudando, sirviendo, transmitiendo lo que sabemos, aprendiendo, compartiendo retos y trabajos, problemas y angustias, creando lazos de amistad... Ahí donde nacemos, donde trabajamos, donde descansamos, donde compramos, podemos ser fermento, levadura, sal, luz del mundo.
Dios no llama a su Obra a superhéroes. Llama a gente normal, con tal de que tengan un corazón grande y magnánimo, un corazón en el que quepan todos. Así lo vislumbraba ya san Josemaría en un texto de los primeros años, pensando en quienes podrían recibir la llamada de Dios a la Obra: «no caben: los egoístas, ni los cobardes, ni los indiscretos, ni los pesimistas, ni los tibios, ni los tontos, ni los vagos, ni los tímidos, ni los frívolos. Caben: los enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas»[18]. En resumen, quienes descubren que Dios les llama al Opus Dei pueden ser personas con defectos, con limitaciones, con miserias; pero también con ideales grandes, con ansias de amar, de pegar a los demás el amor de Dios.
«Tanto amó Dios al mundo −leemos en el evangelio de san Juan− que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Dios ama apasionadamente el mundo que ha creado, que no solo no es un obstáculo para la santidad, sino que es su lugar nativo. Y el mensaje de la Obra lleva en su entraña esta convicción: podemos ser santos no a pesar de vivir en el mundo, sino precisamente con ocasión de él, profundamente metidos en él. Porque el mundo, esa misteriosa amalgama de grandezas y miserias, de amor y odio, de rencor y perdón, de guerras y paz, «está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
Para hablar de nuestra relación con el mundo, el Génesis se sirve de dos verbos: «guardar» y «cultivar» (cfr. Gn 2,15). Con el primero, que se emplea también para expresar el cumplimiento de los mandamientos, el Señor nos hace responsables del mundo; nos dice que no podemos usarlo de un modo despótico. Con el segundo, «cultivar», que significa tanto «trabajar» (habitualmente la tierra), como «dar culto» (cfr. Nm 8,11), Dios une el trabajo al culto: trabajando no solo nos realizamos, sino que también damos un culto agradable a Dios, porque amamos el mundo como lo ama Él. Santificar el trabajo es por eso, en definitiva, hacer el mundo más bello, hacer espacio en él para Dios.
Él mismo ha querido guardar y cultivar el mundo que salió de sus manos de Creador, trabajando con manos de hombre, de criatura. Si durante siglos los años de la vida oculta del Señor en el taller de Nazaret se percibieron como años de oscuridad, sin brillo, a la luz del espíritu de la Obra se hacen «claros como la luz del sol (…), resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección»[19]. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a meditar con frecuencia ese trabajo, que nos recuerda el crecimiento del grano de trigo, escondido y silencioso. Así crecía Jesús −él mismo se compararía más tarde al grano de trigo (cfr. Jn 12,24)− en el taller de José y el de su Madre, en aquel taller-hogar.
La vida sencilla de la Sagrada Familia muestra cómo hay trabajos que, aunque parecen humildes a una mirada terrena, a los ojos de Dios tienen un valor inmenso, por el amor, el cuidado y las ganas de ser útil que se pone en ellos. Por eso, «santificar el trabajo no es hacer algo santo mientras se trabaja, sino precisamente hacer santo el trabajo mismo»[20]. De esta manera, «el trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios (…) en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios»[21].
Para dar fruto, el grano necesita esconderse, desaparecer. Así veía su vida san Josemaría: «ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[22]. Y así también quiere Dios que vean su vida todos los hombres y las mujeres que Él llama y seguirá llamando a la Obra. Como los primeros cristianos: personas normales y corrientes que, si armaron ruido, no lo hicieron para cosechar aplausos, sino para que Dios pudiera lucirse. Personas que, sobre todo, «vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo (…): sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[23].
Eduardo Camino / Carlos Ayxelá
Fuente: opusdei.org.
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[1] Apuntes íntimos, n. 25, en P. Rodríguez, F. Ocáriz, J.L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp 1993, p. 216.
[2] Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate (19-III-2018), n. 21.
[3] San Josemaría, Camino, n. 1.
[4] Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 417.
[5] J. Ratzinger, Homilía, 19-V-1992, citada en Romana, n. 14 (1992) p. 48, y disponible en español aquí.
[6] Camino, n. 133.
[7] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium (21-X-1964), n. 40.
[8] Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici (30-XII-1988), nn.16-17; Benedicto XVI, Audiencia, 13-IV-2011; y, más recientemente, la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (19-III-2008) del Papa Francisco.
[9] San Josemaría, Surco, n. 309.
[10] En diálogo con el Señor, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2017, p. 101.
[11] V. García Hoz, “Mi encuentro con Monseñor Escrivá de Balaguer”, en R. Serrano (ed.) Así le vieron, Rialp, Madrid, 1992, p. 83.
[12] San Josemaría, Notas de una reunión familiar en Valladolid, 22-X-1972 (recogidas en el documental “El corazón del trabajo”).
[13] San Josemaría, Forja, n. 740.
[14] F. Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 2014, p. 169.
[15] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 202.
[16] Apuntes íntimos, n. 1753, citado en Vázquez de Prada, A. El Fundador del Opus Dei (I), Rialp, Madrid 2010, 9ª ed., p. 511.
[17] San Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 19.
[18] San Josemaría, Instrucción, 1-IV-1934, n. 65.
[19] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.
[20] F. Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa 2000, p. 263.
[21] Beato Álvaro del Portillo, Carta, 30-IX-1975 (AGP, biblioteca, P17, 1991, vol. II, p. 63).
[22] San Josemaría, Carta, 28-I-1975, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, Rialp, Madrid 2011, p. 301.
[23] Es Cristo que pasa, n. 30.
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