Parafraseando al Santo Padre, pienso en una corrupción de la verdad más dañina quizá que el fraude o el tráfico de influencias, que tanto desacredita a los políticos
“Todos lo hacen”. No es verdad ese intento de justificar conductas ilícitas, aunque ciertamente estén extendidas en una sociedad infectada por la corrupción. Utiliza el argumento el hijo, para conseguir que los padres autoricen comportamientos que no les agradan. O el trabajador o el ejecutivo que no están dispuestos a arriesgar para influir de veras en un cambio de signo ético en su propio ambiente profesional. O el ciudadano que defrauda a la Hacienda pública, por muy voraz que sea ésta en sus exacciones. No es verdad. Y tal vez la mentira sea aún más dañina que los abundantes fraudes que buscan el beneficio económico. Articula la era de la posverdad, teorizada ya con carácter general en el mundo anglosajón, a partir del negacionismo climático.
Lo pensaba una vez más al leer las respuestas del papa a una revista católica sueca, promovida por jesuitas, poco antes de su último viaje a Lund y Malmoe, con motivo del centenario de la Reforma. Conozco la versión aparecida en La CiviltàCattolica.
Le preguntan por esa otra forma de terrorismo, derivada de la susurración y la cháchara, a la que se ha referido en diversas ocasiones. Francisco lo considera −toda la traducción entre comillas es mía− “una forma de violencia profunda” que requiere una radical conversión. “El problema de este terrorismo es que todos podemos practicarlo. Cualquiera persona es capaz de llegar a ser terrorista simplemente usando la palabra”. Obviamente el pontífice no se refiere a litigios abiertos, como la guerra. Habla de “un terrorismo camuflado, escondido, que se realiza lanzando palabras como ‘bombas’, y hace mucho daño”. Es una auténtica conducta criminal, “un modo de ganar espacio para sí mismo, destruyendo al otro”. Y Francisco concluye: “La espada mata a muchas personas, pero más aún la lengua, como escribe el apóstol Santiago en el tercer capítulo de su Carta. La lengua es un miembro pequeño, pero puede desencadenar un fuego dañino que incendie toda nuestra vida. La lengua se puede llenar de veneno mortal. Es difícil domar este terrorismo”.
He seguido dando vueltas a la cuestión al leer el discurso que dirigió a los Movimientos Populares, reunidos en Roma el 5 de noviembre. En las palabras del pontífice hay sugerencias importantes en diversos campos de la doctrina social de la Iglesia. Merecen un estudio más detenido. Sólo quiero referirme ahora a la reflexión sobre las corrupciones, y el riesgo de quienes se dejan corromper: mutatis mutandis, como quienes difunden la calumnia por escuchar a los detractores, en vez de cortarles en seco.
“No caigan en la tentación del corsé −les dijo− que los reduce a actores secundarios, o peor, a meros administradores de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis, desorientación y propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos que buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria”.
A la vez, les advirtió del otro riesgo: “Así como la política no es un asunto de los ‘políticos’, la corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay una corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en particular la actividad financiera, y que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de corrupción con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han optado por una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de la austeridad −en su sentido moral profundo, explica luego− y la humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los pastores”.
Nadie tiene inmunidad. Menos aún los dirigentes. Parafraseando a Francisco, pienso en una corrupción de la verdad más dañina quizá que el fraude o el tráfico de influencias, que tanto desacredita a los políticos. A veces, llegan a un cinismo −como si el ciudadano de a pie no se enterara−, incapaz de asumir la realidad de verdades innegables o ansioso de pasar la culpa a otros. Nada tiene que ver con Max Weber y la ética de convicción o responsabilidad. Son pura y simplemente inmorales, como sintetizan los castizos.
El problema no es español. Escribo en antevísperas de los comicios en Estados Unidos, donde −a juicio de observadores cualificados− se acaba de vivir la peor campaña electoral de la historia moderna de ese gran país. La nación con mayor poder en el mundo puede haber enterrado la veracidad en la vida pública, algo que envidiábamos hasta ahora. Sólo cabe soñar en una pronta resurrección que lleve a la tumba, en cambio, a esa gran arma de destrucción que es la mentira.