La identidad de Jesucristo ha sido uno de los grandes enigmas de la historia de la humanidad
La respuesta a este interrogante determina en buena medida la actitud ante el hombre y ante el mundo. Actualmente el relativismo tiende a hacer equiparables entre sí todas las religiones. Chesterton salió al paso de este presupuesto en las páginas de El hombre eterno (1925) y ofreció una respuesta consistente y razonable apoyada en la experiencia común.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”[1]. Esta fue la pregunta que hizo Jesús de Nazaret al grupo de sus discípulos más cercanos. Ellos habían vivido un buen número de experiencias junto a él. El interrogante planteado buscaba implicar a los interlocutores. En realidad, se trataba más bien de un dilema, puesto que la respuesta que se diera no dejaría indiferente a quien respondiera.
Chesterton ofreció una respuesta a este dilema en las páginas de El hombre eterno. Publicó este libro en 1925, a los tres años de ser recibido en la Iglesia Católica. Fue una réplica a la visión racionalista de la Historia que Wells estaba difundiendo con Esquema de la Historia.
Para Wells, Jesucristo era un maestro galileo de una gran personalidad, que había predicado una doctrina de amor fraterno y universal, y que había sido juzgado y condenado a muerte. Ni los milagros ni la resurrección tenían, para Wells, un valor histórico: habían sido añadidos a los textos que compusieron sus seguidores.
La explicación de Wells no difiere mucho de las respuestas al dilema de Jesucristo que podríamos encontrar hoy en día. De ahí que la réplica de Chesterton a este planteamiento continúa teniendo plena vigencia.
Dicha actualidad fue puesta de manifiesto ya por Evelyn Waugh: “Chesterton es, ante todo, el autor de El hombre eterno. En este libro se reúnen y perfeccionan todas sus ideas lanzadas al azar, se encauza toda su originalidad. Es un gran libro, un libro popular: una de las pocas grandes obras populares de este siglo. No requiere elucidación alguna, es de una claridad meridiana. En su momento vino a satisfacer una necesidad y sobrevive como un monumento permanente”[2].
En la nota preliminar de El hombre eterno el autor expresa la intención de la obra: “Intentaré demostrar que aquéllos que ponen a Cristo al mismo nivel que los mitos, y su religión al mismo nivel que otras religiones, no hacen otra cosa que repetir una fórmula anticuada, contradicha por un hecho sorprendente”[3]. Chesterton aborda de frente el dilema central de la historia de la humanidad: ¿Quién fue Jesús de Nazaret?
En una primera aproximación al hecho religioso, sale al paso la variedad de religiones. La valoración de este fenómeno produjo una serie de estudios de carácter científico en los que se comparaban entre sí las religiones. Nada más propio de una mentalidad ilustrada, puesto que la clasificación y el contraste son tareas propias de la razón.
Para Chesterton este tipo de comparaciones entre religiones resulta muy cuestionable, dado que se colocan en la misma tabla realidades diferentes. Quizá compartan algunos rasgos, pero resulta confuso presentarlos como si fueran equivalentes.
Esta dificultad es todavía más acusada cuando nos detenemos a examinar la Iglesia. Así, por ejemplo, en el islamismo podemos encontrar prácticas ascéticas, como las hay en el cristianismo; sin embargo, el Islam no es una Iglesia. De la misma forma, el confucionismo ha informado moralmente la civilización china, al igual que el cristianismo ha propuesto un determinado actuar moral. Pero nunca un seguidor de Confucio reivindicará el nombre de Iglesia para todos los que viven de acuerdo con las enseñanzas de su maestro.
La Iglesia es una realidad única. Probar su singularidad es una tarea compleja porque no es fácil encontrar algo equiparable. De ahí que, para Chesterton, la Iglesia debería compararse con el conjunto de todas las religiones paganas: “es el Paganismo el único rival auténtico de la Iglesia de Cristo”[4].
A diferencia de los enfoques comparados de las religiones, Chesterton analizó el paganismo precristiano desde una perspectiva interior y espiritual. Como buen maestro de la paradoja, estaba convencido de que este ángulo facilitaría explicar mejor la realidad del hecho religioso pagano, y, en consecuencia, entender con más profundidad la singularidad de la Iglesia.
Además de periodista polémico, Chesterton destacó como crítico literario. Sabía iluminar los autores que comentaba, de modo que enriquecía la mirada del lector con luces nuevas y originales. La segunda parte de El hombre eterno recoge esa capacidad de lectura profunda y crítica aplicada a los textos del Evangelio.
Chesterton escribe: “debo intentar imaginarme qué sucedería a un hombre que realmente leyera la historia de Cristo como la historia de un hombre, incluso de un hombre de quien nunca antes hubiera oído hablar. Y me gustaría señalar que una lectura de este tipo, realmente imparcial, conduciría, si no inmediatamente a la creencia, al menos a una perplejidad para la que no habría otra solución que creer”[5].
Wells también pretendía ser objetivo al tratar la figura de Jesucristo, pero el resultado no podría ser más diverso. Wells escribe desde el racionalismo que procura caminar por la senda de la certeza experimentable, y, por ello, no admite dar un paso apoyándose en la fe.
En cambio, Chesterton asume inicialmente la tesis racionalista de que Cristo no puede ser Dios sino sólo un hombre. A partir de este punto, nos va mostrando la perplejidad que se deriva de este planteamiento, e, incluso, el absurdo al que nos abocamos. La única solución para salir de esta perplejidad es justamente admitir el dato de fe de que Cristo es efectivamente Dios. Este es el método de demostración conocido como ‘reducción al absurdo’.
Fiel a tratar de acceder al texto como si fuera la primera vez y sin prescindir de ninguna parte, Chesterton califica al Evangelio como la afirmación más sorprendente que el hombre haya hecho nunca. No se trata de un relato mitológico o fantástico, o de un sistema filosófico que pueda dar razón de todo: “se trata, nada menos, que de la rotunda afirmación de que el misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona. De que, real e incluso recientemente, o justo en la plenitud de los tiempos, caminó por la tierra este original Ser invisible, sobre el que los pensadores hacen teorías y los mitologistas mitos: el Hombre Que Hizo el Mundo”[6].
Y esta afirmación, inverosímil para una mentalidad racionalista, ha sido anunciada como una noticia cargada de esperanza, y continúa siendo difundida por unos mensajeros con un vigor y un ímpetu que supera las fuerzas humanas: “lo que desconcierta al mundo, a sus sabios filósofos y a sus imaginativos poetas paganos, respecto a los sacerdotes y personas que forman parte de la Iglesia Católica es que todavía se comportan como si fueran mensajeros. Un mensajero no se para a considerar o discute cuál podría ser el sentido de su mensaje, lo entrega tal cual es. No se trata de una teoría o una suposición sino de un hecho. No nos interesa en este esbozo, deliberadamente rudimentario, probar con detalle que se trata de un hecho, sino señalar que estos mensajeros tratan su mensaje de la misma forma que se trata un hecho”[7].
A pesar del mensaje inaudito que anuncian estos curiosos mensajeros, el paso del tiempo no ha hecho sino amplificar su difusión. Hablan sobre esta noticia como si acabara de suceder puesto que se presentan como testigos. El testimonio conlleva una experiencia vivida. Estos mensajeros no ofrecen su mensaje con vistas a ser entendidos o ser admirados sino que lo transmiten íntegro porque han sido enviados precisamente para darlo a conocer.
Este es el hecho sorprendente que aclara el gran enigma de la historia: que un mensaje tan frágil, cuya integridad resiste a la razón y deslumbra a la imaginación, siga siendo anunciado sin recortes de conveniencia: “si fuera un error, no hubiera podido durar más que un día. Si se tratara de un mero éxtasis, no podría aguantar más de una hora. Sin embargo, ha aguantado dos mil años, y el mundo, a su sombra, se ha hecho más lúcido, más equilibrado, más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más gracioso y alegre ante el destino y la muerte, que todo el mundo que no se acoge a ella”[8].
Aquellos pescadores que se enfrentaron por primera vez en Galilea al dilema de la historia de la humanidad supieron, con sus pocas luces intelectuales pero con un corazón renovado, intuir la clave que resolvía el enigma. La respuesta al dilema de quién es Jesucristo transformó a aquellos apóstoles, que no fueron simples predicadores o piadosos sacerdotes, sino que se sabían mensajeros y ejercieron como tales.
Con El hombre eterno, Chesterton se unió al cuerpo de esos mensajeros para proclamar esa misma respuesta de un modo ameno y profundamente intelectual. Bien podría decirse de él lo mismo que escribió sobre los que anuncian el contenido del Evangelio: “El ímpetu de aquellos mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos”[9].
Tomás Baviera Puig
Fuente: nuevarevista.net.
[1] Evangelio de San Mateo 16, 15.
[2] Evelyn Waugh, National Review, 22 de abril de 1961.
[3] G. K. Chesterton, El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2004, p. 9.
[4] Ibídem, p. 108.
[5] Ibídem, p. 237.
[6] Ibídem, p. 338.
[7] Ibídem, p. 339-340.
[8] Ibídem, p. 343.
[9] Ibídem, p. 341.
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