El amor conyugal es un amor de entrega en el que el deseo humano se dirige a la formación de una comunión de personas
“El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad”.
El amor es la vocación fundamental innata de la persona humana como imagen de Dios[1]; y el matrimonio es uno de los modos específicos de realizar íntegramente esa vocación de la persona humana al amor. Por eso mismo, es el cauce para la realización personal de los esposos. “El amor humano y los deberes conyugales −decía san Josemaría refiriéndose a los casados− son parte de la vocación divina”[2]; así, en otra ocasión, les recordaba “que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar”[3].
Es claro, sin embargo, que cualquier forma de relación entre los esposos no sirve como expresión del amor humano, ni tampoco −en este caso− del amor conyugal. Tan solo cumple ese cometido aquella forma de relacionarse que, como consecuencia de la recíproca donación personal surgida de la alianza matrimonial, y por ello, siendo propia de los esposos, recibe el nombre de amor conyugal. El pacto conyugal crea entre los esposos un modo específico de ser, de amarse, de convivir y de procrear: el conyugal, que se expresa en multitud de actos y comportamientos del acontecer íntimo cotidiano.
La persona humana en abstracto no existe, sino la persona sexuada; porque la sexualidad es constitutiva del ser humano. “La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro”[4]. La sexualidad es inseparable de la persona; no es un simple atributo, un dato más. Es un propio modo de ser. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad. Lo amado, en el amor conyugal, es la entera persona del otro, en cuanto y por cuanto es varón o mujer.
Tanto el hombre como la mujer son imagen de Dios como persona humana sexuada. “Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios”[5].
Es necesario, por eso, identificar adecuadamente, qué es y qué exigencias conlleva el amor conyugal. De acertar o no en la respuesta va a depender la felicidad de los esposos. ¿Cuáles son las notas y las exigencias características del amor conyugal? El amor conyugal es un amor plenamente humano, total, fiel, exclusivo y fecundo[6].
a. El amor conyugal es un amor plenamente humano y total. Ha de abarcar la persona de los esposos en todos sus niveles: cuerpo y espíritu, sentimientos y voluntad, etc. Es un amor de entrega en el que el deseo humano, que comprende también el “eros”, se dirige a la formación de una comunión de personas. No sería conyugal el amor que excluyera la sexualidad o que, en el otro extremo, la considerase como un mero instrumento de placer. Los esposos han de compartir todo sin reservas y cálculos egoístas, amando cada uno a su consorte no por lo que de él recibe, sino por sí mismo. No es, pues, amor auténticamente humano y conyugal el que teme dar todo cuanto tiene y darse totalmente a sí mismo, el que sólo piensa en sí, o incluso el que piensa más en sí que en la otra persona.
b. Un amor fiel y exclusivo. Si el amor conyugal es total y definitivo, ha de tener también como característica necesaria la exclusividad y la fidelidad. “La unión íntima, prevista por el Creador, por ser donación mutua de dos personas, hombre y mujer, exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad”[7]. La fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera. Positivamente, la fidelidad comporta la donación recíproca sin reservas ni condiciones; negativamente, entraña que se excluya cualquier intromisión de terceras personas −y, esto, a todos los niveles: de pensamiento, palabra y obras− en la relación conyugal.
c. Y un amor fecundo, abierto a la vida. El amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas vidas; no se agota en los esposos. La tendencia a la procreación pertenece a la naturaleza de la sexualidad. En consecuencia, la apertura a la fecundidad es una exigencia de la verdad del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres (otra cosa distinta es que, de hecho, surjan o no nuevas vidas).
Estas características del amor son inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. Son aspectos de la misma realidad.
El amor de los esposos es don y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. El sacramento del matrimonio, concedido a los esposos como don y como gracia, es una expresión del proyecto de Dios para los hombres y de su poder salvífico, capaz de llevarles hasta la realización plena de su designio. Además de ser un don, el matrimonio implica una tarea del varón y la mujer; una tarea que empeña la libertad y la responsabilidad, y la fe.
El amor conyugal no se agota en un solo acto, sino que se expresa a través de una multitud de obras diarias grandes o pequeñas. Es una disposición estable (un hábito) de la persona y, al mismo tiempo, una tarea. El amor conyugal es exigente y está llamado a cultivarse. Como virtud, los esposos lo han de construir constantemente, conforme a las circunstancias de cada uno de ellos y de los afanes y agobios de cada día.
“El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad”[8].
La felicidad conyugal no es posible si la relación no se cultiva y se cuida día a día, a través de hechos concretos de amor −expresados en palabras, en gestos de ternura, en detalles de cariño, en actos de generosidad, de confianza, de sinceridad, de cooperación, etc.−, que hacen realidad el mutuo compromiso de vivir en el amor (en-amor-dados).
Javier Escrivá Ivars
Fuente: opusdei.es.
[1] cfr. Gn 1, 27.
[2] Conversaciones, 91.
[3] Es Cristo que pasa, 25.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.
[5] Papa Francisco, Audiencia 15-IV-2015.
[6] cfr. Humanae vitae, 9.
[7] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 48, 49 y 50. No hay que ver la fidelidad sólo como una respuesta a un compromiso adquirido, sino, sobre todo, como la lógica consecuencia que se deriva del amor total, de la recíproca donación personal sin reservas ni límites. Un amor con estas características no puede menos que ser exclusivo y para siempre.
[8] “…Pobre concepto tiene del matrimonio, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo” (san Josemaría, Conversaciones, 91).
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