Es imposible para un ateo ser simple y llanamente un ateo: tiene que convertirse en algo más, y ese algo más es casi siempre algo peor
En más de una ocasión se ha dicho que, por mera cortesía, no debemos hablar sobre religión ni política. El resultado de esta costumbre es que nunca discutimos nada de importancia alguna. Limitamos nuestra conversación “en gentil compañía” a banalidades cuando mucho, y a chismes cuando menos. Sin embargo, conversar sobre la religión y la política en público, en “plaza principal" como solíamos hacer, es de crucial importancia para la vida de una sociedad auténticamente libre. Ya sea el miedo a la policía la razón de nuestro silencio, ya lo sea el temor del trato descortés, el resultado es el mismo: el acallar la libre discusión de los dos temas más importantes que gobiernan la vida de la humanidad.
Religión y política son inseparables para el cristiano dada la inseparabilidad de los dos grandes mandamientos de Cristo, que amemos al Señor nuestro Dios y que amemos a nuestro prójimo. Así, el objetivo de los laicistas fundamentalistas de separar la religión de la política es más que una afrenta al cristiano: es una estrategia para prohibirle a los cristianos participar en la vida política. Pero esto no es nada nuevo. El fundamentalismo laicista siempre ha sido intolerante hacia el cristianismo y siempre ha tratado de excluir a los cristianos de la vida política de la sociedad. Desde la persecución de la Iglesia primitiva (siglos I al III) y el martirio de innumerables primeros cristianos, hasta la Revolución Francesa y su Reino del Terror, incluyendo el siglo pasado con la exterminación de cristianos en los campos de concentración del socialismo internacional y nacional, la intolerancia del fundamentalismo laicista ha crucificado continuamente el cuerpo de Cristo y ha corrompido el sector político de igual manera.
A pesar de utilizar medios maléficos correspondientes a sus ignominiosos fines, el fundamentalismo laicista siempre ha preferido el poder de la mentira para promover sus objetivos, manejando el engaño y practicando el nefasto arte de la propaganda. El doble discurso y la neolengua orwelliana han conformado su mentalidad y vocabulario desde sus inicios. En nombre de la sacrílega trinidad liberté, egalité y fraternité, los revolucionarios franceses y rusos le robaron la libertad a los cristianos, los discriminaron invocando la igualdad, y los asesinaron en nombre de la fraternidad. Por lo tanto, no es de sorprender que la nueva generación de fundamentalistas laicistas no tolere el cristianismo en nombre de la tolerancia o que sancione matar a niños por nacer en nombre de la libertad.
Sin embargo, la mayor hipocresía del fundamentalismo laicista no ha de encontrarse en su abuso de la lengua sino en su insistencia de excluir la religión de la plaza pública a pesar de constituir en sí otra religión. Si el teísmo constituye una posición religiosa, también lo es el ateísmo. Mantener como dogma que Dios no existe o debe excluirse del ámbito público constituye una posición religiosa. Creamos o no que Dios existe, su existencia está al centro [de la dialéctica en cuestión]. La existencia de Dios es la piedra de toque, el criterio conceptual sobre el cual se fundamentan todas las demás premisas de nuestros argumentos. Para el teísta, la presencia real de Dios es el principio definidor que se encuentra en el corazón de la realidad: para el ateo ese principio es la ausencia real de Dios. Dios es crucial en ambos casos, y por lo tanto, en ambos −irónicamente− está presente.
El hecho es que toda política tiene raíces en los primeros principios filosóficos, entre las cuales las premisas metafísicas sobre la existencia o la no-existencia de Dios son las de mayor importancia. La historia reciente demuestra que extraer a Dios crea un vacío que se llena con todo tipo de peligrosas y fatales estupideces. Rousseau creía que el pecado no le era inherente al hombre, es decir, que no hubo una rebelión primordial contra Dios. Esa rebelión primordial nos trajo múltiples formas de salvajismo en la búsqueda del mítico bon sauvage [salvaje noble], entre las cuales una de las más destructivas fue el mencionado Reino de Terror que acompaño a la Revolución Francesa.
Que las ideas rousseaunianas han penetrado la sociedad moderna se nota todavía más en el desprecio contemporáneo por la civilización. La sabiduría de los siglos y la herencia de los sabios se descartan con la arrogancia de la ignorancia. Por lo cual el hombre moderno queda reducido a ser un fanático dedicado a seguir teorías necias y pasajeras. El determinismo de Hegel, politizado por Marx, condujo al asesinato de millones en el altar del progreso inalterable hacia la dictadura del proletariado sobre el hombre. El Übermensch [superhombre] de Nietzsche, politizado por Hitler, condujo a la raza maestra de los nazis y al asesinato de millones en el altar de orgullo racial.
Como nos recuerda Richard Weaver, las ideas traen consecuencias, e ideas perversas traen consecuencias perversas. Y como nos repitiera incansablemente G. K. Chesterton, cuando la gente deja de creer en Dios, no es que entonces crean en Nada, sino que ahora creen en cualquier cosa. Dios existe, la Nada no. Como consecuencia, la gente puede creer en Dios, pero nadie puede creer en Nada. Es imposible para un ateo ser simple y llanamente un ateo: tiene que convertirse en algo más, y ese algo más es casi siempre algo peor. Sea que a Dios lo reemplace la ausencia de Dios de Marx, o la de Nietzsche, o la de Stalin, o la de Hitler, o la de Margaret Sanger y su Planned Parenthood [Paternidad Planificada] que concluye en la masacre de los inocentes, la ausencia de Dios inevitablemente conduce a la presencia del mal.
Las lecciones de la historia son lo suficientemente claras para que cualquiera que tenga ojos puede verlas. La remoción de Dios de la plaza pública nos lleva a una plaza en la que erigiremos guillotinas en Su lugar. La separación forzada de la religión y la política conduce al más mortal de los divorcios: la única alternativa para una nación bajo Dios, es la de todas las naciones bajo Dios-sabe-qué. ¡Que Dios nos libre de caer en manos de tal Sin-Dios!