Nada más lógico que el feminismo esté hondamente arraigado en el corazón de los cristianos
Estos días, muchas ciudades y pueblos de España celebran sus fiestas entre la festividad de la Asunción de la Virgen, el 15 de agosto, y la Natividad, el día 8 de septiembre. Coinciden tradicionalmente con la recolecta agrícola. Cuando lo comentaba con mi amigo, éste me preguntó a bocajarro si había alguna contradicción entre ser católico y feminista. La verdad, le respondí, es que no. El feminismo cristiano no se explica sin algo tan sencillo como que, en la tradición católica, sea precisamente una mujer la reina del universo, superior a los hombres y a los ángeles.
En el cristianismo reina la armonía. La mujer, por excelencia, la madre de Dios, es virgen y madre, a la vez, al mismo tiempo. La virginidad no se refiere solo a un aspecto meramente sexual; es mucho más amplio. Virginidad es totalidad; mientras que maternidad es exclusividad. Por eso, la maternidad no se refiere tampoco a una cuestión biológica, es mucho más. La virginidad y la maternidad son del corazón. Suponen apertura, rectitud, mirada limpia, por un lado; y, por otro, acoger la vida alumbrada, mimarla con cariño, abrirse a la ternura y al perdón. No hace ruido, pero este modo de comportarse no es una rara avis, sino que se da con amplitud, más de lo que imaginamos, entre nosotros.
Por tanto, nada más lógico que el feminismo esté hondamente arraigado en el corazón de los cristianos. Si entendemos por feminismo la defensa de la igual dignidad del varón y de la mujer y lo que lleva consigo: relaciones de fraternidad, mutua y complementaria dependencia, visión positiva de la mujer como «genio femenino», en expresión que gustaba emplear a san Juan Pablo II, para denominar a la mujer y su papel dentro la sociedad y de la Iglesia.
Si, por el contrario, al hablar de feminismo se entendiera un reduccionismo frustrante −tanto en un sentido talibán, como en otro secularizante, reductivo, e igualmente dogmático− entonces todo se vuelve problemático. La mujer se convierte en florero o en la única protagonista del drama, según predomine la visión antagónica.
Una gran cuestión, y paradójica, es el intento de igualar al hombre y a la mujer como seres intercambiables: no es un adelanto, sino un retraso. La asunción de un rol masculino por parte de la mujer, le incapacita para ser ella misma. No se trata de fregar, de hacer la colada o de conducir un autobús. No es eso: juego dialéctico en el que nadie gana y todos pierden. Platón, siguiendo el mito de las dos mitades, sugiere que el amor es el deseo de generación de lo bueno y de lo inmortal, puesto que el amor es desear que lo bueno nos pertenezca siempre. Y eso es de lo que se trata, no de invertir el papel para desearme en exclusividad a mí mismo. Eso es soledad y vacío.