Hay tantas historias de vocación como personas. En este editorial se muestran algunos de los hitos más frecuentes en ese camino por el que se obtiene la convicción acerca de la propia vocación
El sol se ha puesto en Judea. Un inquieto Nicodemo acude a Jesús. Busca respuestas a lo que bulle en su interior. La llama de una lámpara esculpe sus rostros. El diálogo que sigue entre susurros está lleno de misterio. Las respuestas del Nazareno a sus preguntas le dejan perplejo. Jesús le advierte: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). La vocación, toda vocación, es un misterio, y su descubrimiento, un don del Espíritu.
Dice el libro de los Proverbios: «Tres cosas hay que me maravillan y cuatro que ignoro: el camino del águila por los cielos, el camino de la serpiente por la roca, el camino de la nave por el mar y el camino del varón por la doncella» (Pr 30,18-19). Con más razón aún, ¿quién, sin la ayuda de Dios, podría seguir el rastro de la gracia en un alma, identificar su propósito y descubrir el sentido y destino de una vida? ¿Quién, sin estar guiado por los dones del Espíritu Santo, sería capaz de saber «de dónde viene y adónde va» ese soplo divino en el alma, muchas veces audible en forma de anhelos, incertidumbres, presagios y promesas? Es algo que nos supera totalmente. Por eso, lo primero que necesitamos para vislumbrar nuestra llamada personal es humildad: ponernos de rodillas ante lo inefable, abrir nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo, que siempre puede sorprendernos.
Para descubrir la propia vocación, o para ayudar a alguien a hacerlo, no es posible, por tanto, «ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos»[1]. Sería como intentar «poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[2], que sopla donde quiere. En una ocasión, preguntaron al cardenal Ratzinger: «¿cuántos caminos hay para llegar a Dios?». Con desconcertante sencillez, respondió: «tantos como hombres»[3]. Hay tantas historias de vocación como personas. En estas páginas mostraremos, para ayudar a reconocerlos, algunos de los hitos más frecuentes en ese camino por el que se obtiene la convicción acerca de la propia vocación.
Nicodemo percibe una inquietud en su corazón. Ha oído predicar a Jesús, y se ha conmovido. Sin embargo, algunas de sus enseñanzas le escandalizan. Ha presenciado con asombro sus milagros, sí, pero le inquieta la autoridad con que Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, al que llama «la casa de mi Padre» (cfr. Jn 2,16). ¿Quién se atreve a hablar así? Por otra parte, en su interior apenas puede reprimir una secreta esperanza: ¿Será este el Mesías? Pero aún está lleno de incertidumbres y dudas. No acaba de dar el paso de seguir abiertamente a Jesús, aunque busca respuestas. Y por eso acude a Él de noche: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2). Nicodemo está inquieto.
Lo mismo ocurre con otros personajes del Evangelio, como aquel joven que se acerca un día corriendo a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mt 19,16). Está insatisfecho. Tiene el corazón inquieto. Piensa que es capaz de más. Jesús le confirmará que su búsqueda tiene fundamento: «Una cosa te falta…» (Mc 10,21). Podemos pensar también en los apóstoles Andrés y Juan. Jesús, viendo que le seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38). Unos y otros eran «buscadores»: estaban a la espera de un acontecimiento maravilloso que cambiara sus vidas y las llenara de aventura. Tenían el alma abierta y hambrienta, llena de sueños, anhelos y deseos. Inquieta.
En una ocasión un joven le preguntó a san Josemaría cómo se sentía la vocación a la Obra. Su respuesta fue: «No es cosa de sentimiento, hijo mío, aunque uno se da cuenta de cuándo el Señor llama. Se está inquieto. Se nota una insatisfacción… ¡No estás contento de ti mismo!»[4]. Con frecuencia, en el proceso de búsqueda de la propia vocación, todo empieza con esta inquietud de corazón.
Pero ¿en qué consiste esa inquietud? ¿De dónde viene? Al relatar la escena del joven que se acerca al Señor, san Marcos dice que Jesús, mirándolo, lo amó (Mc 10,21). Así hace también con nosotros: de algún modo, percibimos en nuestra alma la presencia de un amor de predilección que nos escoge para una misión única. Dios se hace presente en nuestro corazón, y busca el encuentro, la comunión. Sin embargo, esa meta aún está por alcanzar, y de ahí nuestra inquietud.
Esta presencia amorosa de Dios en el alma puede manifestarse de distintos modos: anhelos de una mayor intimidad con el Señor; ilusión de saciar con mi vida la sed de Dios de las almas; deseos de hacer crecer la Iglesia, familia de Dios en el mundo; añoranza de una vida en la que verdaderamente rindan los talentos recibidos; el sueño de aliviar tanto sufrimiento en todas partes; la conciencia de ser un agraciado: «¿Por qué yo tanto y otros tan poco?».
La llamada de Dios puede revelarse también en sucesos aparentemente fortuitos, que remueven interiormente y dejan como un rastro de su paso. Al contemplar su propia vida, explicaba san Josemaría: «El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron»[5].
Otras veces, esa presencia amorosa se descubre a través de personas o modos de vivir el Evangelio que han dejado la huella de Dios en nuestra alma. Porque, aunque a veces es un acontecimiento o un encuentro inesperado el que nos cambia la vida, es muy habitual que nuestra llamada tome forma a partir de lo que hemos vivido hasta ese momento. Por último, en ocasiones son algunas palabras de la Sagrada Escritura las que hieren el alma, anidan en su interior y resuenan dulcemente, quizá incluso para acompañarle a uno a lo largo de la vida. Así le sucedió por ejemplo a Santa Teresa de Calcuta con una de las palabras de Jesús en la Cruz: «Tengo sed» (Jn 19,28); o a san Francisco Javier, para quien fue decisiva esta pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?» (Mt 16,26).
Pero quizá lo más característico de esa inquietud de corazón es que toma la forma de lo que podríamos llamar una simpatía antipática. Con palabras de san Pablo VI, la llamada de Dios se presenta como «una voz inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y a la vez amorosa»[6]. La llamada nos atrae a la vez que nos produce rechazo; nos impulsa a abandonarnos en el amor, a la vez que nos asusta el riesgo de la libertad: «Nos resistimos a decir que sí al Señor, se quiere y no se quiere»[7].
Nicodemo acude a Jesús empujado por su inquietud. La figura amable del Señor ya está presente en su corazón: ya ha empezado a amarle, pero necesita encontrarse con Él. En el diálogo que sigue, el Maestro le descubre nuevos horizontes: «en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios», y le invita a una vida nueva, a un nuevo comienzo; a nacer «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). Nicodemo no comprende, y pregunta con sencillez: ¿y eso cómo puede ser? (cfr. Jn 3,9). En ese encuentro cara a cara con Jesús, poco a poco, irá cobrando forma una respuesta acerca de quién es él para Jesús, y quien debería ser Jesús para él.
Para que la inquietud de corazón adquiera un significado relevante en el discernimiento de la propia vocación, debe ser leída, valorada e interpretada en la oración, en el diálogo con Dios: «¿Por qué sucede esto ahora, Señor? ¿Qué me quieres decir? ¿Para qué estos anhelos e inclinaciones en mi corazón? ¿Por qué esto me inquieta a mí y no a quienes me rodean? ¿Por qué me amas tanto? ¿Cómo hacer el mejor uso de estos dones que me has dado?». Solo con esta disposición habitual de oración se vislumbra el cuidado amoroso de Dios −su Providencia− en los sucesos de nuestra vida, en las personas que hemos ido encontrando, incluso en el modo en que se ha ido moldeando nuestro carácter, con sus gustos y aptitudes. Es como si Dios, a lo largo del camino, nos hubiera ido poniendo unos puntos que, solo ahora, al unirlos en la oración, van cobrando la forma de un dibujo reconocible.
Benedicto XVI lo explicaba así: «El secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la oración que crece justamente en el silencio interior, en la capacidad de escuchar que Dios está cerca. Y esto es verdad tanto antes de la elección, o sea, en el momento de decidir y partir, como después, si se quiere perseverar y ser fiel en el camino»[8]. Por eso, para quien se pregunte por su vocación, lo primero y fundamental es acercarse a Jesús en la oración, y aprender a mirar con sus ojos la propia vida. Le pasará quizá como a aquel ciego a quien Jesús unta con saliva en los ojos: al principio ve borroso; los hombres le parecen como árboles andantes. Pero deja que el Señor insista aún, y acaba viendo ya todo con claridad (cfr. Mc 8,22-25).
Dos años más tarde de aquel encuentro nocturno con Jesús tendrá lugar un acontecimiento que obligará a Nicodemo a tomar una posición definida, y a darse a conocer abiertamente como discípulo del Señor. Instigado por los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, Pilato crucifica a Jesús de Nazaret. José de Arimatea consigue el permiso para retirar su cuerpo y sepultarlo. Y escribe san Juan: «Nicodemo, el que había ido antes a Jesús de noche, fue también» (Jn 19,39). La Cruz del Señor, el abandono de sus discípulos, y quizás el ejemplo de fidelidad de José de Arimatea, interpelan personalmente a Nicodemo y le obligan a tomar una decisión: «Otros hacen esto; yo ¿qué voy a hacer con Jesús?».
Un detonante es una pequeña cantidad de explosivo, más sensible y menos potente, que se inicia por medio de una mecha o una chispa eléctrica, y hace estallar así la masa principal de explosivo, menos sensible, pero más potente. En el proceso de búsqueda de la propia vocación es frecuente que exista un acontecimiento que, como un detonante, actúe sobre todas las inquietudes del corazón, y les haga cobrar un sentido preciso, señalando un camino e impulsando a seguirlo. Este acontecimiento puede ser de muy diverso tipo, y su carga emocional puede tener mayor o menor entidad. Lo importante, igual que sucede con la inquietud de corazón, es que sea leído e interpretado en la oración.
El detonante puede ser una moción divina en el alma, o el encuentro inesperado con lo sobrenatural, como lo que sucedió al Papa Francisco cuando rondaba los 17 años. Era un día de septiembre, y se preparaba para salir a festejar con sus compañeros. Pero decidió pasar antes un momento por su parroquia. Cuando llegó, se encontró con un sacerdote que no conocía; le impresionó su recogimiento, por lo que decidió confesarse con él. «En esa confesión me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con la guardia baja», evocaba a la vuelta de medio siglo. Y lo interpretaba así: «Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaban esperando. Desde ese momento, para mí Dios es el que te primerea. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero»[9].
Otras veces, el detonante será el ejemplo de entrega de un amigo cercano: «mi amigo se ha entregado a Dios, ¿y yo qué?»; o su invitación amable a acompañarle en un camino concreto: aquel «ven y verás» (Jn 1,46) de Felipe a Natanael. Incluso podría ser un suceso aparentemente trivial pero cargado de significación para quien ya tiene la inquietud en el corazón. Dios sabe cómo servirse de hasta muy pequeñas cosas para removernos el alma. Así le sucedió a san Josemaría cuando, en medio de la nieve, le salió al encuentro el Amor de Dios.
Con frecuencia, sin embargo, más que de una detonación se trata de una decantación, que se produce sencillamente en la maduración paulatina de la fe y el amor, a través de la oración. Poco a poco, casi sin darse uno cuenta, con la luz de Dios, se alcanza una certeza moral acerca de la vocación personal, y se toma esa decisión, con el impulso de la gracia. El beato John Henry Newman describía magistralmente este proceso, rememorando su conversión: «La certeza es instantánea, se da en un momento concreto; la duda, en cambio, es un proceso. Yo, todavía, no andaba cerca de la certeza. La certeza es una acción refleja: es saber que uno sabe. Y eso es algo que no tuve hasta poco antes de mi conversión. Pero (...) ¿quién puede decir el momento exacto en que la idea que uno tiene, como los platillos de la balanza, empieza a cambiar, y lo que era mayor probabilidad a favor de un lado empieza a ser duda?»[10]. Este proceso por decantación, en el que se llega a madurar una decisión de entrega poco a poco y sin sobresaltos, es en realidad de ordinario mucho más seguro que el provocado por el fulgurante relámpago de una señal externa, que fácilmente puede deslumbrarnos y confundirnos.
En cualquier caso, al darse ese punto de inflexión no solo se clarifica nuestra mirada: también nuestra voluntad se ve movida a abrazar ese camino. Por eso, San Josemaría pudo escribir: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso»[11]. La llamada es luz e impulso. Luz en nuestra inteligencia, iluminada por la fe, para leer nuestra vida; impulso en nuestro corazón, encendido en amor de Dios, para desear seguir la invitación del Señor, aunque sea con aquella simpatía antipática propia de las cosas de Dios. Por eso, conviene que cada uno pida «no solo luz para ver su camino, sino también fuerza para querer unirse a la voluntad divina»[12].
No sabemos si Nicodemo consultó a otros discípulos, antes o después de ir a ver a Jesús. Quizá fuera el propio José de Arimatea quien le animara a seguir abiertamente a Jesús, sin miedo a los demás fariseos. De este modo, le habría llevado hacia su encuentro definitivo con Jesús. Precisamente en eso consiste el acompañamiento o dirección espiritual: en poder contar con el consejo de alguien que camina con nosotros; alguien que procura vivir en sintonía con Dios, que nos conoce y nos quiere bien.
Es verdad que la llamada siempre es algo entre Dios y yo. Nadie puede ver la vocación por mí. Nadie puede decidirse por mí. Dios se dirige a mí, me invita a mí, y me da la libertad de responder, y su gracia para hacerlo… a mí. Sin embargo, en este proceso de discernimiento y decisión es una gran ayuda contar con un guía experto; entre otras cosas, para confirmar que poseo las aptitudes objetivas necesarias de cara a emprender ese camino, y para asegurar la rectitud de mi intención al tomar la decisión de entrega a Dios. Por otra parte, como dice el Catecismo, un buen director espiritual puede convertirse en un maestro de oración[13]: alguien que nos ayuda a leer, madurar e interpretar las inquietudes del corazón, las inclinaciones y los acontecimientos en nuestra oración. También en este sentido, su labor ayudará a clarificar la propia llamada. Se trata, en fin, de alguien que quizá podrá decirnos un día, como san Juan a san Pedro, al divisar a lo lejos a aquel hombre que les hablaba desde la orilla: «Es el Señor» (Jn 21,7).
En todo caso, el discernimiento es en buena medida un camino personal; y así es también la decisión última. El mismo Dios nos deja libres. Incluso tras el detonante. Por eso, pasado el instante inicial, es fácil que vuelvan a surgir las dudas. Dios no deja de acompañarnos, pero se queda a cierta distancia. Es cierto que Él lo ha hecho todo, y lo seguirá haciendo, pero ahora quiere que demos el último paso con plena libertad, con la libertad del amor. No quiere esclavos, quiere hijos. Y por eso, ocupa un lugar discreto, sin imponerse a la conciencia, casi podríamos decir de «observador». Nos contempla y espera paciente y humildemente nuestra decisión.
* * *
«Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1,31-32). En el instante de silencio que siguió al anuncio del Arcángel San Gabriel, el mundo entero parecía contener la respiración. El mensaje divino había sido entregado. La voz de Dios se había dejado oír durante años en el corazón de la Virgen. Pero ahora, Dios callaba. Y esperaba. Todo dependía de la libre respuesta de aquella doncella de Nazaret. «Dijo entonces María: —He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Años más tarde, al pie de la Cruz, santa María recibiría de las manos de Nicodemo el cuerpo muerto de su Hijo. Qué impresión dejaría en este discípulo recién llegado ver cómo, en medio de ese dolor inmenso, la Madre de Jesús aceptaba y amaba una vez más los caminos de Dios: «Hágase en mí según tu palabra». ¿Cómo no darlo todo por un amor tan grande?
José Brage
Fuente: opusdei.org.
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[1] San Josemaría, Carta 6.V.1945, n. 42.
[2] Ibidem.
[3] J. Ratzinger, La sal de la tierra, Palabra, Madrid 1997, p. 36.
[4] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, Crónica, 1974, vol. I, p. 529.
[5] En diálogo con el Señor, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2017, p. 199.
[6] San Pablo VI, Homilía, 14-X-1968.
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, Crónica, 1972, p. 460.
[8] Benedicto XVI, Encuentro con los jóvenes en Sulmona, 4-VII-2010.
[9] S. Rubin y F. Ambrogetti, El Papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio, Ediciones B, Barcelona, 2013, p. 48.
[10] Beato J.H. Newman, Apología pro vita sua, Ciudadela, Madrid 2010, p. 215.
[11] Carta 9-I-1932, citado en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, p. 148.
[12] F. Ocáriz, «Luz para ver, fuerza para querer», ABC, 18-IX-2018. Disponible aquí.
[13] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2690.
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