Necesitamos reaccionar positivamente a lo mezquino con magnanimidad y un fuerte ejercicio de libertad
Vivimos en un mundo prisionero de la mezquindad, si la entendemos como falta de generosidad y nobleza de espíritu. Estancados como estamos en la cosa pública, enseguida vienen a la mente aquellos políticos que quieren salvar su poltrona antes que bucear en el bien del país. Sin embargo, no es la política el único territorio de la mezquindad. Sucede en buena parte de la sociedad. Saúl Guevara escribe en su blog: Hay muchas formas de ser mezquino. Están los que se pasan la vida entera especulando con cobrar una herencia, con sacarle a una tía o a una abuela lo que no podrá llevarse a su tumba. Están los que sólo tienen amigos por conveniencia, para ver lo que pueden sacarles, ya sea en contactos, a través de negocios o en favores de todo tipo y están, entre otros, los pudientes de nuestras sociedades que trazan acciones sólo para favorecer sus arcas personales, dejando atrás el compromiso con los desposeídos y por los cuales vino Jesucristo…
Leo en otro blog: Proyectar en los otros nuestra propia mezquindad es un procedimiento vinculado al narcisismo y a la ignorancia. Cuando los griegos de la antigüedad llegaban a Delfos podían leer en el frontón del templo de Apolo: “Conócete a ti mismo”. Dicho de otra manera: afronta sin miedo tu propia mezquindad, advierte sin miedo tu propia ignorancia, aborda sin miedo tu propia oscuridad, y nunca creas que solucionas algo proyectando tu miseria en los demás (Jesús Ferrero). Pero no podemos asistir a ese espectáculo de egoísmo sin resistencia, ni con nosotros mismos ni con los demás. Necesitamos reaccionar positivamente a lo mezquino con magnanimidad y un fuerte ejercicio de libertad.
La magnanimidad es virtud de corazones grandes, que perdonan, disculpan y comprenden. Es la tensión del ánimo hacia las cosas magnas. Escribió Pieper que es magnánimo quien exige lo grande y se dignifica con ello, aunque se logre a base de muchos pocos. La magnanimidad se apodera del impulso de la esperanza natural y lo conforma con arreglo a la realidad del ser humano. La carencia de grandeza de ánimo conduce a la acedia, que viene a ser como una humildad pervertida, como la malhumorada y triste renuncia a lo noble del ser humano. Bien, pues al mezquino no se le da la magnanimidad, pero hemos de hacer lo posible por mirarlo con ojos y corazón grandes. No sirve la crítica descarnada y fría si deseamos que salga de su estado, si verdaderamente poseemos un alma grande.
Pero, además, precisamos un fuerte ejercicio de la libertad, para evitar la indignidad y no dejarnos arrollar por la pequeñez del mezquino. También así lo auxiliamos a la par que obviamos el riesgo de que nos roben ese precioso bien del hombre, que puede permanecer menguado o anulado por quien tiene un concepto ruin del libre albedrío. Los tratadistas suelen hablar de diversos modos de ejercitar la libertad, de los que sin duda el más precioso es la libertad interior: el hombre es libre desde lo más profundo de su ser. Por eso, muchos hombres modernos han identificado la actuación de la libertad con la realización de la persona. Es el reducto íntimo que nadie puede cambiar sino su dueño, alcanzando con ella su máxima grandeza o su peor degradación.
Se habla de la libertad como puro arbitrio: es fijarse en la capacidad de elegir cuanto más, mejor, aunque se produzca una libertad de la libertad, vacía, sin norte. Se escribe también del rendimiento de la libertad, que crea hábitos operativos y de aquella que busca la felicidad o conjunto de decisiones que diseñan la propia vida. Pero la libertad −escribió Leonardo Polo− se mide por aquello respecto de lo cual la empleamos. Aquí conectamos de nuevo con la magnanimidad que, como consideraron los clásicos, es la virtud de aspirar a lo verdaderamente importante. Se propone ideales como meta sustancial, que no son sino tareas que realizan valores.
Y seguramente, para el tema que nos ocupa, el aspecto más importante del albedrío es la libertad social que, según escribió Yepes Stork, consiste en que los ideales puedan vivirse, lo que exige que se permitan y que sean posibles. La libertad necesita apoyos y, si no los tiene se malogra y fracasa. Aquí nos tropezamos de nuevo con el mezquino que mira la libertad desde su miopía, o porque declara como única libertad posible la impuesta desde el poder, haciendo que se caiga en una situación de “miseria”, según dice el profesor Choza, entendiendo como tal aquel estado en el que el hombre queda reducido a una dinámica mecánica y automática, en la que no puede crecer. Esto sucede claramente con el relativismo, la ideología de género, laicismo, populismos… La miseria es la forma más grave de ausencia de libertad, de la que es preciso liberarse con la consecución de bienes y recursos económicos, jurídicos, culturales, políticos, afectivos, morales y religiosos.
Una sociedad abierta es aquella en la que la libertad existe no sólo en teoría, sino en oportunidades reales. Será cerrada aquella que lo da todo decidido.