El papa exhorta a una conversión del corazón por la que crezca la compasión, la justicia, la prevención y la reparación por unas heridas que “nunca prescriben”
Alec Guinness fue un actor de cine, protagonista de numerosas y espléndidas películas del siglo XX. Quizá, el papel más conocido, para los jóvenes, sea el que realiza en la primera entrega de La guerra de las galaxias, interpretando a Obi-Wan Kenobi. En sus memorias, Guinness cuenta una anécdota que le sucedió en Francia, cuando rodaba interpretando al padre Brown: un conjunto de novelas policiacas, que escribió Chesterton, en las que el detective casual es un perspicaz sacerdote católico que resuelve los casos de crímenes apelando al sentido común. Un día, al finalizar el rodaje, se marchó paseando al hotel. Lo relata él mismo:
Vestido con mi negra sotana, subí por el serpenteante y polvoriento camino hacia el pueblecito. En la plaza, los niños chillaban en medio de infantiles batallas, con palos por espadas y tapas de cubo de basura por escudos. No había caminado mucho cuando escuché unos pasos apresurados y una voz aguda que me llamaba “Mon Pere!” [¡Padre!]. Un chico de siete u ocho años me tomó de la mano y la apretó fuertemente, balanceándola mientras mantenía un parloteo incesante Aunque yo era un absoluto desconocido, el chico me tomó por un cura y, consecuentemente, por alguien digno de la mayor confianza. De repente con un “Bonsoir, mon Pere!” [Buenas tardes, Padre!] y una deslavazada reverencia, despareció por el agujero de un seto. El chico había disfrutado de un alegre y tranquilizador paseo a casa, y a mí me dejó con un extraño sentimiento de euforia. Mientras seguía caminando, se me antojaba que una Iglesia que podía inspirar tal confianza en un niño, haciendo de sus sacerdotes −incluso cuando eran unos desconocidos− tan sencillamente accesibles, no podía ser una institución tan intrigante y aterradora como solía ser descrita. Aquel día empecé a sacudirme de encima mis anquilosados prejuicios, tan largamente aprendidos.
Un cierto tiempo después abrazó la fe católica.
Hoy, los católicos nos sentimos perplejos, turbados y abochornados. La Santa Sede, una vez publicado el informe de Pensilvania sobre casos de pedofilia, por boca de su portavoz, Greg Burke, califica los hechos como horribles crímenes que se pueden definir con dos palabras: vergüenza y dolor. Y que las víctimas deben saber que el papa está de su parte. Bien es verdad que, como recoge el propio informe, esta situación se dio hasta el año 2000 y, desde entonces, apenas ha habido incidencias.
El portavoz emplea una palabra que me ha llamado la atención: «accountability» (responsabilidad), tanto por los abusadores como por parte de aquellos que permitieron que se produjeran esos hechos nefandos, teniendo el deber de velar (epískopos, en griego, significa vigilar): hay una corresponsabilidad. Esta palabra no tiene correlato en castellano. Se podría traducir como rendición de cuentas, obligación de hacer cada día mejor las cosas, compromiso, responsabilidad proactiva, etcétera: en definitiva, asumir la propia responsabilidad, sin echar las culpas a los demás, al ambiente...
Hay que ahondar en la raíz de un comportamiento tan profundamente anticristiano, depravado, dramáticamente incoherente y sacrílego, que el mismo Cristo condena con una dureza inaudita: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo hundieran en el fondo del mar» (Mateo, 18,6).
El papa Francisco ha dirigido una carta a los católicos sobre esta cuestión. Anima a una solidaridad de fondo con el sufrimiento de las víctimas; y exhorta a la oración y al ayuno: penitencia de todos los católicos para suplicar de Dios y de las víctimas el perdón; y despertar nuestros oídos ante el dolor injustamente silenciado. Una conversión del corazón por la que crezca la compasión, la justicia, la prevención y la reparación por estas heridas que «nunca prescriben».