Vamos a sufrir con las víctimas y pedir al Buen Dios que nos mande santos sacerdotes
Hace tiempo que vi la película "Algunos hombres buenos", que ahora me sirve para recordar que he conocido a muchos hombres buenos. Lo normal es que la gente sea buena, pero ésta no hace ruido. Pasa con los sacerdotes. Muchos son estupendos, serviciales, entregados, generosos. Pero pasan ocultos, que es lo suyo. Si fuera por lo que nos cuentan los medios, lo extraño seria encontrar alguno bueno.
Quizá no sea yo la persona más adecuada para escribir estas líneas, soy del gremio y uno suele barrer para casa, pero también tiene la ventaja de conocer el tema. Me gustaría hacer un pequeño homenaje a tantos sacerdotes buenos que he conocido.
Para comenzar el Padre José, el párroco de mi infancia y adolescencia. Un hombre sencillo, pobre como el que más. Generoso. En más de una ocasión le vi dando mordiscos a una cebolla y un trozo de pan en el almuerzo. Nos llevaba de excursión, de acampada, nos enseñó el catecismo y a ser buenas personas. Hace unos días comentaba con un amigo la suerte que hemos tenido los de nuestra generación. La buena formación que recibimos nos ha facilitado desenvolvernos en la vida, formar una familia, ver avanzar la sociedad… El padre Francisco, su vicario. Hombre de una gran finura que en su juventud llevaba con garbo su enfermedad, se olvidaba de él para volcarse con los demás. Un hombre santo.
En el instituto conocí a un tocayo mío, don Juan Luis. Allí gastó su vida de capellán. Las clases, el confesonario, animando nuestro crecimiento como ciudadanos. Gracias a unos ejercicios que organizó conocí al Padre Gonzalo, que fue el instrumento del que Dios se sirvió para plantearme mi vida como una entrega. Está pasando su vejez atado al confesonario. Don Enrique, que cantaba como los ángeles, me ayudó en mis primeros pasos de la vocación.
Luego conocí a don Justo Luis, un artista. Gran pintor y predicador. Nos encantaba asistir a sus meditaciones que te llevaban a Dios mientras disfrutabas escuchándolas. Luego predicó mi primera misa. Otro don Francisco, activo como nadie. Siempre servicial y sonriente. Me ayudó mucho en los momentos de bajón y desánimo, igual que don Carlos.
La suerte me llevó a conocer también a dos sacerdotes santos: san Josemaría Escrivá, muy de Dios y con una gran humanidad. Recuerdo verle llorar en una ocasión ante la noticia de la gravedad de un hijo espiritual suyo, y reír divertido y hacérnoslo pasar muy bien mientras nos formaba. El beato Álvaro del Portillo, que dejó una carrera brillante de ingeniero para vivir con gozo el sacerdocio y servir a la Iglesia. Llamaba la atención su humildad y sencillez, junto a la fortaleza para llevarnos por el camino seguro.
No creo que sea capaz en un espacio tan reducido de enumerar a tantos buenos sacerdotes con los que me he encontrado. ¿Y todos buenos? Pues sí. ¿Perfectos? no. Como todo el mundo, pero entregados. Luchando y en muchas ocasiones muy solos. Intentando dar de sí todo lo posible, con mucha generosidad y calladamente.
Dice la carta a los Hebreos: "Todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está sujeto a debilidad".
El sacerdote es un hombre más, por eso no es de extrañar que sea débil. En ocasiones no se ha sabido discernir la autenticidad de la vocación o la idoneidad de la persona. En otras se ha infravalorado la importancia de vida sexual, dando paso a terribles crímenes contra menores. "Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos", decía con contundencia Benedicto XVI. Esto ha hecho un gran daño a la credibilidad de la Iglesia, herida que seguirá supurando mucho tiempo. Pero no es justo generalizar y poner en el mismo saco a tantos buenos sacerdotes y religiosos.
También hay sacerdotes demasiado débiles que no son conscientes de la grandeza de su misión. Vamos a rezar y a reparar. Vamos a sufrir con las victimas y pedir al Buen Dios que nos mande santos sacerdotes. "El sacerdocio es el amor del Corazón de Cristo", decía san Juan María Vianney. No podemos vivir sin ese amor.
No quisiera terminar estas letras sin volver al manso caudal de tantos buenos sacerdotes. En navidades tuvimos un emotivo acto en el Seminario. El obispo premió la fidelidad de tres sacerdotes mayores solicitando al Papa que les honrará siendo Capellanes suyos. El padre José Carlos, ahora retirado en una residencia de mayores, dedicado a dar de comer, visitar, animar y atender sacramentalmente a los otros ancianos. El Padre Junco, toda una institución en La Línea, con 93 años celebra muchos domingos tres misas, ayudando a sus compañeros que le necesitan. Todas las tardes atiende el confesonario. Y el padre Jesús que lleva con una gran alegría sus limitaciones físicas, siempre regalando su sonrisa, animando, dando cariño al que pasa a su lado.
Gracias a Dios no hay algunos sacerdotes buenos, sino muchos. Yo me siento deudor de su ejemplo y de su empuje para seguir dando lo mejor a la sociedad, que no es poco, el mismo Dios.