Durante la Audiencia general el Papa ha detallado las 7 peticiones que contiene el Padrenuestro
Ha dicho que están divididas en dos: las tres primeras “se refieren al 'Tú', de Dios” y las cuatro últimas que indican el “'nosotros' y nuestras necesidades humanas”
Queridos hermanos y hermanas:
La oración del Padrenuestro contiene siete peticiones. En las tres primeras, que se refieren al “Tú” de Dios, Jesús nos une a él y a sus más profundas aspiraciones, motivadas por su infinito amor hacia el Padre. En cambio, en las últimas cuatro, que indican el “nosotros” y nuestras necesidades humanas, es Jesús quien entra en nosotros y se hace intérprete ante el Padre de esas necesidades.
En su simplicidad y esencialidad, el Padrenuestro es modelo de toda oración porque contiene, a la vez, la contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, como también una súplica atrevida de lo que necesitamos para vivir bien. Con esta oración Jesús nos enseña a confiar y a abandonarnos en Dios, que nos conoce, nos ama y sabe cuáles son nuestras necesidades.
Hoy consideramos la primera de estas súplicas, que dice así: «Santificado sea tu nombre». En ella expresamos toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y su deseo de que todos lo conozcan y lo amen. Y presentamos también nuestro ruego de que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra sociedad y en el mundo entero.
Es Dios quien nos santifica y nos transforma con su amor; mientras nosotros, con nuestro testimonio de vida, manifestamos su santidad en el mundo, y hacemos presente su santo nombre.
Parece que el invierno se está yendo y por eso hemos vuelto a la Plaza. ¡Bienvenidos a la plaza! En nuestro recorrido de redescubrimiento de la oración del Padrenuestro, hoy profundizaremos en la primera de sus siete invocaciones: «santificado sea tu nombre». Las peticiones del Padrenuestro son siete, fácilmente divisibles en dos grupos. Las primeras tres tienen en el centro el “Tú” de Dios Padre; las otras cuatro se centran en el “nosotros” y nuestras necesidades humanas. En la primera parte Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad; en la segunda es Él quien entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en la tentación y la liberación del mal.
Ahí está el modelo de toda oración cristiana −diría de toda oración humana−, que siempre se hace, por una parte, de contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, y, por otra, de sincera y valiente petición de lo que nos hace falta para vivir, y vivir bien. Así, en su sencillez y esencia, el Padrenuestro enseña a quien lo reza a no multiplicar palabras vanas, porque −como Jesús mismo dice− «bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mt 6,8). Cuando hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle lo que tenemos en el corazón: ¡Él lo conoce mucho mejor que nosotros mismos! Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros en cambio no somos un enigma a sus ojos (cfr. Sal 139,1-4). Dios es como esas madres a las que les basta una mirada para saberlo todo de sus hijos: si están contentos o tristes, si son sinceros o esconden algo…
El primer paso de la oración cristiana es pues la entrega de nosotros mismos a Dios, a su providencia. Es como decir: “Señor, Tú lo sabes todo, no hace falta que te cuente mi dolor, solo te pido que estés aquí junto a mí: Tú eres mi esperanza”. Es interesante notar que Jesús, en el sermón de la montaña, inmediatamente después de trasmitir el texto del Padrenuestro, nos anima a no preocuparnos ni afanarnos por las cosas. Parece una contradicción: primero nos enseña a pedir el pan de cada día y luego nos dice: «no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir?» (Mt 6,31). Pero la contradicción es solo aparente: las peticiones del cristiano expresan la confianza en el Padre; y es precisamente esa confianza la que nos hace pedir lo que necesitamos, sin ansiedad ni agitación.
Por eso rezamos diciendo: “Santificado sea tu nombre”. En esta petición −la primera: Santificado sea tu nombre− se siente toda la admiración de Jesús por la belleza y grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y lo amen por lo que verdaderamente es. Al mismo tiempo, la súplica de que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo entero. Es Dios quien santifica, quien nos transforma con su amor, pero también somos nosotros los que, con nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios al mundo, haciendo presente su nombre. Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa, ¡hay una gran incoherencia! La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. “Yo soy cristiano, Dios es santo, pero hago tantas cosas feas”: no, eso no puede ser. Eso incluso hace daño; eso escandaliza y no ayuda.
La santidad de Dios es una fuerza en expansión, y nosotros suplicamos para que rompa las barreras de nuestro mundo rápidamente. Cuando Jesús empieza a predicar, el primero que paga las consecuencias es justamente el mal que aflige al mundo. Los espíritus malignos gritan: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!» (Mc 1,24). Jamás se había visto una santidad así: no preocupada por sí misma, sino que sale hacia fuera. Una santidad −la de Jesús− que se amplía en círculos concéntricos, como cuando se tira una piedra en un estanque. El mal tiene los días contados −el mal no es eterno−, el mal ya no puede hacernos daño: ha llegado el hombre fuerte que toma posesión de su casa (cfr. Mc 3,23-27). Y ese hombre fuerte es Jesús, que también a nosotros nos da la fuerza para tomar posesión de nuestra casa interior.
La oración aleja todo temor. El Padre nos ama, el Hijo alza los brazos acercándolos a los nuestros, el Espíritu trabaja en secreto para la redención del mundo. ¿Y nosotros? No vacilamos en la incertidumbre. Sino que tenemos una gran certeza: ¡Dios me ama; Jesús dio la vida por mí! El Espíritu está dentro de mí. Esa es la gran certeza. ¿Y el mal? Tiene miedo. Y eso es bonito.
Me alegra recibir a los peregrinos francófonos de Canadá, Suiza y Francia. Saludo a los grupos de las diócesis y parroquias francesas, en concreto a las de la diócesis de Belley-Ars y Brazzaville, con Mons. Roland; de la diócesis de Poitiers, con Mons. Wintzer y de la parroquia de Porto-Vecchio; saludo a todos los jóvenes aquí presentes, en particular a los de la diócesis de Créteil, con Mons. Santier. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a manifestar la santidad de Dios con toda nuestra vida y a hacer presente en el mundo su Nombre. Que nuestra oración nos permita crecer en confianza en Dios y en su providencia. Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes la audiencia de hoy, especialmente a los de Inglaterra, Gales, Noruega y Estados Unidos de América. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz del Señor. Dios os bendiga.
Saludo de corazón a los peregrinos de lengua alemana, en concreto al grupo de la Pastoral para discapacitados de la diócesis de Mainz. Santos no se nace. La santidad es un don de Jesús. Con la oración del Padrenuestro pidamos al Señor una mayor difusión de la santidad en nosotros y en el mundo. Que el Espíritu Santo os acompañe en vuestro camino hacia la santidad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor que con la fuerza de su santidad destruya el mal que aflige a nuestro mundo, y nos conceda vivir con la convicción de que su amor redentor, que ha vencido al maligno, no nos abandona nunca. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Queridísimos peregrinos de lengua portuguesa, una cordial bienvenida a todos, en concreto a los sacerdotes de Setúbal, a los fieles de Santarém y Ericeira y a los grupos provenientes de Brasil. Espero que esta peregrinación a Roma refuerce en vosotros los buenos propósitos para dar testimonio del Evangelio de Jesús, movidos por el valor que la oración infunde en vuestros corazones. Dios os bendiga.
Dirijo una cordial bienvenida a los presentes de lengua árabe, en particular a los de Egipto, Irak y Medio Oriente. La invocación del nombre de Dios tiene el único objetivo de santificarlo y no de instrumentalizarlo. “Santificado sea tu nombre” significa comprometerse para que mi vida sea un himno de alabanza a la grandeza de Dios; sea una manifestación concreta de mi fe en Él; significa empeñarse en la vía de la santidad para que los demás glorifiquen su santo nombre. Que el Señor os bendiga y os proteja siempre del maligno.!
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Queridos hermanos y hermanas, sed asiduos en la oración, para que la santidad de Dios nuestro Padre permee vuestros corazones y os haga testigos de su santo nombre en vuestras familias y comunidades y en el mundo. Confiad: todo mal será derrotado por la santidad de Dios. Que su bendición os acompañe siempre a vosotros y a vuestros seres queridos.
Saludo con cariño a los peregrinos croatas, entre ellos a los seminaristas, estudiantes y profesores de la Facultad Teológica Católica de Đakovo. Queridos amigos, os animo a dedicaros con diligencia y pasión a los estudios para estar “dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1Pe 3,15). Sobre todo, os exhorto a integrar el trabajo intelectual con la vida personal y eclesial. Que esta cuaresma sea tiempo favorable para renovar la entrega de vuestro corazón y de vuestra mente al Señor. ¡Sean alabados Jesús y María!
Dirijo una cordial bienvenida a los fieles de lengua italiana. Me alegra recibir a los peregrinos de la diócesis de Mantua, con su Obispo Mons. Gianmarco Busca; a los grupos parroquiales, en concreto a los de Alife, acompañados por su Obispo, Mons. Valentino Di Cerbo; de Gubbio y de San Vito dei Normanni. Saludo a la Delegación de la Antorcha Benedictina, con el Arzobispo de Spoleto-Norcia, Mons. Renato Boccardo.
Un pensamiento particular para los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. A cada uno le deseo que esta peregrinación a las tumbas de los Santos Apóstoles constituya un empuja para difundir con entusiasmo la perenne novedad del mensaje salvador traído por Cristo a cada hombres, empezando por los más alejados y desheredados.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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