Que nadie pretenda tener el monopolio del Espíritu; debemos conocernos para comprendernos y amarnos porque es difícil amar lo que no se conoce
“Podemos estar seguros de que una persona contribuye más a la unidad de la Iglesia cuando procura transmitir el amor de Dios a los demás que cuando se dedica a los diálogos teológicos más eruditos con corazón frío”. La frase la solía repetir Jutta Burggraf (1952, Hildesheim, Alemania), teóloga católica y autora de Conocerse y comprenderse. Una introducción al ecumenismo (Rialp, 2003).
Jutta fue profesora en la facultad de Teología de la Universidad de Navarra hasta el 5 de noviembre de 2010 en que falleció como consecuencia de un cáncer. Para mí su amistad fue (y sigue siendo) un enorme regalo.
Era una persona sin prejuicios (qué fácil de decir y qué difícil de encontrar), atrevida y valiente y, al mismo tiempo, de una ternura y mansedumbre sin límites. Esta combinación es tan poco habitual como fascinante, además de muy eficaz.
Siempre defendió a la persona concreta como algo innegociable en ambientes donde en ocasiones se instrumentalizaba gravemente a las personas. Y el ecumenismo fue una de sus pasiones y batallas.
Jutta no era una ingenua ni creía en la unidad de los cristianos hecha a base de concesiones. A mí me transmitió una clara identidad católica, la necesidad de conocer bien la propia fe para establecer un auténtico diálogo con los miembros de otras comunidades cristianas y confesiones religiosas. Alcanzar acuerdos superficiales o ignorar lo que nos separa no hace ningún bien a nadie y crea mucha confusión.
Partiendo de la base de que no debemos dejar de lado la pregunta por la verdad, ella decía que el ecumenismo tenía como condición ineludible: la conversión. “No podemos acercarnos unos a otros sin una profunda conversión interior, sin buscar cada uno vivir en intimidad con Cristo. Es en Él donde nos uniremos algún día”.
Parte de esta conversión consiste en purificar el propio corazón antes de iniciar cualquier diálogo.
Si no dejamos aparte nuestros prejuicios y desconfianzas, aunque creamos ser capaces de disimular nuestros sentimientos negativos hacia los demás, las personas suelen percibir con gran nitidez lo que pasa en nuestro interior. Si los aceptamos o los rechazamos. Así que no queda más remedio que empezar por nosotros mismos en la búsqueda de la unidad trabajando nuestro propio corazón para quitar lo que haya que quitar y “hacer sitio” a los demás.
Crear para los demás un lugar en nuestro interior, ofrecerles nuestro corazón como lugar hospitalario, donde encuentren respeto y comprensión. Y es que sólo así podemos iniciar un diálogo auténtico en el que unos y otros podamos ir sanando las heridas del pasado.
Este diálogo debemos iniciarlo dentro de la misma Iglesia Católica, en nuestra propia casa. No debemos excluir nunca de nuestro interés y cariño a las personas que pertenecen a otros movimientos o comunidades dentro de la Iglesia, donde hay una enorme variedad inspirada y querida por el Espíritu Santo.
Que nadie pretenda tener el monopolio del Espíritu. Debemos conocernos unos a otros para comprendernos y amarnos porque es difícil amar lo que no se conoce.
Sobre este aspecto cito nuevamente a Jutta: “No puede ser que las múltiples familias religiosas se cierren unas a otras, que cada una vaya a lo suyo, que quizá haya incluso competencias o rivalidades entre ellas. De este modo, no podremos dar un testimonio convincente de unidad”.
En una entrevista que le hicieron en 2007 sobre el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, “Respuestas a algunas preguntas sobre ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia”, explicaba que el ecumenismo no estaba en crisis sino en un momento de mayor madurez. Reconocía que el documento había puesto el “dedo en la llaga” (había generado desilusión y decepción entre muchos protestantes y algunos católicos, en gran parte por el enfoque sensacionalista que dieron los medios de comunicación y por la confusión en torno al término “Iglesia”) pero había señalado claramente en qué dirección deberían ir los futuros diálogos ecuménicos, identificando lo que nos une y lo que nos separa.
Siempre defendió que el camino a la unidad sería duro y largo, sin olvidar que la unidad, cuando algún día sea una realidad, será obra de Dios, “un don que viene de lo alto”. El protagonista del movimiento ecuménico es el Espíritu Santo.
Sobre el encuentro ecuménico de Suecia y el documento conjunto entre luteranos y católicos, ¡cuánto me gustaría escuchar tu opinión, Jutta! Aunque creo intuir tu alegría.
Que el Papa ha sido audaz, está muy claro. Pero Dios siempre ha ayudado a los valientes. Creo que no me equivoco si digo que en el documento brilla la verdad común y la capacidad para reconocer lo que hay de verdad en el otro.
Respecto al saludo a la obispa luterana, nuestros hermanos evangélicos no consideran el sacerdocio como un sacramento; no hablan de “sacerdotes” sino de “pastores “y “pastoras”. Y, en mi modesta opinión, el Papa hizo bien saludándola y orando con ella, del mismo modo que Jesús hablaba con la samaritana o San Juan Pablo II rezó en la sinagoga.
La ortodoxia es más amplia de lo que algunos quieren ver; se declaran católicos pero cuestionan al Papa y se rasgan las vestiduras con cada gesto de Francisco que no encaja en sus esquemas. También para ellos nuestra comprensión y respeto porque, sin duda, su intención no es mala. Quizás sea el momento de que también ellos, como yo y como todos, nos convirtamos de corazón.
Carmen Castiella, en religionenlibertad.com.
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