Entrevista al Santo Padre, quien relativiza el papel político del Vaticano y clama por resituar “al ser humano en el centro” de la sociedad
Las campanas dan las doce. En menos de media hora, el Papa Francisco, que se encuentra en el Sínodo sobre la Familia en un edificio cercano, debe volver a Santa Marta, la residencia de los cardenales y altos prelados situada en el corazón del Vaticano, donde vive a la sombra de San Pedro. Es allí donde ha concertado nuestra entrevista, en su casa. Una residencia moderna, sin un estilo determinado, en donde decidió vivir nada más ser elegido, para no sentirse encerrado en el solemne y grandioso palacio apostólico. Cuatro piezas funcionales, de sobria decoración, donde no corre el riesgo de cruzarse, como él mismo dice, con hermanas de «cara avinagrada».
El severo gendarme pontificio, apostado en una garita estratégica, comprueba la identidad del equipo de Paris Match y hace una rápida llamada telefónica para asegurarse de que estamos inscritos en el orden del día del Santo Padre, porque aquí no se entra sin permiso. «Tutto a posto», todo en orden. Algunas distinguidas eminencias rondan por la entrada de mármol, acechando febrilmente la llegada del Sumo Pontífice, mientras que su amigo, el cardenal de Honduras Óscar Andrés Maradiaga, se aleja a pie.
No he dormido en toda la noche. Desde el día anterior se rumorea que esta mañana (la del 9 de octubre), a las 11, le van a conceder el premio Nobel de la Paz al Papa. Sería una razón válida para aplazar nuestra entrevista a otro día, pero no nos van a robar este «bendito» momento tan esperado. El carácter indomable de Jorge Mario Bergoglio se refleja principalmente en esta libertad de decidir él mismo su agenda privada, al margen de las estructuras oficiales. ¡Es mi oportunidad!
Empiezo mentalmente la cuenta atrás. Al salir del Sínodo a primera hora de la mañana, pude observar que muchos participantes ya esperaban al Santo Padre. Pero, ¡sorpresa!, en ese momento veo avanzar a lo lejos una silueta blanca. El Papa Francisco está solo, sin gendarme, sin secretario particular ni guardia suizo, y cuando entra en el silencioso vestíbulo de Santa Marta, todas las miradas se clavan en él. El elegante y discreto personal vestido de oscuro permanece a distancia, pero cuando aparece el Sumo Pontífice, aunque lo ven a diario, es como si la tierra dejara de girar.
Lleva un expediente bajo el brazo y se dirige hacia mí sonriendo. Vamos vestidos de oscuro, como dictan las normas. Sin embargo, con Francisco, que ha querido un protocolo menos estricto, no hay que agacharse para besar el anillo papal. Nos inclinamos haciendo un ligero gesto con la cabeza. Afable, el Santo Padre pronuncia algunas palabras en francés y nos invita a seguirle a un pequeño salón que da a un jardín interior. Una pieza bañada por una luz suave, casi íntima, con algunos cuadros en las paredes, paisajes y un retrato de Juan Pablo II, una virgen de madera y una bonita mesa piamontesa del siglo XVIII. No se le escapa nada. Observa las cuatro grabadoras pasadas de moda que acabo de poner sobre la mesa, porque tengo demasiado miedo a perderme una sola palabra de esta extraordinaria entrevista, así como los objetivos que el fotógrafo ha dejado en el suelo.
«Santidad, ¿empezamos por la entrevista, el regalo o las fotos?». Veo entonces que mira furtivamente en dirección al cuadro de Santa Teresa del Niño Jesús, la santa a la que él llama «Teresina» y a la que pide gracias con frecuencia. «Santidad, encontré este retrato en Normandía, en el convento de unas religiosas que se mudaban». Se ríe, me da las gracias calurosamente y lo deja cerca de la puerta. Después no me puedo resistir a mostrarle un reportaje de seis páginas sobre su viaje a Cuba, pues sigo impresionada por esa inolvidable misa de hace unas semanas en la plaza de la Revolución de La Habana. Tengo una multitud de preguntas. Por supuesto, ya lo había entrevistado rápidamente varias veces en su avión, al volver de Río, Tirana, Estrasburgo, Sarajevo… Pero hasta ahora no había tenido el inusual privilegio de estar sola ante él.
Podemos constatarlo en público, en Roma, durante las audiencias generales de los miércoles y durante los viajes que se transforman siempre en acontecimientos mediáticos: este Papa es carismático; el timbre de su voz es tranquilizador, reconfortante, y su forma de hablar italiano deslizando giros españoles hacen que estos raros momentos sean tan espontáneos como especiales.
Emocionados por tanta sencillez y disponibilidad, casi olvidamos que nos encontramos ante la personalidad más poderosa del mundo, como acaban de calificarlo los periodistas estadounidenses después de su reciente visita histórica a ese país. Hemos pasado con el Papa un momento tan excepcional que parece que no ha transcurrido el tiempo. Por cierto, el Papa, con exquisita delicadeza tampoco miró el reloj.
Este viernes 9 de octubre quedará grabado en mi memoria, igual que el pasado 6 de agosto, cuando el Sumo Pontífice me llamó al móvil. «Hola Caroline». Evidentemente, creí reconocer su acento, mientras me decía a mí misma que estaba soñando. En efecto, era impensable imaginar que tenía a Su Santidad en persona al otro lado del teléfono. Entonces me prometió una entrevista. Por supuesto, no me atrevía a preguntarle cuándo. Siempre hay algo de misterio en el Vaticano. Este tipo de preguntas no se le hacen al hombre más ocupado de la tierra. Desde esa mañana, mi corazón latía muy fuerte. Y un día, todo se aceleró.
Santo Padre, ¿qué tal está?
Bien, pero ya sabe que los viajes son muy cansados y, en este momento, con el Sínodo de los Obispos, casi no tengo tiempo.
Precisamente acaba de volver de un largo viaje. ¿Por qué no había ido nunca a Estados Unidos?
Los viajes que he hecho han estado motivados por reuniones relacionadas con mis anteriores cargos de maestro de novicios, provincial, rector de las facultades de Filosofía y Teología, obispo. Ninguna de estas reuniones (congresos, sínodos…) había tenido lugar en Estados Unidos, razón por la que nunca había tenido ocasión de visitar este país.
El 18 de octubre, durante el Sínodo de la Familia, canonizará juntos al padre y la madre de Santa Teresa de Lisieux. ¿Por qué ellos?
Louis y Zélie Martin, los padres de Santa Teresa del Niño Jesús, son una pareja de evangelizadores que durante su vida dieron testimonio de la belleza de la fe en Jesús, dentro y fuera de su casa. Es bien sabido que la familia Martin era hospitalaria, y que abría sus puertas y su corazón. Mientras que en esa época cierta ética burguesa, con la excusa del decoro, despreciaba a los pobres, ellos, junto a sus cinco hijos, consagraron tiempo, energía y dinero a ayudar a los necesitados. Son ciertamente un modelo de santidad y de vida de pareja.
¿Por qué usted, argentino, es tan devoto de una de las santas francesas más populares?
Es una de las santas que más nos hablan de la gracia de Dios, de cómo Dios cuida de nosotros, nos lleva de la mano y nos permite escalar fácilmente la montaña de la vida. A condición de que nos abandonemos a Él por completo, de que permitamos que Él nos «transporte». La pequeña Teresa comprendió durante su existencia qué es el amor, el amor reconciliador de Jesús, lo que entusiasma a los miembros de su Iglesia. Eso es lo que me ha enseñado Teresa de Lisieux. Me gustan también sus palabras contra el «espíritu de curiosidad» y los chismes. A menudo le pido, a ella que sencillamente se dejó sostener y transportar por la mano del Señor, que coja de mis manos un problema al que me enfrento, un asunto cuyo desenlace calculo mal, un viaje que debo afrontar. Entonces le imploro que se ocupe de él, que se encargue de él y me envíe como señal una rosa. Por otra parte, muchas veces he recibido alguna…
¿Fueron el amor de San Francisco de Asís por la naturaleza y la causa de la ecología los que le llevaron a elegir su nombre?
Nunca lo había pensado. Lo que me decidió en ese momento no fue tanto el mensaje de San Francisco sobre la creación como su forma de vivir en la pobreza evangélica. Durante el cónclave, cuando se alcanzó el umbral de votos necesario para la elección del Papa, mi amigo el cardenal Claudio Hummes, que estaba sentado a mi lado, me apretó el brazo y me dijo que no olvidara a los pobres. Enseguida pensé en el mundo martirizado por tantas guerras y violencia porque, con su testimonio, San Francisco de Asís fue un hombre de paz. En la encíclica Laudato si’, al empezar con las palabras del Cántico de las criaturas, intenté mostrar los profundos lazos que existen entre el compromiso para erradicar la pobreza y el cuidado de la creación. Tenemos que dejar a nuestros hijos y nietos una Tierra en la que puedan vivir, y comprometernos a construir una paz duradera y justa en el mundo.
Usted es Papa en una época que se enfrenta a grandes desajustes climáticos. ¿Cuál será su mensaje en la Conferencia Internacional sobre el Clima en París?
El cristiano tiende al realismo, no al catastrofismo. Sin embargo, precisamente por eso, no podemos ocultar lo evidente: el sistema mundial actual es insostenible. Espero vivamente que esta cumbre pueda contribuir a tomar decisiones concretas, compartidas, y que miren por el bien común a largo plazo. A ello contribuyen nuevas formas de desarrollo, para que tantas mujeres, hombres y niños que pasan hambre, son explotados o sufren por las guerras o el paro, puedan vivir y crecer dignamente. Y a ello contribuyen nuevos modos de poner fin a la explotación de nuestro planeta. Nuestra casa común está contaminada y no deja de deteriorarse. Necesitamos el compromiso de todos. Debemos proteger al hombre de su propia destrucción.
¿Cómo se puede hacer?
La humanidad debe renunciar a idolatrar el dinero y volver a situar en el centro a la figura humana, su dignidad, el bien común, el futuro de las generaciones que poblarán la Tierra después de nosotros. Si no, nuestros descendientes se verán obligados a vivir en un cúmulo de escombros y suciedad. Debemos cultivar y proteger el regalo que se nos ha hecho y no explotarlo de forma irresponsable. Debemos cuidar de quienes no tienen siquiera lo mínimo imprescindible y comenzar a emprender reformas estructurales que favorezcan un mundo más justo. Renunciar al egoísmo y la codicia para que todos vivan un poco mejor.
La NASA anunció, el pasado julio, el descubrimiento de un planeta del tamaño de la Tierra, Kepler-452b, que se parece a nuestro planeta. ¿Podría haber en otro lugar seres pensantes?
A decir verdad, no sé qué responderle: hasta ahora los conocimientos científicos siempre han excluido que haya en el universo huellas de otros seres pensantes. Dicho esto, hasta que se descubrió América se pensaba que no existía, y sin embargo existía. En todo caso, yo creo que hay que remitirse a la palabra de los sabios, siendo conscientes, sin embargo, de que el Creador es infinitamente más grande que nuestros conocimientos. De lo que estoy seguro es de que el universo y el mundo en el que vivimos no son fruto del azar, del caos, sino de una inteligencia divina, del amor de un Dios que nos ama, que nos ha creado y nos ha querido y que nunca nos deja solos. De lo que estoy seguro es de que Jesucristo, el hijo de Dios, se encarnó, murió en la cruz para salvarnos del pecado a nosotros, los hombres, y resucitó venciendo a la muerte.
¿Cree que países como España o Francia, que acogen a numerosos cristianos, podrían ayudar algún día a esas comunidades amenazadas de Oriente Próximo a volver a su patria?
Se está desarrollando ante nuestros ojos una tragedia humanitaria que nos afecta. Para nosotros los cristianos, la palabra de Jesús, que nos invitó a verlo en los pobres y los extranjeros que piden ayuda, sigue siendo un mandamiento. Nos enseñó que cada gesto de solidaridad hacia ellos es un gesto hacia Él. Pero en su pregunta aborda también otro asunto muy importante: nosotros no podemos resignarnos a que estas comunidades, hoy minoritarias en Oriente Próximo, se vean obligadas a abandonar sus casas, sus tierras, sus tareas cotidianas.
Esos creyentes son ciudadanos de pleno derecho de sus países, están presentes en ellos como discípulos de Jesús desde hace dos mil años, totalmente integrados en la cultura y la historia de su pueblo. Ante la necesidad, tenemos el deber humano y cristiano de actuar. Sin embargo, no podemos olvidar las causas que han provocado todo esto, hacer como si no existieran. Preguntémonos por qué tanta gente huye, por qué hay tantas guerras y tanta violencia. No olvidemos a quienes fomentan el odio y la violencia, y tampoco a quienes especulan con las guerras, como los traficantes de armas. No olvidemos tampoco la hipocresía de los poderosos de la tierra, que hablan de paz mientras venden armas bajo cuerda.
Además de la asistencia inmediata, ¿qué se puede hacer por los refugiados?
Solo se puede intentar resolver este drama mirando más allá. Actuando para fomentar la paz. Trabajando concretamente sobre las causas estructurales de la pobreza. Comprometiéndonos a construir modelos de desarrollo económico que coloquen en el centro al ser humano y no el dinero. Trabajando para que la dignidad de cada hombre, cada mujer, cada niño, cada anciano, sea siempre respetada.
¿Capitalismo y beneficio son palabras diabólicas?
El capitalismo y el beneficio no son palabras diabólicas mientras no se los transforme en ídolos. No lo son si siguen siendo instrumentos. Si, por el contrario, domina la ambición desencadenada por el dinero, si el bien común y la dignidad de los seres humanos pasan a un segundo plano, si el dinero y el beneficio a cualquier precio se convierten en fetiches a los que se adora, si la codicia es la base de nuestro sistema social y económico, entonces nuestras sociedades se exponen a la ruina. Los hombres y la creación entera no deben estar al servicio del dinero: las consecuencias de lo que va a pasar están ante los ojos de todos.
El Jubileo de la Misericordia empieza el 8 de diciembre. ¿Cómo se le ocurrió esta idea?
Desde Pablo VI, la Iglesia ha hecho cada vez más hincapié en la referencia a la misericordia. Durante el Pontificado de Juan Pablo se expresó todavía con más fuerza: encíclica Dives in Misericordia, institución de la fiesta de la Divina Misericordia (el domingo siguiente a la Pascua), canonización de santa Faustina Kowalska (religiosa polaca, 1905-1938). Al prolongar esta línea, reflexionando y orando, pensé que estaría bien proclamar un año santo extraordinario, el Jubileo de la Misericordia.
¿El formidable entusiasmo del que es objeto podrá ayudar a resolver la crisis mundial?
En los asuntos delicados, la acción del Papa y de la Santa Sede es independiente del grado de simpatía o entusiasmo que susciten en un momento u otro algunas personalidades. Intentamos impulsar mediante el diálogo la solución a los conflictos y la construcción de la paz. Buscamos incansablemente vías pacíficas y negociadas para resolver las crisis y los conflictos. La Santa Sede no tiene intereses propios que defender en la escena internacional, pero actúa a través de todos los canales posibles para impulsar los encuentros, los diálogos, los procesos de paz, el respeto a los derechos del hombre.
Con mi presencia en Albania o Bosnia Herzegovina he intentado apoyar ejemplos de coexistencia y colaboración entre los hombres y mujeres pertenecientes a religiones distintas, con el fin de que superen las heridas que siguen abiertas y que han provocado las recientes tragedias. Yo no hago ningún proyecto, no me ocupo de estrategia ni de política internacional: soy consciente de que en muchas ocasiones la voz de la Iglesia es una vox clamantis in deserto, la voz que grita en el desierto. Sin embargo, creo que es precisamente la fe en el Evangelio la que exige que seamos constructores de puentes, y no de muros. No hay que exagerar el papel del Papa y de la Santa Sede. Lo que acaba de ocurrir entre Estados Unidos y Cuba es un ejemplo de ello: nosotros solamente hemos intentando fomentar la voluntad de diálogo de los responsables de los dos países y, sobre todo, hemos rezado.
¿Cómo consigue mantener su sencillez de jesuita después de haber celebrado, en Manila, una misa ante siete millones de fieles y cientos de millones de telespectadores?
Cuando un sacerdote celebra la misa, está delante de los fieles, por supuesto, pero ante todo está frente al Señor. Por otra parte, cuanto más se está delante de las multitudes, más hay que ser consciente de nuestra pequeñez y del hecho de que somos «servidores inútiles», como nos pide Jesús. Cada día imploro la gracia de poder reflejar la presencia de Jesús, de ser el testigo de su misericordia cuando nos estrecha entre sus brazos. Por eso, cada vez que oigo «¡Viva el Papa!», invito a los fieles a gritar «¡Viva Jesús!».
Siendo cardenal Albino Luciani (futuro Juan Pablo I) observaba sutilmente ante los aplausos: «¿Creéis que el pequeño asno sobre el que Jesús entró en Jerusalén podía pensar que los “hosanna” de la multitud se dirigían a él?». Es así como el Papa, los obispos, los sacerdotes, mantendrán la promesa de desempeñar su misión, si saben ser como ese burrito y ayudan a sacar a la luz al verdadero protagonista, teniendo siempre presente que a los “hosanna” de hoy día pueden suceder mañana los «crucifícalo».
¿Cuál es la herencia más preciada que ha recibido de la Compañía de Jesús?
El discernimiento que tanto apreciaba San Ignacio, la búsqueda cotidiana para conocer mejor al Señor y seguirlo cada vez más de cerca. Intentar hacer cada tarea de la vida cotidiana, incluso las más pequeñas, con un corazón abierto a Dios y a los demás. Intentar ver la realidad con la misma mirada que Jesús y poner en práctica sus enseñanzas, día tras día y en las relaciones con los demás.
Usted seguramente conoce la canción que Béranger, un autor francés del XIX, dedicó a los jesuitas: «Hombres de negro, ¿de dónde salís? / Salimos de debajo de la tierra. / Mitad zorros, mitad lobos, / nuestra regla es un misterio. / Somos hijos de Loyola».
Es realmente osado escribir eso. Y quizá incluso astuto… (El Papa Francisco ríe).
Hace más de dos siglos, los jesuitas fueron expulsados de China. ¿China ha desaparecido hoy de su espíritu?
¡Jamás! No. Llevo a China en el corazón. Está aquí (el Papa se golpea el pecho). Siempre.
¿Imagina poder ir a una pizzería romana o coger el autobús vestido como un simple sacerdote?
No he abandonado completamente el hábito negro de clériman bajo la sotana blanca. Desde luego, me gustaría poder seguir paseando por las calles de Roma, una ciudad preciosa. Los encuentros más importantes de Jesús y su predicación tuvieron lugar en la calle. Por supuesto, me encantaría ir a comer una pizza con mis amigos, pero sé que no es tan fácil, casi imposible. Lo que no me falta nunca es el contacto con la gente. Veo a muchísima gente, mucha más que en Buenos Aires, y eso me produce una gran alegría. Cuando tengo a los fieles entre mis brazos, sé que Jesús me tiene entre sus brazos.
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