Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú. Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú. Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, hazlo tú. Sé tú el que aparta la piedra del camino (Gabriela Mistral)
«Quiero deciros algo del cónclave −explicaba Benedicto XVI a un grupo de peregrinos alemanes, poco tiempo después de ser Papa−, sin violar el secreto. Nunca pensé en ser elegido Papa, ni hice nada para que así fuese. Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la ‘guillotina’ caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes. Pero me impactó mucho una breve nota que me escribió un hermano del Colegio Cardenalicio. Me recordaba que durante la Misa por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret: ¡Sígueme! Yo había explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a decir: Sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera. Ese hermano cardenal me escribía en su nota: “Si el Señor te dijera ahora ‘sígueme’, acuérdate de lo que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que ha vuelto a la casa del Padre”. Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para cosas grandes, para el bien. Así, al final, no me quedó otra opción que decir que sí. Confío en el Señor, y confío en vosotros, queridos amigos. Como os dije ayer, un cristiano jamás está solo».
No era esto algo nuevo en la vida de Joseph Ratzinger. Un día de 1977 recibió una visita del nuncio Del Mestri. «Charló conmigo de lo divino y de lo humano y, finalmente, me puso entre las manos una carta que debía leer en casa y pensar sobre ella. La carta contenía mi nombramiento como arzobispo de Munich y Frisinga. Fue para mí una decisión inmensamente difícil. Se me había autorizado a consultar a mi confesor. Hablé con el profesor Auer, que conocía con mucho realismo mis límites tanto teológicos como humanos. Esperaba que él me disuadiese. Pero, con gran sorpresa mía, me dijo sin pensarlo mucho: “Debe aceptar”. Así, después de haber expuesto otra vez mis dudas al Nuncio, escribí, ante su atenta mirada, en el papel de carta del hotel donde se alojaba, la declaración donde expresaba mi consentimiento».
Joseph Ratzinger había elegido una vida de hombre de estudio, pero Dios le llevaba por otros caminos, pues después de este cambio de planes vino otro, en 1981, cuando fue llamado a Roma por Juan Pablo II para presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe. Podía haberse negado, o haberse rebelado contra las tareas que llevaba sobre las espaldas y que le impedían la gran labor que sentía como su vocación más profunda.
La vocación no se elige, sino que sobre todo se encuentra. Y, después, se acoge o no se acoge, se responde a ella con más o menos generosidad. Es una iniciativa de Dios, no nuestra. Es algo divino, no humano. La vocación de cada hombre forma parte del plan de la Providencia, que se manifiesta en un designio concreto sobre cada vida. Joseph Ratzinger podría haberse quedado encastillado en la idea de que todo eso que le proponían no era su camino, o que no se le había ocurrido a él, o que no respondía a sus deseos de toda su vida. Aquello no le resultaba atractivo, pues él prefería entregarse a su pasión por la tarea docente, a su cátedra de teología. Pero Dios le ha premiado con una cátedra mucho mejor, la cátedra de San Pedro, desde la que ahora desarrolla su pasión por la docencia enseñando a toda la humanidad.
Donde te quiera Dios. El dónde y el cómo son algo que corresponde a cada uno descubrir. Así lo explicaba Juan Pablo II: «Quizá seréis llamados para servir como un marido o una esposa, un padre, una persona soltera, un religioso o un sacerdote. Pero en cualquier caso se trata de una llamada a una conversión personal, una llamada a abrir vuestros corazones al mensaje de Cristo».
«Convertirse −escribió Benedicto XVI− es poner en tela de juicio el modo propio de vivir y el modo común de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar ya simplemente con las opiniones corrientes (…), dejar de vivir como viven todos; dejar de actuar como actúan todos; dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos o malos por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien aunque sea incómodo; no estar pendientes de juicio de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva».
Al menos es posible. Por eso hay que discernir cuál es nuestro camino, y tomar una decisión en la presencia de Dios. Todos tenemos que buscar, con la máxima rectitud posible, y para ello quizá tendremos que tantear un poco.
Si el miedo a equivocarse es excesivo, paraliza y resulta contraproducente. Es bastante normal que las decisiones importantes de la vida necesiten de un cierto tanteo. Para eso está el noviazgo, por ejemplo. Lo que no podemos es quedarnos sentados esperando a que llegue una certeza absoluta y total.
También los santos más renombrados de la historia de la Iglesia tuvieron que buscar, y algunos se equivocaron al principio. Por ejemplo, Santo Tomás Moro probó en la Cartuja, donde estuvo viviendo cuatro años, hasta que comprendió que no era ese su camino. Pensó después en ser franciscano en el convento de Greenwich, pero tampoco parecía ser el lugar que Dios quería para él. Al final, comprendió que Dios le pedía que buscara la santidad en medio del mundo. No encerrándose en una celda en la cartuja, ni siguiendo el camino franciscano, sino en el matrimonio y en su trabajo como abogado, parlamentario y juez. Llegó a ser Lord Canciller de Inglaterra, y dio un ejemplo de rectitud heroica que siempre servirá de referencia para quienes se dediquen a esas tareas. También hemos visto cómo Santa Juana de Lestonnac estuvo un tiempo en un monasterio cisterciense antes de descubrir con claridad lo que Dios quería de ella. Y San Camilo de Lelis pensó en ser capuchino antes de comprender que su camino era fundar una nueva congregación dedicada a la atención de enfermos. Y así muchos otros.
Entregarse a Dios puede suponer “marcharse” a otro país, como sucede, por ejemplo, a muchos misioneros. Esto lo pide Dios a unos pocos, pero lo que pide a todos es “marcharse” de uno mismo, abandonar la propia comodidad, el egoísmo que paraliza y ciega. Lo decisivo ocurre dentro del alma. No siempre hay un cambio externo. Dios tiene muchos caminos y la Iglesia tiene necesidad de todos. Cada uno debe buscar el suyo.
Hay que estar dispuesto a entregarse a Dios en el camino que Él nos pida. Y esto no es solo para la primera decisión respecto a la vocación, sino una disposición que hay que mantener siempre.
Te respondo con otras palabras de Benedicto XVI, esta vez dirigidas a los jóvenes, en Colonia, en el año 2005: «¿Dónde encuentro los criterios para decidir? ¿De quién puedo fiarme; a quién confiarme? ¿Dónde está aquél que puede darme la respuesta satisfactoria a los anhelos del corazón? Cuando se perfila en el horizonte de la existencia una respuesta como ésta, hay que saber tomar las decisiones necesarias. Es como alguien que se encuentra en una bifurcación: ¿Qué camino tomar? ¿El que sugieren las pasiones o el que indica la estrella que brilla en la conciencia? Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret. Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, absolutamente nada, de lo que hace la vida libre, bella y grande. Solo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera».
Lo importante es mantener el rumbo hacia Dios, aunque todavía no veamos la orilla. Debemos seguir navegando en la dirección que consideramos más adecuada, con el viento a favor o en contra, es igual.
Lo importante es la decisión de darle a Dios lo que nos pida. Cuando se ha hecho eso, muchas veces hay que buscar el camino. Pero no es un tiempo de espera para entregarse, sino de dilucidar cuál es el camino.
Para encontrarlo, tenemos que mantener la mirada al Señor, estar atentos a esas estrellas que nos guían cuando el cielo está claro y aguzamos la vista y procuramos interpretar su posición. Mientras esperamos la luz más clara de la vocación, Dios nos va preparando con intuiciones, más o menos veladas, con impresiones, con incertidumbres y desasosiegos, que quizá sean misteriosos mensajeros de los designios de Dios para nosotros, hasta que un día aparece con más nitidez esa llamada.
Quizá nos ayude considerar la actitud de la Virgen, y dirigirnos a ella en busca de consejo y ayuda, porque comprende todo lo que nos pasa. Como ha escrito Benedicto XVI, «María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: “Ten la valentía de ser audaz con Dios. Prueba. No tengas miedo de Él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás”».
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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