Educar es seducir con valores que no pasan de moda, que tienen buena venta en cualquier mercado
La inteligencia emocional está de moda. Y lo está porque se ha descubierto que la inteligencia fría, pura y dura, sin la mezcla de una buena educación afectiva, queda muy pobre. Voy a dar dos pinceladas sobre lo que es educar y en qué consiste lo emocional. Educar es sacar lo mejor que una persona lleva dentro. Es convertir a alguien en persona. Conseguir que alcance la mayor plenitud posible. Educar es seducir con valores que no pasan de moda, que tienen buena venta en cualquier mercado.
Educar los sentimientos es una tarea de artesanía psicológica. Pastorear el mundo afectivo es sumergirnos en la oceanografía de la intimidad. Definir es limitar. Y hay una gavilla de conceptos que conviene apresar, para tener las ideas claras de lo que estamos hablando. Los sentimientos son estados de ánimo positivos o negativos, que nos acercan o nos alejan del objeto amoroso que aparece delante de nosotros; no hay sentimientos neutros (el aburrimiento, que podría parecerlo, está muy cerca de la melancolía; y la indiferencia, muy próxima al desprecio). Los sentimientos son la vía regia de la afectividad, su principal representante. Hacen de intermediarios entre los instintos y la razón. Todos los sentimientos son como una moneda de dos caras, as y envés, positivo y negativo: alegría-tristeza, amor-odio, paz-ansiedad, felicidad-desgracia y así sucesivamente.
La educación emocional empieza por conocerse uno a sí mismo. Saber las aptitudes y las limitaciones que uno tiene; las cosas para las que está dotado y aquellas que no sabe manejar. Si uno se sabe tímido, tiene que luchar por adquirir habilidades en la comunicación interpersonales. Si otro se reconoce inestable en lo emocional, tiene que poner los medios para tener más equilibrio psicológico. Catalogar lo propio con orden. Casi nada. Y saber que el amor de la pareja tiene un alto porcentaje de artesanía psicológica.
Después, tener claro cómo aprender a expresar sentimientos. Estos tienen distintos lenguajes y presentan una cierta versatilidad, que deben unirse en un concepto claro. Saber llamar a las cosas afectivas por su nombre. Y aquí asoma un mosaico frondoso. Porque no debemos perder de vista que el amor es el príncipe de los mitos y que en el imaginario colectivo está palabra es mágica… llena de fuerza, maravillosa… No debemos olvidar la empatía, ese saber ponerse en el lugar del otro y entender qué pasa por su cabeza y su corazón.
El amor maduro aterriza en lo concreto. Pasar de lo carismático a la convivencia diaria. Vamos con ello:
1. Cultivar el lenguaje verbal: saber decir y transmitir hechos afectos positivos. «Te quiero, te necesito, eres mi vida… perdóname, reconozco que no estuve afortunado al decir aquello… que sepas que valoro todo lo que haces… a veces no encuentro palabras para decirte lo que siento». Es la magia de la palabra. Vamos desgranando el vocabulario con un buen manejo del diccionario. Caudal léxico rico, fluido y zigzagueante.
2. El lenguaje no verbal. Una mirada, una sonrisa, un guiño, coger de la mano a esa persona o de la cintura o acariciar su pelo… todo eso es complicidad. La ternura es el ungüento del amor. Todo eso arropa y alzaprima a la palabra hablada. La eleva de nivel.
3. El lenguaje epistolar. Escribir una nota breve y jugosa, poniendo los instrumentos de la afectividad en esa cartulina y esto va desde pedir perdón a dar las gracias o a reconocer un error cometido. Esto ya es para nota. Los analfabetos sentimentales no entienden nada de esto y hacen una mueca de extrañeza cuando oyen hablar de esto, les parece raro, extraño…
4. El lenguaje de los detalles pequeños positivos. Cuidar los detalles pequeños es amor sin fecha de caducidad. Y al revés, el descuido sistemático de los detalles menudos es la ruina del amor, se lo lleva todo por delante y la monotonía letal arrasa. Afinar en los sentimientos es prestidigitación e ilusionismo. Es tener recursos de conducta bien elaborados.
5. Cuidar el lenguaje de las celebraciones. En las parejas que funcionan bien, hay celebraciones frecuentes, que recuerdan hechos, vivencias, aniversarios… no hacen faltas grandes cosas, sino sentidas, expresadas con algo que se sale del día a día y le da a la existencia un aire festivo y en ocasiones, solemne. Una cosa son las intenciones y otra, los resultados.
6. Añado otra nota a este inventario: el lenguaje de sorprender a la otra persona con algo positivo, agradable. Dice Aaron Beck, psiquiatra neoyorquino, en su libro Solo con el amor no basta (Ed. Pálidos. Madrid, 2011), que se reunieron todas las pasiones negativas para derrotar al amor: el odio, la venganza, el rencor… y no podían derrotarlo, pero apareció de forma sigilosa, escondida, la rutina, con su andar lento, sigiloso y demoledor… y esa sí pudo. La sorpresa es novedad, ventana de aire fresco que rompe la monotonía de los días demasiado iguales. Es la espuma de la vida.
7. Y por último trabajar de vez en cuando el lenguaje de pequeños regalos. No se trata de grandes cosas, ni de traerle la luna a esa otra persona, sino de cosas que en sí tienen poco valor material, que su peso está en la forma, en el modo, en el momento adecuado. No confundir aquí precio y valor; nos pueden engañar en el precio, pero no en la mercancía.
El tema está erizado de dificultades. Estas siete sugerencias serpentean la inteligencia emocional y le dan alas. El reto es saber aunar la cabeza y el corazón, argumentos y sentimientos, tierra y mar, seguir a Descartes y a Stendhal a la vez.
Enrique Rojas, catedrático de Psiquitaría.
Fuente: abc.es.
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