Para construir la fidelidad se necesita entender bien la fragilidad del amor, pues todo vínculo amoroso necesita cuidados durante toda la vida
Hace pocos días me escribían una frase punzante: “¡Si supieras cuánto duele la infidelidad!”. Yo la suscribo al cien por cien, pero pienso que este mismo enunciado, visto desde su lado cóncavo, puede también significar: “¡Si supieras cuánto alegra la fidelidad!”. Y para explorarlo −sin juzgar a nadie, por supuesto− me serviré de tres ideas del ensayo de 1955 Para una historia del amor de María Zambrano, nuestra filósofa universal.
En primer lugar, la comprensión de que amor y libertad van juntos y no en competencia, “como si al haber hecho de la libertad el a priori de la vida, el amor, lo primero, la hubiera abandonado, y quedara el hombre con una libertad vacía”. O sea, que la libertad hay que llenarla de amor, de decisiones libres llenas de cariño para cubrir de afecto a la persona con la que se convive y de la que se recibe ese mismo trato amoroso, nacido también de su misma libertad. Se descubre así la “libertad real, la libertad que el amor otorga a sus esclavos”, escribirá la filósofa malagueña.
“Libertad no conozco sino la libertad / de estar preso en alguien”, canta Luis Cernuda, plasmando en dos versos la misma complementariedad entre libertad y amor fiel −y feliz−. Y de aquí, la importancia de superar las dificultades en el matrimonio sin rozar la fidelidad, empleando la libertad para perdonar, para comprender la complejidad de las relaciones interpersonales, para madurar con los problemas y crecer por dentro. Y no para abandonar o para buscar vergonzantes compensaciones infieles.
Además, para construir la fidelidad se necesita entender bien la fragilidad del amor, pues todo vínculo amoroso necesita cuidados durante toda la vida. Explica Platón en El banquete que Eros nació del enlace del dios Poros (riqueza) con Penía (pobreza), una mendiga humana que se aprovechó del banquete de la diosa Afrodita para unirse con ese dios. En consecuencia, el amor erótico posee algo divino, pero también es hijo de la debilidad humana.
Entonces se comprende la posibilidad de empobrecer el amor e, incluso, de cosificar al otro: “Cuando pierde su carácter sagrado-irrevelado está en el límite también, el límite en que el hombre se banaliza y la naturaleza humana, a fuerza de ser demasiado humana, puede caer hasta la abyección”, advierte Zambrano. Y en este tiempo en que parecen no existir barreras morales que dañen las relaciones matrimoniales, las palabras de la filósofa española ponen de manifiesto que se puede llegar a la pornografía y a otras abyecciones de la libertad sexual encadenada. Y en positivo, que hay que pasar toda la vida aprendiendo a querer, también con el cuerpo.
Por último, Zambrano nos entrega unas palabras nucleares: “El amor que integra a la persona, agente de su unidad, le conduce a su entrega; exige, en realidad, hacer del propio ser una ofrenda, eso que es tan difícil de nombrar hoy: un sacrificio (…). Vivir fuera de sí, por estar más allá de sí mismo”. Es decir, generosidad, “afinamiento del ser”, virtudes y valores, para dar y ser capaz de recibir los dones del otro, porque sin todo este despliegue moral no se ama bien, y no se persevera.
Ensamblar amor y libertad; unir amor y respeto; juntar amor, entrega, sacrificio y vida virtuosa. Sé que la fidelidad depende de dos, pero qué distinto es haber sido fiel y abandonado o ser quien se dio a la fuga y lo causó. Sin juzgar a nadie, insisto, hay un dilema: o la amargura de no haber tenido corazón para darse o la tranquilidad de ser fiel. “Lo que unifica con el vuelo de su trascender vida y muerte, como simples momentos de un amor que renace siempre de sí mismo”, eso es amor fiel para María Zambrano, “el fuego sin fin que alienta en el secreto de toda vida”. O sea, la felicidad. Lo que, esencialmente, vale la pena.