“Me gustó que alguien tan poco sospechoso de ser un ‘chupacirios’ como el premier británico hiciera una defensa de los valores culturales del cristianismo”
El otro día, un amigo, agnóstico por más señas, me pasó un vídeo del mensaje con el que David Cameron felicitó las fiestas a los británicos. En él se detiene en subrayar prolijamente el papel que en la historia, la cultura, la ética y la estética de su país ha tenido, con sus sombras, pero también sus luces, el cristianismo. Y a continuación concluye: «Por todo ello, Gran Bretaña abraza y recibe a todas las fes y a ninguna, pero, aun así, es un país cristiano y está orgulloso de serlo».
Soy de los que piensan que las creencias de uno son un asunto privado y que no hace falta ir por ahí trompeteando lo que uno es o deja de ser, pero me gustó que alguien tan poco sospechoso de ser un chupacirios como el premier británico hiciera una defensa de los valores culturales del cristianismo. No solo porque es algo que difícilmente vemos en este país (¿Se imaginan a cualquiera de nuestros líderes políticos haciendo este discurso? Antes de que acabe, ya lo han linchado en la plaza pública), sino porque indica que algo está cambiando en la vieja Europa.
Es curioso recordar que en el año 2004 se intentó redactar una Constitución europea que sirviera de marco político al gran proyecto continental que con tanto éxito estaba ya en marcha. La idea era encontrar un texto que reflejara nuestros valores comunes, los que nos definen como continente y como civilización. Los tratadistas, sin embargo, se encontraron con toda una serie de dificultades, algunas de ellas de índole puramente filosófica. Ya desde el preámbulo no hubo manera de ponerse de acuerdo sobre cuáles eran las raíces culturales de Europa. En el borrador se acordó hacer mención a Grecia, a Roma, al Renacimiento, al Humanismo y al espíritu de la Ilustración como pilares de nuestra civilización.
Pero, en el momento de incluir en la lista al cristianismo, Valéry Giscard d’Estaing, representante francés en la convención, se opuso de modo tajante. Según argumentó, los europeos actuales viven en un sistema político totalmente laico en el que la religión no juega un papel importante. «Por eso −añadió− una alusión explícita al cristianismo podía ser excluyente y contraproducente, dado que en Europa viven más de treinta millones de musulmanes y la cifra se multiplicará en los próximos años». El proyecto de firmar una Constitución europea fracasó, pero el espíritu de las palabras de Giscard ha quedado flotando en el ambiente.
Así, años más tarde, en 2011, para condenar las matanzas de cristianos en Irak y Egipto, los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión reunidos en Bruselas fueron incapaces de incluir la palabra cristianos en su resolución. Lejos de consideraciones religiosas, uno piensa que la «alergia» a usar ciertas palabras que, nos guste o no, tienen mucho (o incluso todo) que ver con nuestra entidad e idiosincrasia es solo un rasgo español fruto de la muy alargada sombra del franquismo. Sin embargo, son muchas las voces que, a raíz de la amenaza yihadista, empiezan a alzarse en Europa sorprendidas por tabúes de esta índole.
Uno de los reproches que con más frecuencia se le hacen al viejo continente, señala el profesor Francisco J. Contreras en uno de sus escritos, es que sufre los estragos de una sobredosis de historia. Abrumada por su pasado, traumatizada por las tropelías cometidas en su territorio durante la primera mitad del siglo XX, Europa no quiere líos. Como las dos guerras mundiales fueron fruto de nacionalismos enloquecidos, ha elegido diluirse en la no identidad, en la indefinición, en convertirse en un club de pacíficos mercaderes y ante una amenaza, preferir siempre la táctica de «apaciguamiento» de Chamberlain antes que la estrategia clarividente de Churchill.
Dicho de otro modo, y en palabras de Raymond Aron, Europa ha decidido perder sus referentes y «apearse de la historia». Así parecen indicarlo, por ejemplo, todas las modas filosóficas en boga desde los años 50. Tanto la deconstrucción como el posmodernismo o el multiculturalismo parecen abundar en la idea de que todo es relativo, nada está bien o mal, da igual creer una cosa que su contraria… El problema es que, como también apuntó Aron, «mientras Europa quiere apearse de la historia, otros cuyo número se cuenta por centenares de millones quieren entrar en ella».
Y aquí están. Una vez más a las puertas de Viena, como en 1663, solo que en esta ocasión no han tenido que violentarlas porque la mayoría ya está dentro. Un caballo de Troya lleno de guerreros criados en nuestra cultura, educados en nuestras escuelas y nuestras universidades, pero que, lejos de militar en nuestro relativismo flou, se han hecho extremistas. ¿Quiere eso decir que debamos seguir su ejemplo, adoptar una posición hostil, beligerante, racista, expeditiva o brutal? Obviamente no, pero tampoco conviene caer en lo que el filósofo francés Pascal Bruckner llama La tiranía de la penitencia, la interminable autocrítica occidental que, aunque esté basada en verdades obvias, no soluciona nada.
Somos un desastre, nos hemos destruido en dos grandes guerras, la nuestra es una historia de colonialismo, esclavismo, comunismo y fascismo, mea culpa, mea máxima culpa… Y mucho menos aún que caer en el autoflagelo conviene hacerlo en la amnesia, olvidarse de lo que uno es, de cuáles son sus raíces y su idiosincrasia, las que nos han hecho el epicentro de la civilización tal como se conoce. Por eso me ha gustado el discurso de Cameron.
Uno sin alharacas, sin chovinismos ni triunfalismos, pero sin renunciar tampoco a lo que somos. Entre otras muchas cosas, cristianos. Es decir, tributarios (sea uno creyente o no) de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, o, lo que es lo mismo, de uno de los mensajes más revolucionarios, rompedores e igualitarios que ha dado la historia, como así lo ha reconocido, y malgré soi, incluso Pablo Iglesias. Nada tiene de malo, creo yo, por tanto, recordar estas raíces. No por un tema religioso y ni siquiera ético, sino porque quien olvida de dónde viene difícilmente sabe adónde va.