Una enigmática frase puede ayudar a descifrar el misterio de la relación entre amor y libertad, pues el matrimonio, como la paternidad, no deja de ser un amor elevado a la máxima potencia, a la potencia de una vida entera
Una de las grandes dificultades de los jóvenes de hoy en día para casarse es el miedo al compromiso. Según se mire, no es mala señal. Significa que se lo toman en serio. Peor sería que se casaran frívolamente, sin valorar la profundidad de la decisión que están tomando.
Cualquier decisión que compromete la vida entera produce un vértigo existencial. Hay otras decisiones importantes, como la carrera que se va a estudiar, el trabajo que se va a aceptar o la dedicación a un voluntariado que generan dudas, tensiones e inseguridades, pero no ese vértigo característico de las decisiones irrevocables propio de quien no se toma la vida con ligereza.
Entre las decisiones de esta naturaleza hay una que suele escapar a la lógica descrita: tener un hijo. Es, qué duda cabe, una determinación que no admite vuelta atrás y compromete de por vida al más alto nivel, pero está rodeada de una serie de valores (ilusión, alegría, entrega, magnanimidad −ánimo grande−, etc.) que aportan una rara seguridad y alejan el vértigo y el miedo.
Me parece que lo que está en juego en todo esto es uno de los valores más preciados del ser humano: la libertad. Algunos tienden a ver en el matrimonio una atadura, una pérdida de libertad, y esta concepción les arredra y paraliza, de modo que huyen del compromiso o, si lo adquieren, no dejan nunca de verlo como un recorte, una mengua irrecuperable de su libertad personal. Aman hoy, pero no se atreven a prometer amor.
Sería muy pretencioso por mi parte aspirar a resolver esta dificultad en las escasas líneas de este post. La noción de libertad es una de las realidades más poliédricas y complejas con que se ha enfrentado la historia del pensamiento. Sin embargo, algo se puede decir.
Leonardo Polo afirma, apodícticamente, en una de sus obras: “el amor se impera porque es el despliegue de la libertad”. Esta enigmática frase puede ayudar a descifrar el misterio de la relación entre amor y libertad, pues el matrimonio, como la paternidad, no deja de ser un amor elevado a la máxima potencia, a la potencia de una vida entera.
Lo que quiere decir el filósofo es que el amor es obligatorio, imperativo para el ser humano precisamente porque es libre. Aunque se comprende mejor expresado al revés: el ser humano es libre porque solo así es capaz de amar. Sin libertad no hay amor, porque un amor impuesto no lo es. Por esta razón, el único que puede decidir amar es uno mismo. Lo sorprendente es que también puede decidir no hacerlo, porque amar es un imperativo, sí, pero solo moral. Ahora bien, si alguien decide odiar, que puede hacerlo, no ejerce adecuadamente la libertad. El odio es reflejo de la libertad que tengo −porque soy libre puedo decidir odiar−, pero no es su destino. Tenemos libertad para amar, no para odiar. Y, sin embargo, nadie puede obligarnos a hacerlo. Esta es la paradoja.
Yo pienso que nuestra libertad de elección está diseñada para las cosas grandes. Quien se mueve siempre en el terreno de las pequeñas elecciones (cerveza o Cocacola; falda o pantalón) acaba malgastando y frustrando su libertad, que aspira a algo más, a mucho más.
Se comprende, entonces, que casarse no sea fácil para todo el mundo: es un exceso de libertad. Lo mismo sucede con los hijos: son un exceso de libertad. Solo las personas enteramente libres y soberanas, capaces de poseer todo su pasado, todo su presente y todo su futuro y entregarlos al ser amado (el cónyuge o el hijo) están en las condiciones óptimas para tomar la decisión de casarse. Casarse exige una libertad soberana. Los esclavos (¡hoy tenemos tantos dueños!) no pueden casarse porque no saben si serán capaces de poseerse y decidir sus pasos dentro de cinco, diez o treinta años, y no tienen otro remedio que ceder las riendas de su vida a las circunstancias. Están excesivamente condicionados. No pueden prometer amor para siempre.
En el fondo, lo que sucede es que cuando decidimos entregar nuestra vida por entero a otra persona no perdemos la libertad, sino que le abrimos un horizonte inédito, nuestro matrimonio, y es ahí donde tendremos que desplegarla de nuevo.
La elección no es pérdida sino ejercicio de la libertad. Y si rodeamos esa determinación de aquellos valores de que hablaba más arriba (alegría, ilusión, entrega, magnanimidad…), no experimentaremos pérdida de libertad ni atadura alguna porque nos habremos ubicado en un nuevo escenario que nos brindará la oportunidad de volver a desarrollar y ejercer la libertad. Para ello, hay que rechazar la tentación de mirar atrás, como si importara más lo que perdemos que lo que ganamos con la elección.