“Me emociono cada vez que visito la catedral palentina y, en la capilla del Santísimo, leo su famoso y conmovedor epitafio”
Escribo este artículo tras leer una vez más, en este Año de la Misericordia, el pasaje evangélico del buen samaritano, de todos conocido. La parábola es revolucionaria y provocadora. En efecto, gracias a Dios, ha suscitado respuestas de miles de personas a lo largo de la historia; entre otras, las de los santos: de los anónimos y de aquellos que reciben oficialmente ese título a través del Magisterio de la Iglesia.
Me venía esta reflexión a la cabeza porque este 16 de octubre el Papa Francisco ha canonizado al que fuera obispo de la diócesis palentina, Manuel González. ¡Qué honor para esta tierra haberlo tenido como prelado y que sus restos descansen en la catedral! Bien se puede afirmar de él que en su vida fue un gran enamorado de Dios −de Cristo en el Sagrario−, y de ahí sacó la energía que luego derrocharía en favor de los más pobres, especialmente de los niños. Fue sacerdote, obispo, fundador de la Unión Eucarística Reparadora y de la congregación religiosa de Misioneras Eucarísticas de Nazaret, catequista, escritor, heraldo y misionero de la Eucaristía. De su pasión por la Eucaristía toma precisamente su título más glorioso: Apóstol de los Sagrarios Abandonados.
Hombre de Dios. Hombre de fe pujante. Que amaba a todos, que se entregaba a todos. No hay mejor modo de conocer la verdadera historia de la Iglesia que adentrarse en la vida de sus santos. D. Manuel −ya san Manuel− mostró siempre entrañas caritativas y misericordiosas hacia sus hermanos los hombres.
Baste como botón de muestra el modo de festejar su nombramiento como obispo de Málaga. Ofreció un banquete a los niños pobres en vez de a las autoridades, quienes junto con los sacerdotes y seminaristas sirvieron la comida a más de tres mil niños. O cuando, ante el desbordamiento del río Guadalmina por lluvias torrenciales y la insuficiencia de los remedios de que se disponía para reparar los daños de las graves inundaciones, el santo prelado se lanzó a la calle a pedir limosna personalmente. Ya en Huelva, como párroco de San Pedro, había promovido las Escuelas Católicas, «muy grandes y de balde para los niños pobres»; y, ante la hambruna que asoló la ciudad en 1913, ordenó que en todas las escuelas se dieran vales a los niños en cuyas casas se pasara hambre. Organizó peticiones de ayuda en las calles, que él mismo dirigió, acompañado de feligreses. Ayudó y acompañó en su sufrimiento a las familias de los barrios más desfavorecidos y creó escuelas allá donde fue menester para aportar esperanza a quienes vivían en estos focos de miseria.
Manuel González tuvo que abandonar Málaga en el año 1931, tras sufrir el incendio del palacio episcopal y desencadenarse una cruda persecución contra su persona. Por contraste, me ha conmovido leer su discurso al pueblo de Palencia tras hacer su entrada como obispo el día de la fiesta del Pilar de 1935. Afirmaba: «Me ofrezco como pequeña hostia sonriente y quiero ser el vicario del Corazón de Jesús en Palencia. ¡Qué mayor alegría para mí que caer en las calles muerto para hacer bien a mis hijos de Palencia! Necesitaba llorar de alegría después de haber llorado tantos años de amargura. Me duele el corazón de tanto amar (…) Al cruzar hoy vuestras calles, me he sentido nacer de nuevo».
Me alegra comprobar cómo el pueblo palentino supo consolar el corazón de un santo. Enseguida se entregó a sus sacerdotes, cuyas duras condiciones de vida le causaron dolor. Se entregó a la catequesis de los niños, con la ilusión de que aprendiesen enseguida la vida de Jesús. Revitalizó el seminario, y atendió a los maestros, educadores del alma de los niños. También recorrió la provincia para abrazar a todos sus diocesanos. En el año 1936, entre octubre y noviembre visitó 84 pueblos. En la primavera del año siguiente realizó la visita pastoral a 56 pueblos en 13 días y en otros 13 días de otoño, visitó 52 nuevas localidades.
Me emociono cada vez que visito la catedral palentina y, en la capilla del Santísimo, tengo oportunidad de leer junto a la tumba de Don Manuel, el famoso y conmovedor epitafio: «Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No dejadle abandonado!»
Un ejemplo de su amor a Cristo Sacramentado fue aquel ruego, nacido del alma, a los catorce sacerdotes que acababa de ordenar en Madrid en junio de 1935: «¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!» San Josemaría Escrivá, lo recogió en el número 531 de su libro Camino: «¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!», decía, entre lágrimas, un anciano prelado a los nuevos sacerdotes que acababa de ordenar. −«¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!».
El fundador del Opus Dei sentía admiración por la santidad de D. Manuel. Se alegró de su primer encuentro en Madrid en 1933, en la casa de la calle Blanca de Navarra, en la que residía el obispo. Se entabló entre ellos una profunda amistad. De los agradables ratos que pasaron juntos hay noticia a través de una carta que Josemaría escribe desde Burgos al secretario del obispo, en la que habla del ambiente santo que ha respirado en casa de Don Manuel y de cómo siempre ha salido de allí tonificado y fortalecido para el cumplimiento de su propia misión. Además, le gustaba contar lo que le sucedió al nuevo santo en su labor de infatigable catequista, allá por tierras andaluzas. Preguntaba un día a unos chiquillos por qué convenía comulgar a menudo. Estos levantaban la mano e iban dando su opinión. Al fin, un gitanillo, renegrido, polvoriento y con la cara llena de churretes, dio una respuesta admirable: «Zeñó, porque pá quererlo hay que rosarlo».
Por todo esto, este domingo cuando el Papa Francisco ha incluido al Beato Manuel González en el catálogo de los santos, ha sido de gran júbilo para la provincia y diócesis palentina, especialmente para las Misioneras Eucarísticas de Nazaret, nuestras nazarenas palentinas, que con su entrega generosa siguen impulsando el Amor a Jesús Sacramentado en esta tierra de todos querida.