Las razones que justifican y que pueden exigir una verdadera participación de las mujeres en la Iglesia son de naturaleza teológica: es decir, que se deben buscar dentro de la fe y no fuera
La participación de las mujeres en la vida de la Iglesia está todavía lejos de ser plenamente efectiva. Es una cuestión abierta. Podría parecer que el progreso de la sociedad civil, donde las mujeres asumen cada vez más papeles de responsabilidad, podría dictar la necesidad de un cambio en la Iglesia. En realidad esta es sólo una razón adicional, o si se quiere, un motivo de acicate. En realidad, la razón fundamental para exigir un cambio en la Iglesia es mucho más profunda y tiene otra naturaleza.
No se trata de una cuestión de más o menos democracia, porque la Iglesia no es una democracia. La Iglesia, en cuanto comunidad visible y comunidad espiritual al mismo tiempo −como nos recuerda la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen Gentium− constituye “una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (cfr. n. 8). En consecuencia, tratándose de una sociedad divino-humana, las razones que justifican y que se pueden exigir una verdadera participación de las mujeres en la Iglesia son de naturaleza teológica: es decir, que se deben buscar dentro de la fe y no fuera.
Bautismo, vocación y misión son los tres principios fundamentales alrededor de los cuales se condensan estas razones de carácter teológico. El que recibe el bautismo, sea hombre o mujer, se convierte en parte de la Iglesia, en un miembro con derechos y deberes, que participa de la única vocación a la santidad, así como de la misma misión eclesial. El Concilio Vaticano II nos recuerda que “es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois “uno” en Cristo Jesús» (cfr. Lumen Gentium, 32).
Para la mujer, al igual que para cualquier otro miembro de la Iglesia, el derecho inalienable a participar plenamente en la vida de la Iglesia deriva del bautismo: por eso hablamos de “igualdad bautismal”. El Concilio no consideró necesario elaborar una teología ad hoc para las mujeres, bastando la del bautismo. De este derecho ha hablado explícitamente el Papa Francisco, en un discurso reciente, afirmando: “El papel de la mujer en la Iglesia no es feminismo, ¡es un derecho! Es un derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu ha dado. No hay que caer en el feminismo, porque esto reduciría la importancia de una mujer” (Discurso a la UIG, 12 de mayo de 2016). El Pontífice advertía de un común error de perspectiva, que reduce el rol de la mujer en la Iglesia a la cuestión feminista.
También es inadecuado el intento por demostrar la necesidad de una mayor participación de la mujer partiendo de su carácter esponsal y materno. Esta visión es fruto de una interpretación parcial de Mulieris dignitatem (1988). La lectura reductiva del documento de san Juan Pablo II, ha provocado, de hecho, que no se diera ningún cambio sustancial en la Iglesia, y que se favorecieran formas de marginación, como si la participación de la mujer en la Iglesia se pudiera resolver con la imagen arcaica y angelical de la mujer sometida y silenciosa. No sólo las mujeres del Evangelio, sino también personalidades de la talla de Catalina de Siena, Teresa de Ávila, Ildegard von Bingen, Edith Stein y muchas más, son la prueba más inmediata de lo contrario, es decir, de aquel protagonismo saludable del que la mujer ha sido capaz, que incide fuertemente sobre la vida de la Iglesia, si bien con los modos propios de cada época.
Precisamente con la decisión de elevar a fiesta la memoria litúrgica de María Magdalena −haciendo resaltar el título de Apostola Apostolorum, atribuido por la tradición− el Papa Francisco trae a la conciencia eclesial un modelo de mujer que es cualquier cosa menos sumisa y secundaria, sino más bien decidida y activamente participativa, con una misión, dirigida a los propios apóstoles por voluntad de Cristo. De esta manera el Papa ha indicado no sólo un modelo, sino también un método y un estilo de discernimiento.
Este discernimiento debe hacerse a la luz de la Escritura, del testimonio de la Tradición y de la experiencia de la Iglesia. Por tanto, se trata de redescubrir o descubrir esos impulsos dogmáticos olvidados que son la base para una profunda reflexión sobre el papel de la mujer en la Iglesia de hoy. La solución, en consecuencia, no se ha de buscar fuera, en teorías e ideologías ajenas a la fe, de naturaleza jurídica, sociológica o antropológica, sino que debe encontrarse en el interior. Se trata de volver a descubrir lo que ya es parte del patrimonio de la fe, y de discernir cómo leer ese patrimonio en relación a la Iglesia del tiempo de hoy.
Partir de la común dignidad bautismal no es negar ideológicamente las diferentes formas según las que cada uno participa en la misión eclesial y realiza la vocación hacia la santidad. El Concilio señala a este respecto: “También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios” (cfr. Lumen Gentium, 7). Se trata de una “admirable variedad” (cfr. Lumen Gentium, 32), que pertenece a la vitalidad de la Iglesia: cualquier propuesta que la negara estaría en contradicción con la naturaleza misma de la Iglesia.
En la carta apostólica Evangelii Gaudium (nn. 103-104), el Papa Francisco menciona explícitamente la necesidad de “ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”, haciendo hincapié en el “gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia”. Según el Papa no hay respuestas fáciles. Se deben tener en cuenta muchos aspectos, y no sólo el respeto de las prerrogativas específicas del ministerio ordenado. De ahí la dificultad de la tarea, especialmente para los teólogos y canonistas, llamados a reflexionar sobre un conjunto de principios y aspectos, que han de ser profundizados desde el punto de vista especulativo, también con base en lo que ofrece la teología positiva con sus datos de naturaleza bíblico-patrística e histórica.
En cualquier caso, Francisco se muestra confiado, como demuestran algunas decisiones recientes en el proceso de reforma de la Curia romana. El artículo 2 de los Estatutos del nuevo Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida (en vigor desde el 1 de septiembre), que ha pasado prácticamente desapercibido −incluso a los medios de comunicación−, contempla la posibilidad de que sea un laico −y por lo tanto, también una mujer− quien asuma el papel de secretario del Prefecto, así como la posibilidad de que sean laicos −y por tanto mujeres− los tres subsecretarios del Pontificio Consejo. En cambio, los medios de comunicación han hecho hincapié, de modo un poco desmedido, en la institución de una comisión de estudio sobre el diaconado, generando la impresión de que la realización plena de la mujer en la Iglesia dependiera de su admisión a este ministerio. A pesar de la opinión corriente, la cuestión del diaconado de la mujer es un tema totalmente secundario y marginal. Debe seguir siéndolo por el bien de las propias mujeres, si realmente se quiere “ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva”.
La necesidad de un avance es imprescindible y urgente. Sin embargo, el recurso a soluciones apresuradas no favorece a las mujeres. La tarea de este pontificado es aún más difícil al estar marcado por la conciencia de que, como afirma Francisco, “el tiempo es siempre superior al espacio”. La eficacia de su trabajo en favor de las mujeres se mueve a través de un delicado ejercicio de discernimiento, que debe identificar lo que puede y debe hacerse de inmediato y lo que, sin embargo, requiere una gestación prolongada en el tiempo.
Algunos objetarán que las mujeres ya han esperado lo suficiente y que más retrasos no son tolerables, que la paciencia de la mujer en muchas situaciones eclesiales ha llegado al límite, que las mujeres esperan un avance por parte del Papa Francisco, conociendo su gran atención hacia ellas. Algunos cambios sustanciales −a día de hoy− podrían ser introducidos en la Iglesia, tanto en la Curia Romana, como en las universidades pontificias y en los tribunales eclesiásticos, así como en los seminarios, parroquias y en los más diversos contextos eclesiales. Es decir, ya hay lugares y espacios donde la presencia de la mujer, su plena participación en el signo de la igualdad bautismal podría convertirse en una parte integral de la normalidad de la vida en la Iglesia.
Por otro lado, si se tiene en cuenta la historia de la Iglesia se percibe que toda obra de renovación radical ha necesitado sobre todo tiempo para ser realmente eficaz, y no soluciones precipitadas, sino acciones debidamente meditadas. Precisamente para tener una respuesta apropiada, la cuestión del papel de la mujer debe necesariamente permanecer todavía abierta, dando así paso a la reflexión doctrinal de la Iglesia, con la ayuda de una sana teología, para explicar en toda su riqueza lo que, al respecto, la fe tiene que decir. Por tanto, debemos evitar pensar que todo se resolverá con la creación de espacios. Como señala constantemente Papa Francisco “el espacio cristaliza los procesos, el tiempo, sin embargo, proyecta hacia el futuro, y empuja a caminar con esperanza” (Lumen Fidei, 57).
Ilaria Morali, profesora en la Pontificia Universidad Gregoriana.
Fuente: iglesiaendirecto.com.
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