El sepulcro vacío es el puente de unión entre el crucificado y el resucitado, la señal permanente del poder salvador de Dios que libera a Jesús de la muerte
En su peregrinación a Tierra Santa de finales del siglo IV, la virgen Egeria describe las celebraciones litúrgicas de Jerusalén con gran detalle. En el relato, la peregrina hispana narra que, cuando en la vigilia dominical el obispo entra en el Anástasis −la basílica del Santo Sepulcro− y lee el pasaje de la resurrección de Jesús, la muchedumbre se conmueve tanto, que “hasta el más duro de corazón rompería en sollozos por lo que el Señor había padecido por nosotros” (Itinerario, 24,10).
La muerte en la cruz y la resurrección de Jesús constituyen la verdad culminante de la fe cristiana. Los cristianos confiesan que con su muerte y su resurrección Jesús ha vencido a la muerte. El sepulcro vacío de Jesús es como el clamor que resuena en el tiempo −también en el nuestro− del mensaje que los ángeles anunciaron el domingo de resurrección: “Ha resucitado, no está aquí”. Las apariciones del Señor resucitado completaban el significado de una tumba que no significaba muerte sino victoria.
La comunidad cristiana ha venerado y venera el sepulcro como señal de la verdad de la predicación de los apóstoles. El sepulcro vacío da solidez externa y física a los testimonios de las apariciones del resucitado. Es el puente de unión entre el crucificado y el resucitado, la señal permanente del poder salvador de Dios que libera a Jesús de la muerte. Es, junto con la cruz, la reliquia más elocuente de la fe cristiana y, por ello, digna de la mayor veneración.
Juan Chapa, Decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra