Antonio Machado: la palabra en el tiempo del corazón
“Cuando nos vimos, no hicimos sino recordarnos”
(Carta a Guiomar)
“Las palabras antes que comunicar, recuerdan”
(Nicolás Gómez Dávila)
El 22 de febrero de 1939 –se cumplen ahora ochenta años−, en el casi fronterizo pueblecito de Colliure, Antonio Machado cesó de caminar. En realidad no hizo otra cosa sino eso, en su vida y con sus versos. “He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas…”. El poeta del camino, recorría en aquellos días el último de ellos: el del exilio. Cuando ya sí lograron estar, completamente solos, “su corazón y el mar”, le salió al encuentro Aquel que le enseñó a hacer estelas entre las olas. Ahí y al fin se encontraron Dios y él, tras una larga vida de nostalgia y búsqueda del Absoluto. Fue en una tarde muerta, triste y soñolienta; una de esas tardes que siempre le obsesionaron. En su gabán encontraron un papel arrugado y maltrecho donde estaban escritas unas palabras; su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Recuerdos. “Mi infancia son recuerdos… mi historia algunos hechos que recordar no quiero”. Pues “al final no pensamos ni recordamos nada que no sea el principio. La memoria es así”.
Toda la poesía de Machado puede calificarse como memoriosa, un recordar, un sentir el sentir, verdadera y única sabiduría. Esa sabiduría popular que Machado tan bien conocía por el amor al folklore que heredaron, él y su hermano Manuel, de su padre Antonio y de su tío Agustín. Una memoria que procede del corazón, pues la verdadera memoria es cordial y genera nostalgia. Desde sus Soledades, galerías y otros poemas, ya no abandonará ese suave romanticismo y melancolía espiritual. Recuerdos de Soria, Baeza, Segovia… de España… de Leonor y Guiomar. Cariño sincero, melancolía, tristeza, recuerdo… son los componentes más frecuentes en sus poemas, aunque varíe el objeto a quien dirija esos sentimientos. “Amor-olvido-recuerdo-amor”; ahí está todo. No es su propuesta simplemente un vivir recordando, como si les faltara a sus versos vitalismo. Y mucho menos vivir de recuerdos, como si su poesía fuera mera melancolía. Machado nos viene a decir con sus poemas que recordar es vivir. Que sólo se vive lo que se siente sentir, lo que vuelve al corazón.
Para comprender la poesía de Machado antes hay que conocer su vena filosófica, que le marcó toda su vida, especialmente desde su estancia en Baeza. “Hay hombres que van de la poética a la filosofía; otros que van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro, en esto, como en todo” (Juan de Mairena). Machado es, cada vez más, un metafísico. “Los grandes poetas son metafísicos fracasados… los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas”, afirmará. Y como poeta que cree en la realidad, Machado se plantea dos grandes cuestiones: cómo alcanzar la inefable realidad, esto es, cómo describir el encuentro que tiene lugar entre la conciencia y el ser; y en segundo lugar el también permanente problema del devenir, del movimiento y lo que permanece. Las dos grandes cuestiones que se ha planteado la filosofía del conocimiento y la metafísica de todos los tiempos.
Sobre el contacto con la realidad, Machado entiende que la actitud poética, lejos de ser un ego de sueños e irrealidades con que saciar la sed escapista del corazón humano, es en realidad un ámbito perfecto para la búsqueda y el encuentro entre la persona y el mundo: “La filosofía, vista desde la razón ingenua, es, como decía Hegel, el mundo al revés. La poesía, en cambio −añadía mi maestro Abel Martín− es el reverso de la filosofía: el mundo visto, al fin, del derecho” (Juan de Mairena). El elemento poético es el lugar donde se encuentran y relacionan las ideas y el corazón: “Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo.” (prólogo de Soledades). Respecto al problema más metafísico del cambio y lo permanente, Machado se sirve de su definición de la poesía como “palabra en el tiempo”. Pero de nuevo se trata del tiempo del corazón, pues es en el corazón donde la palabra encuentra su contexto adecuado para expresar la realidad: permanece y pasa, solucionando aquel difícil dilema filosófico de la convivencia de lo heraclitiano y lo parmenideo.
Para solucionar ambos problemas Machado acude pues al corazón. Se encuentra formando parte autorizada de esa corriente filosófica que arranca en Platón, eclosiona con san Agustín, y desde entonces resurge en épocas y autores de todos los tiempos. También escritores como él. Por eso prefirió siempre a Manrique, Bécquer o Shakespeare… y a algunos contemporáneos como Villaespesa, Juan Ramón o Valle Inclán. Y de ahí también su aversión al barroco, y a aquellas tendencias poéticas que siempre le parecieron corrientes espúreas de la auténtica poesía: el conceptualismo, el simbolismo y el esteticismo poéticos.
La sabiduría de Machado reside en su corazón y brota en animado contacto con la realidad. Quizá sea este el motivo por el que en poesía son necesarios multitud de recursos estilísticos cuyo objetivo es disolver las premisas de la razón para conectar de este modo con el flujo de la intuición que surge del corazón. Ahí es donde encontramos el origen último de esa rica y clara simbología de Machado: la fuente, el mar, la tarde, el río, el camino… Sirviéndose de la acumulación de imágenes variadas, Machado es un maestro (¡cuánto le gusta ese término!) de esa sabiduría que enseña el mundo interior, los universales del sentimiento (inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza…). Lo que denominara Bergson −el filósofo que más influyó sin duda en Machado− “estados del alma”: “Sólo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás” (Bergson). Algo muy semejante a esas razones del corazón de las que ya hablara Pascal, que hacen que la vida dependa de la posibilidad o no de recordar, de que las cosas vuelvan al corazón: “En el corazón tenía la espina de una pasión… ¡aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada!”.
Desde ese horizonte de comprensión de su poesía, el objetivo de Machado será conseguir un lenguaje elástico que penetre en la conciencia, para experimentar en la corriente poética de las imágenes, los sonidos y los conceptos vitales, la misma corriente de la vida. La poesía ha de ser “yunque de constante actividad espiritual”, no “taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos brillantes, lírica y no lógica, dentro del tiempo y fuera de lo espacial, heredera del pretérito imperfecto del que brotó el romance en Castilla, formando parte de la corriente de la emoción vital”.
Las coordenadas para lograr expresar ese lenguaje del corazón las encontrará providencialmente en Bergson. La intuición bergsoniana y su concepción del tiempo como duración ofrecen una cobertura adecuada para el desenvolvimiento del acto poético que no pretende una observación analítica del ser y su tiempo, sino que aspira a revivirlo, a recordarlo, pero con la novedad de la existencia humana, plena de razón y cordialidad. Respecto a la intuición, Machado busca constantemente un lenguaje cordial que no sea esclavo de los conceptos ni de la función dialéctica de la razón, porque tiene una clara vocación de realidad. Pero como el contacto con la realidad es inefable es necesario ver, intuir, para revivir en la conciencia de los lectores la intuición original. Y respecto al tiempo, Machado comprende que es necesario salirse del tiempo cronológico que aleja −más que acerca− de la verdadera realidad. Algo que Machado ya encuentra de manera ejemplar en la poesía de Bécquer (“Alguien ha dicho con indudable acierto: “Becquer, un acordeón tocado por un ángel”. Conforme: el ángel de la verdadera poesía” −Juan de Mairena−). En efecto, Machado logra en sus poemas eternizar el tiempo, manteniendo a la vez la expresión del fluir temporal.
Con esas armas Machado afronta el reto de expresar la vida por medio del lenguaje. Y así, en todos sus poemas no hace sino buscar “el poema fundamental nuestro que no está ni en la historia, ni en la tradición, sino en la vida. He aquí los términos esenciales en que yo veo planteado el problema poético” (carta Ortega). Se trata por tanto, en el fondo, de un problema antropológico y −a última hora− teológico.
Machado define el acto poético como un “diálogo del hombre con el tiempo”, un diálogo cordial, que quiere lograr expresar en palabras. Y escribe al hombre, del hombre y con la convicción de que “en el corazón de cada hombre canta la humanidad entera”, pues “existe una realidad espiritual, trascendente a las almas individuales, en la cual éstas pudieran comulgar”. Toda su poesía es un corolario del memento homo: “Pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento”. Ese camino personalista que Machado pretende andar está determinado por la necesidad de la compañía de otro: “Poned atención: un corazón solitario no es un corazón”.
Su obsesión constante es superar el solipsismo, por medio de la experiencia poética. Cada individuo necesita salir al encuentro del ser y de los otros. En este terreno también, y aunque se note tanto la influencia de Sócrates en su pensamiento, Machado es profundamente cristiano. En el icono de Cristo (“el verdadero transmutador de los valores”, como le escribe a Unamuno) se abren las puertas de la cordialidad humana, la razón cede el testigo al corazón, lo razonable se transmuta en lo amable. El diálogo de Cristo, a diferencia del de Sócrates, va de corazón a corazón. En Cristo se da la apertura total donde lo otro ya no es solamente objeto de conocimiento, sino, sobre todo, de amor.
La escena que tuvo lugar en el camino que va de Jerusalén a Emaús, en la tarde del primer domingo de la historia, sirve para comprender la teología implícita de Machado. Entre Cleofás y Jesús, sus poemas recorren el camino de ida con melancolía hasta que llegue el momento deseado de despertar de ese letargo en el que le ha sumergido la vida, pues “si es bueno vivir, todavía es mejor soñar. Y lo mejor de todo: despertar” (Proverbios y cantares). Colliure será su Emaús definitivo. Pero ya antes, todos sus versos están escritos, casi sin darse cuenta, con ese corazón ardiente que Jesús –compañero de viaje, su complementario− le había ayudado a recordar siempre. Tanta felicidad escondida en una realidad que resulta, al mismo tiempo, tan anodina. “La gran nostalgia de lo Otro que padece lo uno”, y que tiene su reflejo en todos los aspectos de lo real, resonaba constantemente en su “corazón sonoro”, hasta el momento mismo de su muerte. Y sigue resonando −recordando− en tantos corazones ocho décadas después.
En la poesía de Machado Dios no es un tema, sino una presencia interior que le capacita para un diálogo amoroso con Él (“En el interior del alma se halla Dios, se escucha su voz como si no hubiera en el mundo más que Él y nosotros”). Machado siempre dialogó con la Palabra encarnada –Jesús− que le recuerda una y otra vez quién es él, cuál es su camino: “El corazón del hombre, nos dice el Cristo, con su ansia de inmortalidad, con su anhelo de perfección moral, con su sed de amor nunca saciada, tiene ante sí también un camino infinito, hacia la suprema, inasequible perfección del Padre. Y esta ansia, esta sed que tú, hombre, descubres con solo mirar a tu propio corazón, es la de todos los hombres” (Los complementarios)
Es significativo que en ese mismo papel que se encontró en el gabán de Machado al morir, junto a su último verso también escribiera estas otras: “ser o no ser”. Si el texto del Hamlet dejaba planteado el dilema existencial último de todo ser humano (“Vivir, morir. Morir… tal vez soñar”), Machado supo resolverlo con su poética del recuerdo: “esos días azules y ese sol de la infancia”. Y si es cierto que el sueño fue uno de los símbolos que más empleó en sus poemas, Machado no se quedó ahí sino que fue más allá del propio Shakespeare hasta intuir el hondón del alma y expresarlo con su palabra en el tiempo del corazón: “Vivir, morir… soñar… tal vez recordar”.
Antonio Schlatter Navarro
Fuente: Revista Acontecimiento nº 129 (febrero 2019)
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