La próxima clausura del Año de la Misericordia centra la Carta de este mes: sugiere el Prelado que, como fruto de este tiempo, podamos "acogernos personalmente a la misericordia de Dios, y así acoger a los demás: vivir inclinados hacia ellos"
Se refiere Mons. Javier Echevarría al comienzo de su Carta pastoral a la próxima conclusión, el próximo día 20 de noviembre, del Año jubilar, acontecimiento que trae a nuestra memoria los eventos que han tenido lugar en todo el mundo; los más importantes, sin duda, han sucedido en la intimidad de cada uno con el Señor, y asegurando que sólo Dios conoce cuántas personas han vuelto a reconciliarse con Él, quizá después de muchos años de alejamiento o de tibieza, afirmando que hemos advertido la misericordia divina también en nuestra vida: basta una ojeada a la propia existencia para redescubrir, maravillados, la cercanía con que el Señor nos ha tratado y nos trata, desde que nos incorporó a la Iglesia mediante el bautismo, y aun antes.
Estos meses –continúa más adelante− nos han ayudado a revitalizar nuestro amor a Dios y a los demás, precisamente allí donde pudiera haberse quedado un poco debilitado. Quizá descubramos que son aún muchos los pliegues del alma en los que nos falta esa faceta; y esto no debe extrañarnos, porque la llamada a ser "misericordiosos como el Padre" es una invitación para toda la vida, por lo que la clausura del Año santo no supone un punto de arribo para pasar a otra cosa, sino un punto de partida para andar con ilusión renovada por el camino de nuestro progresar cristiano.
Desde el bautismo, afirma, todos los cristianos poseemos el sacerdocio común, que nos conduce a ejercer la misericordia con un hondo sentido de la filiación divina, y se refiere a la insistencia de san Josemaría en que hay que ver, en todos, hermanos a los que debemos un amor sincero y un servicio desinteresado (Conversaciones, n. 29), y a unas palabras del Papa Francisco: “No basta con adquirir experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que cualquiera que la recibe se convierta también en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada sólo para momentos particulares, sino que abraza toda nuestra experiencia cotidiana” (Discurso en la audiencia general, 12-X-2016).
Y continúa el Prelado: Por eso me pregunto, y os animo a preguntaros: ¿Qué ha quedado en nosotros a la vuelta del Año santo? ¿Nos hemos empapado más de la convicción de que Dios nos mira como un Padre lleno de ternura, de infinito amor (Forja, n. 331)? En la convivencia diaria, en la vida familiar, en el trabajo profesional, en el apostolado, en las visitas a los pobres y en la ayuda a los que sufren, ¿se halla más presente ese Amor de Dios, manifestado en Cristo? ¿Mantenemos despierta la esperanza de que, a pesar de nuestros errores, el Señor desea que nos comportemos como mejores transmisores de su misericordia? Muy oportuno resulta que, como nuestra Madre la Virgen, meditemos estas cosas y las ponderemos en nuestro corazón.
Y para seguir adelante, cada vez con paso más decidido, en esta dirección por la que el Espíritu Santo impulsa a la Iglesia, me atrevo a sugeriros dos líneas que, en cierto modo, resumen el camino recorrido durante estos meses, y que pueden ayudarnos a mantener encendidas en nuestras almas las luces de este Año santo: acogernos personalmente a la misericordia de Dios, y así acoger a los demás: vivir inclinados hacia ellos, afirmando que el Amor de Dios se nos muestra exigente y sereno a la vez. Exigente, porque Jesucristo cargó sobre sus hombros la Cruz y quiere que le sigamos por ese camino, para colaborar con Él a que los frutos de la redención lleguen a todo el mundo; sereno, porque Jesús no desconoce nuestras limitaciones, y nos orienta mejor que la más comprensiva de las madres. No somos nosotros quienes cambiaremos el mundo con nuestro esfuerzo: eso lo cumplirá Dios, capaz de transformar los corazones de piedra en corazones de carne.
También asegura más adelante que el Señor no exige que no nos equivoquemos nunca, sino que nos levantemos siempre, sin quedarnos amarrados a nuestros errores; que caminemos por esta tierra con serenidad y confianza de hijos, así como que la paz interior no pertenece a quien piensa que todo lo cumple bien, ni a quien se despreocupa de amar: surge en la criatura que siempre, incluso cuando cae, vuelve a las manos de Dios. Jesucristo no ha venido a buscar a los sanos sino a los enfermos, y se contenta con un amor que se renueva cada jornada, a pesar de los tropiezos de los hombres, porque acuden a los sacramentos como a la fuente inagotable de perdón.
En referencia a los obstáculos que podamos encontrar en nuestro caminar, su receta es: acudamos siempre a la oración (…) Roguemos al Señor que nos ayude a superarlos, a no concederles demasiada importancia. Pidámosle que nos conceda un amor a la medida del suyo, por intercesión de Santa María, Mater misericordiæ.
Y concluye su Carta pastoral dando gracias a Dios por la reciente ordenación de diáconos de la Prelatura: pidamos por ellos y por los ministros sagrados del mundo entero. Al mismo tiempo, renuevo mi gratitud por los frutos del viaje pastoral que hice dos semanas atrás a la nueva circunscripción de Finlandia y Estonia. Recemos por la Iglesia en esos países y en los demás del norte de Europa. Me gustaría contaros con detalle la ilusión de san Josemaría −y también del queridísimo don Álvaro− por la implantación de la Obra en esas tierras. Os invito a que lo consideréis en los ratos de oración ante el Sagrario. Y que se alce nuestra gratitud más sincera al Cielo, por el aniversario de la erección de la Obra en Prelatura personal.