Con ocasión de su Viaje apostólico a Suecia, con motivo de la conmemoración conjunta Luterano-Católica de la Reforma
Durante un encuentro de los directores de las revistas culturales europeas de la Compañía de Jesús, a mitad de junio, expresé al P. Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, un deseo que llevaba en el corazón desde hacía tiempo: entrevistar al Papa Francisco en vísperas de su viaje apostólico a Suecia, el 31 de octubre de 2016, para participar en la conmemoración ecuménica de los 500 años de la Reforma luterana. Pensaba que una entrevista sería el mejor modo de preparar al País para el mensaje que el Pontífice dirigirá a la gente durante su visita. En cuanto director de la revista cultural de los jesuitas suecos Signum, pensé que ese objetivo entraba a título pleno en nuestra misión.
El ecumenismo −así como el diálogo entre las religiones y también con los no creyentes− preocupa mucho al Papa. Lo ha dado a entender de muchos modos. Pero sobre todo él mismo es un hombre de reconciliación. Francisco está profundamente convencido de que los hombres deben superar barreras y obstáculos de cualquier género que sean. Cree en la que define la «cultura del encuentro». Y eso para que todos puedan cooperar en el bien común de la humanidad. Quería que esa visión de Francisco pudiese tocar la mente y el corazón de muchos antes de la llegada del Papa a Suecia: la entrevista habría sido el mejor medio para lograr ese objetivo. Eso es lo que dije al P. Spadaro, con quien seguí hablando hasta agosto, cuando juntos llegamos a la conclusión de que era verdaderamente oportuno presentar al Pontífice esa petición de modo que pudiese decidir si realizarla o no. El Papa se tomó su tiempo para pensar si era oportuno. Al final la respuesta fue positiva y nos citó en Santa Marta, el sábado 24 de septiembre pasado, al caer la tarde.
Era un día ciertamente agradable por la temperatura y la luminosidad del cielo. Atravesando el tráfico de Roma en coche con el P. Spadaro, me sentía ansioso, pero contento. Llegamos a Santa Marta 15 minutos antes de lo previsto. Pensábamos esperar, pero en seguida fuimos invitados a subir al piso donde el Papa tiene su cuarto. Cuando el ascensor se abrió, vi a un guardia suizo que nos saludó con cortesía. Oía la voz del Papa hablar cordialmente con otras personas en lengua española, pero no lo veía. De pronto apareció con dos personas, dialogando amablemente. Nos saludó a mí y al P. Spadaro con una sonrisa, indicándonos entrar en su habitación: él vendría en un momento.
Me quedé sorprendido por esa sencilla y cálida familiaridad en el recibimiento. Se nos dijo en portería que el Papa había tenido una jornada sin parar y, por tanto, pensé que estaría cansado al final del día. En cambio, me llamó mucho la atención verlo tan lleno de energía y relajado.
El Papa entró en su despacho y nos invitó a sentarnos donde quisiéramos. Yo me senté en un sillón y el P. Spadaro se sentó en otro frente a mí. El Papa se sentó en el sofá en medio de los dos sillones. Quise presentarme en mi italiano nada rico, pero suficiente para entender y dialogar con sencillez. Tras alguna broma del Papa, encendimos los magnetofones y empezó la conversación. El P. Spadaro había traducido del inglés algunas preguntas que quería hacer al Papa y que llevaba preparadas, pero luego la conversación entre los tres fluyó con naturalidad, en una atmósfera amigable y sin distancias artificiosas. Sobre todo, fue sincera y directa, sin giros de palabras y sin esa atmósfera típica de los encuentros con grandes líderes o personas de relieve. Ya no tengo duda alguna de que al Papa Francisco le gusta la conversación, comunicarse con los demás. Alguna vez se toma tiempo para pensar antes de responder, y sus respuestas trasmiten siempre un sentido de implicación seria, pero ni pesada ni triste. Es más, durante nuestra visita dio varias veces señales de su buen humor.
Santo Padre, el 31 de octubre visitará Lund y Malmö para participar en la Conmemoración ecuménica de los 500 años de la Reforma, organizada por la Federación Luterana Mundial y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. ¿Cuáles son sus esperanzas y sus expectativas para este acontecimiento histórico?
Se me ocurre decir una sola palabra: acercarme. Mi esperanza y mi expectativa son las de acercarme más a mis hermanos y hermanas. La cercanía hace bien a todos. La distancia en cambio nos hace enfermar. Cuando nos alejamos, nos encerramos en nosotros mismos y nos volvemos mónadas, incapaces de encontrarnos. Nos dejamos llevar por los miedos. Hay que aprender a trascenderse para encontrar a los demás. Si no lo hacemos, también los cristianos enfermamos de división. Mi expectativa es la de lograr dar un paso de cercanía, estar más cerca de mis hermanos y hermanas que viven en Suecia.
En Argentina los luteranos forman una comunidad más bien restringida. ¿Tuvo Usted contacto directo con ellos en el pasado?
Sí, bastante. Recuerdo la primera vez que fui a una iglesia luterana: fue precisamente en su sede principal en Argentina, en la calle Esmeralda, de Buenos Aires. Tenía 17 años. Me acuerdo bien de aquel día. Se casaba un compañero de trabajo, Axel Bachmann. Él era el tío de la teóloga luterana Mercedes García Bachmann. Y la madre de Mercedes, Ingrid, trabajaba en el laboratorio donde yo trabajaba. Esa fue la primera vez que asistí a una celebración luterana. La segunda vez fue una experiencia más fuerte. Los jesuitas tenemos la Facultad de Teología en San Miguel, donde yo enseñaba. Cerca de allí, a menos de 10 km, estaba la Facultad de Teología luterana. El rector era un húngaro, Leskó Béla, un hombre bueno de verdad. Con él tenía una relación muy cordial. Yo era profesor y tenía la cátedra de Teología espiritual. Invité al profesor de Teología espiritual de aquella Facultad, un sueco, Anders Ruuth, a dar conmigo clases de espiritualidad. Recuerdo que era un momento muy difícil para mi alma. Yo tenía mucha confianza en él y le abrí mi corazón. Y me ayudó mucho en aquel momento. Luego fue enviado a Brasil −porque también sabía portugués− y más tarde volvió a Suecia. Allí publicó su tesis de habilitación sobre la «Iglesia universal del Reino de Dios», que había surgido en Brasil al final de los años Setenta. Era una tesis crítica. La escribió en sueco, pero tenía un capítulo en inglés. Me la envió y yo leí el capítulo en inglés: era una joya. Luego pasó el tiempo… Mientras tanto fui nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires. Un día vino a hacerme una visita al palacio episcopal el entonces arzobispo primado de Uppsala. El cardenal Quarracino no estaba. Me invitó a su Misa en la calle Azopardo, en la Iglesia Nórdica de Buenos Aires, que antes llamábamos «Iglesia sueca». Le hablé de Anders Ruuth, que luego volvió una vez más a Argentina para celebrar una boda. En aquella ocasión nos volvimos a ver, pero fue la última: uno de sus dos hijos, el músico −el otro era médico−, un día me llamó para decirme que había muerto.
Otro capítulo de mis relaciones con los luteranos se refiere a la Iglesia de Dinamarca. Tuve un buen trato con el pastor de entonces, Albert Andersen, que ahora está en Estados Unidos. Me invitó dos veces a dar una prédica. La primera era en un contexto litúrgico. En aquella ocasión fue muy delicado: para evitar que se crease una situación incómoda en la participación en la comunión, aquel día no celebró la Misa, sino un bautismo. Posteriormente me invitó a dar una conferencia a sus jóvenes. Recuerdo que tuve con él una discusión muy fuerte a distancia, cuando ya estaba en Estados Unidos. El pastor me reprochó mucho lo que dije acerca de una ley referente a problemas religiosos en Argentina. Pero debo decir que me reprochó con honradez y sinceridad, como un verdadero amigo. Cuando volvió a Buenos Aires, fui a pedirle perdón porque, en efecto, el modo en que me había expresado en aquel caso fue un poco ofensivo. Luego he tenido también una gran cercanía con el pastor David Calvo, argentino, de la Iglesia Evangélica Luterana Unida. También él es una buena persona.
Recuerdo además que para el «Día de la Biblia», que en Buenos Aires se celebraba a finales de septiembre, volví a la primera iglesia en la que estuve de joven, en la calle Esmeralda. Y allí me encontré a Mercedes García Bachmann. Tuvimos una conversación. Ese fue el último encuentro institucional que tuve con los luteranos cuando era arzobispo de Buenos Aires. Luego, en cambio, he seguido teniendo trato con algunos amigos luteranos a nivel personal. Pero el hombre que hizo tanto bien a mi vida fue Anders Ruuth: pienso en él con mucho cariño y reconocimiento. Cuando vino a verme aquí la arzobispa primada de la Iglesia de Suecia, hicimos una referencia a aquella amistad entre nosotros dos. Recuerdo bien cuando la arzobispa Antje Jackelén vino aquí al Vaticano en mayo de 2015 en visita oficial: dio un gran y bonito discurso. La encontré luego también con ocasión de la canonización de María Elisabeth Hesselblad. Entonces pude saludar también al marido: son personas muy amables. Luego como Papa he ido a predicar a la Iglesia luterana de Roma. Me llamaron mucho la atención las preguntas que me hicieron entonces: la del niño y la de una señora sobre la intercomunión. Preguntas hermosas y profundas. ¡Y el pastor de aquella iglesia es muy bueno!
En los diálogos ecuménicos las diferentes comunidades deberían intentar enriquecerse recíprocamente con lo mejor de sus tradiciones. ¿Qué podría aprender la Iglesia católica de la tradición luterana?
Se me ocurren dos palabras: «reforma» y «Escritura». Intentaré explicarme. La primera es la palabra «reforma». Al principio, lo de Lutero era un gesto de reforma en un momento difícil para la Iglesia. Lutero quería poner remedio a una situación compleja. Luego ese gesto −también a causa de situaciones políticas, pensemos en el cuius regio eius religio− se convirtió en un «estado» de separación, y no un «proceso» de reforma de toda la Iglesia, que en cambio es fundamental, porque la Iglesia es semper reformanda. La segunda palabra es «Escritura», la Palabra de Dios. Lutero dio un gran paso para poner la Palabra de Dios en manos del pueblo. Reforma y Escritura son las dos cosas fundamentales que podemos profundizar mirando la tradición luterana. Me vienen a la mente las Congregaciones Generales antes del Cónclave y cómo la petición de una reforma estuvo viva y presente en nuestras discusiones.
Solo una vez antes que Usted un Papa visitó Suecia, Juan Pablo II en 1989. Aquel era un tiempo de entusiasmo ecuménico y de profundo deseo de unidad entre católicos y luteranos. Desde entonces el movimiento ecuménico parece haber perdido fuerza y han surgido nuevos obstáculos. ¿Cómo deberían gestionarse esos obstáculos? ¿Cuáles son, en su opinión, los mejores medios para promover la unidad de los cristianos?
Claramente corresponde a los teólogos continuar dialogando y estudiando los problemas: en eso no hay ninguna duda. El diálogo teológico debe proseguir, porque es una senda que hay que recorrer. Pienso en los resultados que por ese camino se han logrado con el gran documento ecuménico sobre la justificación: fue un gran paso adelante. Es verdad, después de ese paso imagino que no será fácil seguir adelante por la diversa manera de comprender algunas cuestiones teológicas. Pregunté al patriarca Bartolomé si era verdad lo que se cuenta del patriarca Atenágoras, que habría dicho a Pablo VI: «Vayamos nosotros adelante y pongamos a los teólogos a discutir entre ellos en una isla». Me dijo que es una broma verdadera. Pues sí, se debe continuar el diálogo teológico, aunque no será fácil.
Personalmente creo también que se debe incidir en el entusiasmo por la oración común y las obras de misericordia, o sea, el trabajo hecho juntos en la ayuda a los enfermos, pobres, encarcelados. Hacer algo juntos es una forma alta y eficaz de diálogo. Pienso también en la educación. Es importante trabajar juntos y no sectariamente. Un criterio que debemos tener muy claro en todo caso: hacer proselitismo en el campo eclesial es pecado. Benedicto XVI nos dijo que la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción. El proselitismo es una actitud pecaminosa. Sería como transformar la Iglesia en una organización. Hablar, rezar, trabajar juntos: ese es el camino que debemos hacer. Mire, en la unidad el que nunca se equivoca es el enemigo, el demonio. Cuando los cristianos son perseguidos y asesinados, lo son porque son cristianos y no porque sean luteranos, calvinistas, anglicanos, católicos u ortodoxos. Existe un ecumenismo de la sangre.
Recuerdo un episodio que viví con el párroco de la parroquia de Sankt Joseph en Wandsbek, Hamburgo. Él se encargaba de la causa de los mártires guillotinados por Hitler porque enseñaban el catecismo. Fueron guillotinados uno tras otro. Después de los dos primeros, que eran católicos, fue asesinado un pastor luterano condenado por el mismo motivo. La sangre de los tres se mezcló. El párroco me dijo que para él era imposible continuar la causa de beatificación de los dos católicos sin incluir al luterano: ¡su sangre se había mezclado! Y recuerdo también la homilía de Pablo VI en Uganda en 1964, que mencionaba juntos, unidos, a los mártires católicos y anglicanos. Tuve ese pensamiento también cuando visité la tierra de Uganda. Esto pasa también en nuestros días: los ortodoxos, los mártires coptos asesinados en Libia… Es el ecumenismo de la sangre. Por tanto: rezar juntos, trabajar juntos y comprender el ecumenismo de la sangre.
Una de las mayores causas de inquietud de nuestro tiempo es la difusión del terrorismo revestido de términos religiosos. El encuentro de Asís puso el acento también en la importancia del diálogo interreligioso. ¿Cómo lo vivió?
Estaban todas las religiones que tienen contacto con San Egidio. Estuve con los que San Egidio contactó: no elegí yo a quien recibir. Pero eran muchos, y el encuentro fue muy respetuoso y sin sincretismo. Todos juntos hablamos de la paz y pedimos la paz. Dijimos juntos palabras fuertes por la paz que las religiones quieren de verdad. No se puede hacer la guerra en nombre de la religión, de Dios: es una blasfemia, es satánico. Hoy he recibido a unas 400 personas que estaban en Niza[1], y he saludado a las víctimas, heridos y gente que perdió mujer o marido o hijos. Aquel loco que cometió ese atentado lo hizo creyendo hacerlo en nombre de Dios. ¡Pobre hombre, era un desequilibrado! Con caridad podemos decir que era un desequilibrado que intentó usar una justificación en el nombre de Dios. Por eso el encuentro de Asís es muy importante.
Pero Usted recientemente habló también de otra forma de terrorismo, el de la murmuración. ¿En qué sentido y cómo se puede vencer?
Sí, hay un terrorismo interno y subterráneo que es un vicio difícil de extirpar. Describo el vicio de las murmuraciones y de los chismes como una forma de terrorismo: es una forma de violencia profunda que todos tenemos a disposición en el alma y que requiere una conversión profunda. El problema de ese terrorismo es que todos podemos cometerlo. Toda persona es capaz de volverse terrorista simplemente usando la lengua. No hablo de las peleas que se hacen abiertamente, como las guerras. Hablo de un terrorismo solapado, escondido, que se hace tirando palabras como «bombas», que hacen mucho daño. La raíz de ese terrorismo está en el pecado original, y es una forma de criminalidad. Es un modo de ganar sitio para sí destruyendo al otro. Es necesaria, pues, una profunda conversión del corazón para vencer esa tentación, y hace mucha falta examinarse sobre ese punto. La espada mata a muchas personas, pero más mata la lengua, dice el apóstol Santiago en el tercer capítulo de su Epístola. La lengua es un miembro pequeño, pero puede prender un fuego de mal e incendiar toda nuestra vida. La lengua se puede llenar de veneno mortal. Ese terrorismo es difícil de dominar.
La religión puede ser una bendición, pero también una maldición. Los medios a menudo recogen noticias de conflictos entre grupos religiosos en el mundo. Algunos afirman que el mundo sería más pacífico si la religión no existiese. ¿Qué responde a esa crítica?
¡Las idolatrías que están como base de una religión, no la religión! Hay idolatrías vinculadas a la religión: la idolatría del dinero, de las enemistades, del espacio superior al tiempo, la avidez de la territorialidad del espacio. Hay una idolatría de la conquista del espacio, del dominio, que ataca las religiones como un virus maligno. Y la idolatría es una farsa de religión, es una religiosidad equivocada. Yo la llamo «una trascendencia inmanente», o sea, una contradicción. En cambio, las religiones verdaderas son el desarrollo de la capacidad que tiene el hombre de trascenderse hacia el absoluto. El fenómeno religioso es trascendente y tiene que ver con la verdad, la belleza, la bondad y la unidad. Si no hay esa apertura, no hay trascendencia, no hay verdadera religión; hay idolatría. La apertura a la trascendencia, pues, no puede en absoluto ser causa de terrorismo, porque esa apertura está siempre unida a la búsqueda de la verdad, de la belleza, de la bondad y de la unidad.
Habla Usted a menudo en términos muy claros de la terrible situación de los cristianos en algunas áreas de Oriente Medio. ¿Hay todavía esperanza para una vida más pacífica y humana de los cristianos en aquella área?
Creo que el Señor no dejará a su pueblo a su suerte, no lo abandonará. Cuando leemos las duras pruebas del pueblo de Israel en la Biblia o recordamos las pruebas de los mártires, constatamos que el Señor siempre vino en ayuda de su pueblo. Recordemos en el Antiguo Testamento la muerte de los siete hijos con su madre en el libro de los Macabeos. O el martirio de Eleazar. Ciertamente el martirio es una de las formas de la vida cristiana. Recordemos a san Policarpo y la carta a la Iglesia de Esmirna que relata las circunstancias de su arresto y de su muerte. Sí, en este momento el Medio Oriente es tierra de mártires. Podemos sin duda hablar de una Siria mártir y martirizada. Quiero contar un recuerdo personal que se me quedó en el corazón: en Lesbos encontré a un padre con dos niños. Me dijo que estaba muy enamorado de su mujer. Él es musulmán y ella era cristiana. Cuando vinieron los terroristas, quisieron que ella se quitase la cruz, pero ella no quiso y la degollaron delante de su marido y sus hijos. Y él seguía diciéndome: «Yo la amo mucho, la quiero mucho». Sí, ella es una mártir. Pero el cristiano sabe que hay esperanza. La sangre de los mártires es la semilla de los cristianos: lo sabemos desde siempre.
Es Usted el primer Papa no europeo desde hace más de 1.200 años, y frecuentemente pone de relieve la vida de la Iglesia en regiones consideradas «periféricas» del mundo. ¿Dónde, según Usted, la Iglesia católica tendrá sus comunidades más vivas en los próximos 20 años? ¿Y de qué modo las Iglesias de Europa podrán contribuir al catolicismo del futuro?
Esa es una pregunta ligada al espacio, a la geografía. Yo tengo alergia a hablar de espacios, pero digo siempre que desde las periferias se ven las cosas mejor que desde el centro. La vivacidad de las comunidades eclesiales no depende del espacio, de la geografía, sino del espíritu. Es verdad que las Iglesias jóvenes tienen un espíritu más fresco y, por otra parte, hay Iglesias envejecidas, Iglesias un poco adormiladas, que parecen estar interesadas solamente en conservar su espacio. En esos casos no digo que falte el espíritu: está, sí, pero está encerrado en una estructura, de un modo rígido, timorato de perder espacio. En las Iglesias de algunos Países se ve precisamente que falta frescura. En ese sentido, la frescura de las periferias da más sitio al espíritu. Hay que evitar los efectos de un mal envejecimiento de las Iglesias. Hace bien releer el capítulo tercero del profeta Joel[2], donde dice que los ancianos tendrán sueños y que los jóvenes tendrán visiones. En los sueños de los ancianos está la posibilidad de que nuestros jóvenes tengan nuevas visiones, tengan nuevamente un futuro. En cambio, las Iglesias a veces están cerradas en programas, en las programaciones. Lo admito: sé que son necesarios, pero me cuesta mucho poner la esperanza en los organigramas. El espíritu está dispuesto a empujarnos, a ir adelante. Y el espíritu se encuentra en la capacidad de soñar y en la capacidad de profetizar. Eso para mí es un desafío para toda la Iglesia. Y la unión entre ancianos y jóvenes es para mí el desafío del momento para la Iglesia, el desafío a su capacidad de frescura. Por eso, en Cracovia, durante la Jornada Mundial de la Juventud, recomendé a los jóvenes que hablaran con los abuelos. La Iglesia joven rejuvenece más cuando los jóvenes hablan con los ancianos y cuando los ancianos saben soñar cosas grandes, porque eso hace que los jóvenes profeticen. Si los jóvenes no profetizan, a la Iglesia le falta el aire.
Su visita a Suecia tocará uno de los Países más secularizados del mundo. Una buena parte de su población no cree en Dios, y la religión juega un papel bastante modesto en la vida pública y en la sociedad. Para Usted, ¿qué se pierde una persona que no cree en Dios?
No se trata de perder algo. Se trata de no desarrollar adecuadamente una capacidad de trascendencia. La senda de la trascendencia da sitio a Dios, y en eso son importantes también los pequeños pasos, incluso el de ser ateo a ser agnóstico. El problema para mí es cuando se está encerrado y se considera la propia vida perfecta en sí misma, y por tanto encerrada en sí misma sin necesidad de una radical trascendencia. Pero para abrir a los demás a la trascendencia no hacen falta ni muchas palabras ni discursos. Quien vive la trascendencia es visible: es un testimonio vivo. En el almuerzo que tuve en Cracovia con algunos jóvenes, uno de ellos me preguntó: «¿Qué debo decir a un amigo mío que no cree en Dios? ¿Qué hago para convertirlo?» Yo le respondí: «Lo último que debes hacer es decirle nada. ¡Actúa! ¡Vive! Luego, ante tu vida, tu testimonio, el otro quizá te pregunte porqué vives así». Yo estoy convencido de que quien no cree o no busca a Dios tal vez no ha sentido la inquietud de un testimonio. Y eso está muy ligado al bienestar. La inquietud se encuentra difícilmente en el bienestar. Por eso creo que contra el ateísmo, o sea contra la cerrazón a la trascendencia, solo sirven de verdad la oración y el testimonio.
Los católicos en Suecia son una pequeña minoría, en general compuesta por inmigrantes de varias naciones del mundo. Usted encontrará a algunos de ellos celebrando la Misa en Malmö el 1 de noviembre. ¿Cómo ve el papel de los católicos en una cultura como la sueca?
Veo una sana convivencia, donde cada uno puede vivir su propia fe y expresar su testimonio viviendo un espíritu abierto y ecuménico. No se puede ser católico y sectario. Hay que tender a estar junto a los demás. «Católico» y «sectario» son dos palabras en contradicción. Por eso, al principio no estaba previsto celebrar una Misa para los católicos en este viaje: quería insistir en un testimonio ecuménico. Luego pensé bien en mi papel de pastor de un rebaño católico que vendrá también de otros Países cercanos, como Noruega y Dinamarca. Entonces, respondiendo a la férvida petición de la comunidad católica, decidí celebrar una Misa, alargando el viaje un día. Porque no quería que la Misa se celebrase ni el mismo día ni en el mismo lugar del encuentro ecuménico, para evitar confundir los planos. El encuentro ecuménico conserva su significado profundo según un espíritu de unidad, que es el mío. Esto ha creado problemas organizativos, lo sé, porque estaré en Suecia el día de Todos los Santos, que aquí en Roma es importante. Pero, para evitar malentendidos, he querido que fuese así.
Usted es un jesuita. Desde 1879 los jesuitas han desarrollado sus actividades en Suecia con parroquias, ejercicios espirituales, la revista «Signum» y, en los últimos 15 años, gracias al Instituto universitario «Newman». ¿Qué compromisos y qué valores deberían caracterizar el apostolado de los jesuitas hoy en este País?
Creo que el primer deber de los jesuitas en Suecia es favorecer a toda costa el diálogo con los que viven en la sociedad secularizada y con los no creyentes: hablar, compartir, comprender, estar al lado. Luego, claramente hay que favorecer el diálogo ecuménico. El modelo para los jesuitas suecos debe ser san Pedro Favre, que estaba siempre en camino y guiado por un espíritu bueno, abierto. Que los jesuitas no tengan una estructura tranquila. Hay que tener el corazón inquieto y tener estructuras, sí, pero inquietas.
¿Quién es Jesús para Jorge Mario Bergoglio?
Jesús para mí es Quien me miró con misericordia y me ha salvado. Mi trato con Él tiene siempre ese principio y fundamento. Jesús ha dado sentido a mi vida de aquí en la tierra, y esperanza para la vida futura. Con misericordia me miró, me tocó, me puso en camino… Y me ha dado una gracia importante: la gracia de la vergüenza. Mi vida espiritual está toda escrita en el capítulo 16 de Ezequiel. Especialmente en los versículos finales, cuando el Señor revela que establecería su alianza con Israel, diciéndole: «Y sabrás que yo soy Jehová; para que te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras la boca, a causa de tu vergüenza, cuando yo perdone todo lo que hiciste»[3]. La vergüenza es positiva: te hacer actuar, y te hace entender cuál es tu sitio, quién eres, impidiendo toda soberbia y vanagloria.
Una palabra final, Santo Padre, sobre este viaje a Suecia...
Lo que me viene espontáneamente añadir ahora es sencillo: ¡andar, caminar juntos! No quedarse encerrados en perspectivas rígidas, porque en ellas no hay posibilidad de reforma.
* * *
El Papa, el P. Spadaro y yo hemos estado conversando juntos cerca de hora y media. Al final, Francisco nos acompañó al ascensor. Nos pidió que rezáramos por él. Las puertas se cerraron mientras él nos saludaba con la mano y con una sonrisa radiante que jamás olvidaré.
Fuera ya estaba oscuro. La cúpula de San Pedro, iluminada, lucía su esplendor mientras subíamos al coche para volver a tiempo para la cena en la comunidad de Civiltà Cattolica.
Entrevista de Ulf Jonsson S.I., en laciviltacattolica.it.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Durante el atentado terrorista del 14 de julio de 2016 (ndt).
[2] En realidad, es el capítulo segundo: Joel 2,28 (ndt).
[3] Ez 16,62-63 (ndt).
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