Las decisiones, para ser humanas, no deben reducirse a lo técnico: han de incorporar criterios éticos básicos, para no deshumanizar el trabajo, el cultivo de la naturaleza en sus múltiples facetas
La Santa Sede acaba de publicar un elenco de criterios para discernir éticamente las cuestiones planteadas por la economía y las finanzas de nuestro tiempo. En unas veinte apretadas páginas, llama a las cosas por su nombre, y por eso usa profusamente términos ingleses, aunque el documento se titule en latín Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Es fruto de la colaboración entre la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral.
Este último departamento vaticano, creado en 2016, refunde organismos precedentes, con el objetivo de contribuir al bien común y al bienestar de la humanidad. Sin perjuicio de su apertura a las diversas inspiraciones, también no católicas, actúa a la luz del Evangelio. Esta orientación se reafirma de modo especial en este documento, también por la intervención de Doctrina de la Fe. Enlaza, en definitiva, con el criterio de Juan Pablo II, que residenció la doctrina social de la Iglesia en el marco de la teología moral.
En el centro, como es sabido, la persona humana, con la dignidad radical derivada de su creación a imagen y semejanza de Dios, de acuerdo con el relato del Génesis. La libertad en el diseño y elección de soluciones prácticas refleja la legítima autonomía del orden temporal, consagrada por la constitución Gaudio et Spes del Concilio Vaticano II. Pero requiere el debido discernimiento ético. La gran aportación de la modernidad es quizá el énfasis en la libertad, con el riesgo de manifestaciones excesivamente teñidas de individualismo: se oscurece la búsqueda del bien común y se exalta el crecimiento económico en detrimento de un desarrollo auténtico, integral.
Desde su clásico origen familiar, la economía enseña a administrar los recursos disponibles, siempre escasos. Las decisiones, para ser humanas, no deben reducirse a lo técnico: han de incorporar criterios éticos básicos, para no deshumanizar el trabajo, el cultivo de la naturaleza en sus múltiples facetas. Y siempre con espíritu positivo, porque, como recuerda el documento −aunque no deja de señalar inmoralidades palmarias−, “el bienestar económico global ha aumentado en la segunda mitad del siglo XX, en medida y rapidez nunca antes experimentadas” (n. 5).
La conducta del católico, aun con la mirada última en el cielo, no se desentiende de las realidades humanas, también porque la vida ordinaria es uno de los cauces de la santidad, a la que el papa Francisco dedicó su última exhortación apostólica. Al cabo, santidad es plenitud de vida cristiana, imitación radical de Cristo, que vino a servir, no a ser servido. Los actos humanos, con mayor motivo en una sociedad cada vez más compleja, requieren discernimiento ético para alcanzar la máxima perfección posible. No hay doble verdad, ni tampoco doble vida.
De otra parte, si la lucha para curar las enfermedades contribuye al mejoramiento de la salud global, también las crisis económicas y financieras reflejan dolencias que, una vez superadas, invitan a buscar remedios que las eviten en el futuro (el documento lamenta que no se acabe de aprender la lección): la revisión de paradigmas financieros, la prudente regulación del mercado sin abandonarse a la mano invisible de los liberales clásicos, la aplicación de enfoques que eviten la destrucción del medio ambiente, el respeto a los más desfavorecidos frente a la cultura del descarte.
Los dicasterios romanos, más allá de teorías o escuelas, descienden a concreciones prácticas: así cuando apuestan por la responsabilidad social de la empresa (n. 23), o animan a “emprender una reflexión ética sobre ciertos aspectos de la intermediación financiera, cuyo funcionamiento, habiéndose desvinculado de fundamentos antropológicos y morales apropiados, no sólo ha producido abusos e injusticias evidentes, sino que se ha demostrado también capaz de crear crisis sistémicas en todo el mundo” (n. 6): en la tercera parte del documento figuran interesantes valoraciones éticas del extendido fenómeno de las operaciones offshore, o del incremento de la deuda pública.
“Debe buscarse siempre el beneficio, pero nunca a toda costa, ni como referencia única de la acción económica” (n. 11). Si todo se hace depender del “beneficio”, el más fuerte se impone y hace imposible el bien común, con aumento de conflictos y desigualdades. Con frecuencia, esta visión “consecuencialista” indica la necesidad del cambio, de una metanoia no sólo personal, sino colectiva. De modo particular, cuando se observan las disfuncionalidades y abusos de asimetrías en los mercados financieros. La condición humana no puede reducirse a lógicas economicistas o de consumo.
Como afirmó Mons. Luis Francisco Ladaria al presentar el trabajo, “una visión antropológica sólida, con sus implicaciones éticas, no sólo es necesaria para una vida digna del hombre, sino que también contribuye a la eficiencia de los mercados”. En síntesis, “la racionalidad humana busca constantemente en la verdad y en la justicia un fundamento sólido sobre el cual apoyar su propio obrar, bien sabiendo que sin él perdería su propia orientación” (n. 3 del documento).
La complejidad del mundo actual hace más “urgente una alianza renovada entre los agentes económicos y políticos en la promoción de todo aquello que es necesario para el completo desarrollo de cada persona humana y de toda la sociedad, conjugando al mismo tiempo las exigencias de la solidaridad y la subsidiariedad (n.12). Esos principios se reflejan especialmente en las puntualizaciones sobre el contexto actual que ofrece el documento, y que vale la pena leer y meditar.
Concluye con un elogio de la sociedad civil y de las asociaciones que fomentan la responsabilidad social, porque “hoy más que nunca, todos estamos llamados a vigilar como centinelas de la vida buena y a hacernos intérpretes de un nuevo protagonismo social, basando nuestra acción en la búsqueda del bien común” (n. 34).