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«El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida» (Benedicto XVI)
Si hay un presupuesto previo para el crecimiento de la vida moral, es decir, la madurez en los valores, es la aceptación de la realidad, de uno mismo, de las personas que nos rodean, del tiempo en que vivimos. Así lo explica Romano Guardini.
Esto no equivale a “dejarse llevar”. Al contrario, hay que trabajar en la realidad y si es preciso luchar por ella, para transformarla, para mejorarla en lo que dependa de nosotros, aunque sólo sea “un granito de arena”. Esto no puede hacerlo el animal, porque en él hay un acuerdo instintivo consigo mismo; no posee la dinámica propia del espíritu humano, entre lo que somos y lo que queremos ser, tensión que es buena siempre que nos mantenga en la realidad y no nos haga refugiarnos en fantasías.
Aceptación de sí mismo
Se puede comenzar por la aceptación de uno mismo: circunstancias, carácter, temperamento, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. No hay que dar por supuesta esta aceptación, pues con frecuencia uno “no” se acepta: hay hastío, protesta, evasión por medio de la imaginación, disfraces y máscaras de lo que somos, no sólo ante los demás sino ante uno mismo. Y esto no es bueno, aunque esconde un deseo de crecer que pertenece a la sabiduría. Así sintetiza Guardini la aceptación de sí mismo: «Puedo y debo trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo, he de decir ‘sí’ a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico».
Esta aceptación adquiere diversas formas, según cada uno. El que tiene por naturaleza un sentido práctico, debe aprovecharlo, consciente de que probablemente no va sobrado de imaginación y creatividad; mientras que el artista debe sufrir temporadas de vacío y desánimo. Quien es muy sensible ve más, pero también sufre más; pero el que tiene un ánimo frío y no le afecta nada, desconoce grandes aspectos de la existencia humana. Cada uno debe aceptar lo que tiene, purificarlo para servir con ello a los demás, y luchar por lo que no tiene, contando también con los otros.
En la práctica esto no es fácil. Hay que empezar por llamar bueno a lo bueno, malo a lo malo; sin molestarse cuando algo sale mal o a uno le corrigen. Sólo reconociendo mis propios defectos, que voy conociendo poco a poco, tengo la base real para mi superación.
Aceptación de la propia vida
En segundo lugar, cabe hablar de aceptar la situación vital, la etapa de la vida en la que estoy y la época histórica en la que vivo, procurando conocerlas y mejorarlas. No es bueno escapar hacia el pasado o hacia el futuro, sin valorar lo presente.
Aquí entra la aceptación del destino, que no es azar, sino resultado de la conexión de elementos interiores y exteriores, algunos de los cuales dependen de nosotros. Primero, de nuestras disposiciones, carácter, naturaleza, etc. (de nuevo: aceptarse a sí mismo). Pero además, de nuestra libertad vivida en el día a día, también en lo pequeño que dejamos o no dejamos pasar.
Aceptarse a sí mismo o al destino puede hacerse difícil cuando viene el dolor o el sufrimiento. Sin limitarse a evitarlo, cosa que hay que hacer como es lógico en lo posible, hay que intentar comprender el sufrimiento, aprender de él.
Es importante aceptar la propia vida y aceptarla como recibida; recibida de los padres, de la situación histórica y de los antepasados, pero también, cabe pensar con sabiduría, de Dios.
Aceptarse para darse
Ha señalado Benedicto XVI: «El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida». Y añade: «Es en la familia donde el hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás» (Discurso en un Encuentro del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, 13-V-2011).
Según el cristianismo, Dios tiene experiencia de nuestros problemas, pues ha tomado carne en Jesucristo, que se hizo vulnerable hasta el extremo, y con plena libertad. En Dios, sigue observando Guardini, no hay falta de sentido, Él “es” sentido, y un sentido que no es solamente racional sino a la vez amor. Por eso no debo confundir el que yo no capte hoy y ahora el sentido de mi situación, con el que esta situación tiene un sentido en el conjunto de mi vida, que yo debo descubrir y aprovechar con confianza.
La aceptación se acompaña de la sencillez y de la rectitud de las intenciones, y también de la bondad. La bondad significa prescindir de uno mismo, concederle a otros lo que son, aunque me falta a mí, y disfrutar con ello. También implica capacidad para comprender una situación y ayudar de hecho (no cruzarse de brazos por comodidad o miedo a quedar mal o equivocarse). No hay que confundir la bondad con sus apariencias, o con engañarse a sí mismo, pensando que uno es bueno o presumiendo de bueno.
Y la bondad requiere también de la sal del buen humor. No todo es serio en la vida (podría decirse que no es trágica, sino dramática). Señala Guardini: «Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en forma moral o pedagógica, a la larga no los aguanta». Por eso, como Santo Tomás Moro, hay que ser capaz, o pedir la gracia de ser capaz, de captar las rarezas un poco cómicas que tienen las cosas humanas.
El cristiano, concluye Guardini, sabe que Dios es la bondad por esencia. Nosotros somos los que estropeamos el mundo. Y respecto a lo que no depende de nosotros (como el sufrimiento de los inocentes), la bondad y la justicia de Dios no son como la nuestra, sino infinitas, y no podemos hacernos una idea de eso; permanece ante nosotros como un misterio, porque no somos Dios. Pero eso no nos hace dudar de que Dios es bueno. No sólo Dios sabe más, sino que su corazón es siempre más grande que el nuestro.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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