Cuando se comienza a vivir con otra persona, surgen costumbres y modos de ver la vida diferentes y profundamente arraigadas que es necesario respetar y aceptar
En este artículo se sugiere cómo poner los fundamentos del amor.
La decisión está tomada. El período de verificación del amor en que el noviazgo consiste ha cumplido su misión y ha permitido exclamar: ¡es él!, ¡es ella! Durante ese tiempo, los novios se han ayudado a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión matrimonial de vida y de por vida.
No nos hemos enamorado de un retrato robot precocinado en nuestra imaginación. Si así fuera, habríamos bloqueado la experiencia del amor, pues el amor aparece siempre como una revelación, como una llamada inédita e imprevisible, por eso es maravilloso. Hay alguien real ante nosotros y se inaugura una apasionante tarea: el descubrimiento gradual del otro: pues, amar, en cierto modo, es desvelar y desvelarse ante el amado o la amada.
La tarea de amar, que es una liberalidad, es también un arte que sugiere un programa para la vida entera. “Primero, que os queráis mucho (…) −recomendaba san Josemaría−. Después, que no tengáis miedo a la vida; que améis todos los defectos mutuos que no son ofensa de Dios”. Y más adelante: “ya te han dicho, y lo sabes muy bien, que perteneces a tu marido, y él a ti”. En este mismo sentido aconsejaba: “rezad un poquito juntos. No mucho, pero un poquito todos los días. No le eches nunca nada en cara, no le vayas con pequeñeces, mortificándolo”[1].
En los primeros años de matrimonio concurren dos perfiles psicológicos, dos biografías personales, dos culturas familiares, dos estilos que hay que ensamblar. No se trata de pedirle al otro que se anule para nosotros. “Si mi marido se anula, ¿qué me queda para amar?”[2] Al matrimonio no vamos a perder nuestra personalidad, sino a ganar una personalidad nueva, la de nuestra mujer o nuestro marido.
La educación sentimental en los primeros meses y años de vida en común es de vital importancia. Cada cónyuge, como cualquier persona, experimentará mayor sintonía con aquellas maneras de hacer (orden, horarios, secuencias, rutinas familiares, vigencias sociales, normas de educación, modos de estar y modales, disposición de las cosas de la casa, de la mesa, del armario, etc.) propias de su familia de origen, porque en ellas ha educado sus sentimientos. Podrá haber discrepado en mil asuntos con sus padres, pero sus sentimientos han sido modelados por esa biografía familiar previa que ya no puede borrar, y en esos hábitos y rutinas se sentirá más cómodo.
Desde el momento en que nos casamos, hemos de hacer tabula rasa de esas preferencias no para anularlas, insisto, sino para ponerlas en el mismo nivel que aquellas que nuestra mujer o marido aporte al matrimonio. Todo ello nace de una confianza mutua, reflejo de la confianza que Dios ha puesto en cada uno de nosotros.
Comentando el capítulo segundo del Génesis sobre la creación, enseña el papa Francisco: “Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad”. La imagen de la «costilla» “no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. (…) Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer −y podemos decir para encontrar el amor en la mujer−, el hombre primero tiene que soñarla y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. (…) También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos. El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer”[3].
El nosotros en que el matrimonio consiste se ha de construir con las vivencias personales de cada uno de los dos, sin otorgar a priori mayor valor a las experiencias de uno u otro. Entre los dos hemos de ir contrastándolas y decidir los nuevos modos que constituirán nuestro proyecto común, y nuestras pequeñas “tradiciones” familiares. Y es que el matrimonio no consiste en convivir con alguien que se sume a nuestro propio proyecto personal, sino en elaborar junto con esa persona el que será nuestro único e irrepetible proyecto matrimonial, que después tendremos que defender frente a todos, incluso frente a los más allegados.
Este posicionamiento respetuoso ante la cultura familiar de nuestro cónyuge será una ayuda valiosa a la hora de relacionarnos con la familia política. El trato y el cariño que debemos a la familia de nuestra mujer, o de nuestro marido, se aquilatarán con el conocimiento delicado de su estilo familiar, que habremos ido aprendiendo, y asimilando en lo que sea procedente, en la convivencia diaria.
Al mismo tiempo, si somos capaces de desarrollar un estilo matrimonial y familiar propio que tenga rasgos fuertes y nítidos, identificables, la familia política de ambos lados se verá invitada a respetar esa identidad familiar y matrimonial que hemos sabido generar y transmitir. Por el contrario, cuando nuestro proyecto vital sea difuso, los terceros, tanto más cuanto más nos quieran, se sentirán impelidos a proveernos −incluso con indebidas, aunque bienintencionadas, intromisiones− de un modelo que seguir.
Como la construcción de este proyecto común, del nosotros del que hablamos, está esencialmente integrada por renuncias y cesiones mutuas, es muy probable que algunas costumbres nuevas nos resulten ajenas y nos cueste al principio identificarnos con ellas. No importa. Si hay amor y equilibrio, es cuestión de tiempo. Así nos ha sucedido con tantos hábitos y prácticas (de piedad, por ejemplo) que nos eran extrañas al descubrirlas, y que con el tiempo se integraron en nuestra vida hasta formar parte de nuestro yo.
En estos primeros años tendremos también que definir el estilo de vida respecto al uso del tiempo de descanso y diversión, de los gastos; en el trabajo, en los planes conjuntos, en la dedicación a algún voluntariado o labor social, en la integración y acomodación de la vida de piedad −tanto personal, como en familia−, y en otros muchos campos de actuación que irán surgiendo.
La comunicación en la persona es omnicomprensiva. Comunicamos con todo y en todo momento, pero no deja de ser una técnica en la que se puede mejorar. No es éste un lugar para muchas profundizaciones, pero puede ser útil centrar el tema de la comunicación matrimonial considerando sus objetivos.
Cuando la comunicación va dirigida a un propósito inmediato y efímero (que alguien me compre un bien o contrate un servicio, por ejemplo), el interés está centrado en mí, mientras que la técnica utilizada se dirige a provocar un cambio en el otro (que me compre); cuando la comunicación persigue un bien más intenso y duradero (una buena relación de trabajo), el interés está centrado en la relación misma y la técnica se orienta a ambos (yo cedo en algo sin grandes transformaciones personales, pero exijo que el otro también lo haga); cuando la comunicación va en pos de una meta íntima y definitiva (amar a alguien para siempre), entonces el interés se centra en el otro y la técnica se encamina hacia uno mismo (¡yo quiero cambiar para hacerte feliz!).
Podría, pues, afirmarse que en la misma medida en que me centro en mí, exigiré al otro que cambie y se adapte a mis deseos; al contrario, si me centro en el otro, intentaré cambiar yo y adaptarme a él.
Este es el enfoque adecuado: “ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra (...) si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo”[4].
Los primeros años de matrimonio constituyen el momento propicio para poner los fundamentos del amor. Y el cimiento natural del amor, de cualquier amor, es la fecundidad. Todo amor es fecundo, tiende a expandirse, es espiritual y materialmente fértil. La esterilidad nunca ha sido atributo del amor. No es cicatero ni mezquino; la medida del amor es amar sin medida, decía San Agustín.
Un amor que se basa en el cálculo, en el recuento, en la limitación es un amor que se niega a sí mismo. Todo amor se desborda, es excéntrico, invita a salir de uno mismo, es rico en detalles, en atenciones, en tiempo, en dedicación…, y también en hijos, si Dios los envía, por lo menos en la intención.
Más allá de esa fecundidad genérica, propia de cualquier amor, el cauce natural, específico, el más propio, el que distingue al matrimonio de los demás amores humanos es la posibilidad de transmitir la vida: los hijos. “Así, el comienzo fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (cfr. Gn 5,1-3)”[5].
En este terreno, por lo tanto, lo propio del amor es la fecundidad, al menos, de deseo, pues la biológica no siempre depende de nosotros, y de hecho, hay matrimonios con impedimentos para tener hijos que son ejemplo de fecundidad, precisamente en su apertura profunda al cónyuge y a toda la sociedad. Un amor matrimonial que se cerrara voluntariamente a la posibilidad de transmisión de la vida sería un amor muerto, que se niega a sí mismo y, desde luego, no sería matrimonial.
Cuestión distinta es el número: ¿quién puede poner número al amor?…, más aún, ¿quién puede juzgar y cifrar el amor de otros en un número? Hay que ser muy cautos y no juzgar nunca, pues pueden haber motivos para espaciar el nacimiento de los hijos (respetando la naturaleza propia de las relaciones conyugales). Pero el principio ha de quedar claro: lo propio del amor es la fecundidad, no la esterilidad. Y los hijos, como son personas, se piensan uno a uno con libertad y generosidad, es decir, con amor.
Javier Vidal-Quadras
Fuente: opusdei.es.
[1] San Josemaría, Apuntes de una tertulia, Santiago de Chile, 7-VII-1974.
[2] M. Brancatisano, La Gran Aventura.
[3] Francisco, Audiencia general, 22-IV-2015.
[4] U. Borghello, Las crisis del amor.
[5] San Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, n. 28.
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