El documento conclusivo del Sínodo ordinario, fruto de un animado debate en el aula sinodal, ha sido objeto de interpretaciones opuestas en los medios de comunicación
Acaba de concluir el Sínodo ordinario sobre la familia, segundo de este camino sinodal impulsado por el Papa Francisco: un gran esfuerzo de la Iglesia por cuidar y fomentar la vida de familia. ¿Cómo interpretar el resultado final? El documento conclusivo, fruto de un animado debate en el aula sinodal, ha sido objeto de interpretaciones opuestas en los medios de comunicación. ¿Significa esto que debemos renunciar a criterios claros de lectura? Creo, por el contrario, que emana del Sínodo un mensaje claro; y que para entenderlo es preciso considerar el contexto global de estos dos años de camino.
Ante todo, hay que señalar una certeza compartida y llena de esperanza, más allá de los debates sobre cuestiones concretas: la familia sigue siendo el camino de la Iglesia. No cabe duda ya, tras estos dos años: por la familia han de pasar los esfuerzos y afanes de la pastoral por predicar el evangelio hoy. La familia es el camino porque en ella se aprende a ser persona en medio de la gran crisis de lo humano; es el camino porque en ella se recibe el lenguaje básico de la fe, en esta era secular.
Esta mirada esperanzada se confirma si notamos cómo se ha corregido la visión, un tanto negativa, del Instrumentum Laboris, que insistía en la crisis y problemas de la familia. Frente a esto, se ha querido empezar agradeciendo el testimonio de tantas familias que −en medio, sí, de fragilidades y luchas− viven con alegría su vocación. La familia no es una institución en crisis; en crisis está, si acaso, la familia burguesa, de corte individualista y privatizado. La familia auténtica, por el contrario, es surtidor originario de esperanza, porque allí se generan la vida y el futuro.
Además, el Sínodo ha querido partir, no de un análisis sociológico sobre la familia, ciertamente necesario; sino de la Palabra de Dios, de la revelación del Evangelio de la familia. De este modo el “ver, juzgar y actuar” de la Iglesia queda enmarcado en la visión, el juicio y la acción salvadora de Dios, que le da sentido, evitando todo pelagianismo. Hay un “Evangelio de la familia”, no solo porque el Evangelio dice cosas buenas a la familia, sino porque la familia misma es un Evangelio, una buena noticia, donde se aprende el lenguaje originario de la humanidad y de la fe.
Esta visión de conjunto enmarca los distintos debates que el Sínodo, en diálogo fecundo, ha podido iluminar.
El primero se refiere al esfuerzo por acercarse a aquellos que viven en situaciones familiares contrarias al Evangelio. El consenso del Sínodo es claro y urgente: la Iglesia está llamada a salir al encuentro y acompañar a estos hijos suyos, para que nadie se pierda la vida grande que Dios ha prometido. Se precisa para ello un lenguaje de acogida que no condene a la persona, que incentive cuanto la conduzca, lenta y pacientemente, a la vida plena.
¿Cuál es el punto de enganche que permite iniciar un diálogo para acompañar a los alejados? El Sínodo ha evitado aquí un escollo. Pues el deseo de abrir vías de retorno se prestaba a malentendidos en algunos de los textos intermedios. Se daba la impresión de que ciertas situaciones, como la convivencia o el matrimonio civil, podían ser en sí mismas un camino hacia el matrimonio, y que la Iglesia debería limitarse a dar de ellas una valoración positiva, señalando solo que no poseían todavía la plenitud. Ahora bien, tales situaciones carecen de aspectos centrales del amor, e introducen lógicas contrarias a la dignidad de la persona y al don de sí, dañando a quienes viven en ellas. Se explica así, por ejemplo, como muestran numerosos estudios sociológicos, que las parejas que han convivido antes del matrimonio tengan más probabilidades de fracasar.
En vez de proponer este enfoque, el Sínodo ha preferido otra vía: no tanto alabar (ideológicamente) elecciones y situaciones equivocadas, sino descubrir (mirando a la persona) el deseo de amor pleno que habita en el corazón de todo hombre y mujer; deseo sembrado por Dios, más originario que todo pecado. Ayuda a este respecto partir del diálogo de Jesús con la samaritana (n. 41 del documento). Cristo empieza dirigiéndose, no a la situación en que ella vive, sino a su deseo de un amor grande. A partir de este deseo y de su plenitud, Jesús puede decir a la mujer que se ha equivocado en las decisiones concretas de su vida (incapaces de agotar lo bueno que el deseo intuye) y denunciar la situación en que se encuentra (“el que ahora tienes no es tu marido”), que le impide la alegría.
Hay que notar, en segundo lugar, la clara confirmación de la enseñanza de Humanae Vitae que encontramos en el documento (n. 63). La unidad inseparable entre el significado unitivo y generativo de la unión conyugal pertenece a la esencia del amor humano; la conciencia está llamada a reconocerla para ayudar a vivirla. A este respecto es interesante notar que el Instrumentum Laboris (n. 137), presentaba la conciencia y la ley como dos polos opuestos que deben ser reconciliados. La redacción del texto final, por el contrario, promueve una visión de la conciencia a la que no son ajenos los significados del cuerpo ni la verdad del amor interpersonal. Para ahondar en esta verdad, que permite entender la sexualidad como un don de sí (y no como fuerza que se impone sobre el hombre y exige satisfacción) se requiere un camino educativo, al que el documento invita, y que debe incluir la educación afectivo-sexual desde la adolescencia. Haber confirmado la encíclica profética de Pablo VI abre una esperanza de futuro, pues corrobora el carácter generativo de todo amor.
Tenemos, en tercer lugar, la cuestión de la comunión a los divorciados vueltos a unir civilmente (nn. 84-86), que tanto interés ha suscitado. Es preciso reconocer que el documento parece prestarse a lecturas variadas. En cuestión muy debatida se han querido evitar afirmaciones rotundas, para conseguir el acuerdo. Se entiende que un editorialista del New York Times haya hablado de un consensus through ambiguity. Ahora bien, el análisis del texto nos permite llegar a conclusiones claras. Es verdad que en él no se dice todo explícitamente, pero también que los silencios solo pueden completarse, en buena hermenéutica católica, a la luz del magisterio precedente, que estos párrafos en ningún lugar contradicen.
De nuevo encontramos un punto de gran convergencia: hay una llamada a acercarse a estos bautizados y a abrir un camino de regeneración que permita el regreso a la casa del Padre. La apertura de este camino es lo central, y deja en segundo plano la pregunta concreta por la comunión. Prueba de ello es que la Eucaristía ni siquiera se menciona en estos números. El texto, además, reafirma la disciplina eucarística actual cuando dice (n. 85) que todo el acompañamiento debe suceder “según la enseñanza de la Iglesia”, lo que incluye sin duda los numerosos pronunciamientos del magisterio sobre la cuestión, desde Familiaris Consortio 84 hasta Sacramentum Caritatis 29. Es interesante notar la referencia a un documento del Pontificio Consejo sobre los textos legislativos (2001), que ofrece un criterio claro sobre la cuestión que nos ocupa: no juzgar a estas personas, porque desconocemos el grado de imputabilidad de su culpa; sí juzgar la situación en que viven, de manifiesta contradicción con las palabras de Jesús, para ayudarles, como haría el buen médico, a superar una situación que les hace daño. De este modo, no solo se confirma la disciplina, sino que se establece una buena práctica pastoral: mal se puede acompañar si no se señala la meta; y la misericordia cristiana no conoce otra meta que conformar al cristiano a la vida concreta de Jesús en la carne, que se hace presente a la Iglesia en los sacramentos de la Eucaristía y del Matrimonio. Se trata ahora de acompañar a estas personas, en el diálogo con un sacerdote en el fuero interno (n. 86) hasta que, fortalecidas por la gracia, sean capaces de abandonar la nueva unión o de vivir en continencia en ella, recobrando la sintonía con las palabras de Jesús y con su cuerpo.
Evitados estos escollos el Sínodo ha podido abrir grandes esperanzas a todas las familias. El documento ha puesto de relieve la llamada a una conversión pastoral de la Iglesia, que será una conversión a la pastoral familiar, es decir, una conversión que ponga la pastoral familiar en el centro de la acción de la Iglesia. No se trata de una predilección arbitraria: la familia es el ámbito primario en que se forja el sujeto humano y cristiano, y donde se ofrecen las claves de la vocación de toda persona al amor.
Un término decisivo que el documento señala para esta conversión pastoral es el de “acompañamiento”. Se abren, desde aquí, caminos de vida para la familia: buenas prácticas que jalonen las etapas hacia el matrimonio y los primeros años de vida conyugal; programas que ayuden a la educación afectivo-sexual del adolescente; ayuda a la familia para que ella misma pueda cuidar a sus ancianos confirmándoles como testigos de una tradición de humanidad; formación de los sacerdotes para que vivan su identidad y su ministerio en clave familiar; modos de fomentar el servicio de la familia al bien común como clave para superar la pobreza y marginación social...
El acompañamiento se liga estrechamente a la misericordia. El documento (n. 41) asocia la misericordia a la historia de la salvación, a la alianza; de modo que la misericordia contiene, no solo la fidelidad de Dios, sino también la conversión del hombre a Él, para que puedan caminar juntos. Insistiendo sobre el acompañamiento, el sínodo de la familia entronca con el Jubileo de la misericordia. Y es que la familia es la primera misericordia de Dios con los hombres, porque allí se recibe el amor originario bajo cuyo influjo se puede responder a la llamada al amor y edificar sobre él la vida. La Iglesia anuncia y promueve la misericordia de Dios defendiendo a la familia y siendo ella misma familia, don de Dios que responde al deseo de amor pleno que habita indestructible en el corazón de los hombres.
El Sínodo ha terminado, pero su “caminar juntos” (syn-odos) no termina: continúa en otro “caminar juntos”, que es la familia, camino de la Iglesia. En la familia están llamados a concentrarse los esfuerzos pastorales que quieran ser fecundos, generando a la vida plena del Evangelio.
P. José Granados, dcjm
Vicepresidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (Roma).
Fuente: Revista Ecclesia.
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